El Fantasma del Convento de las Capuchinas


En la actual Calle Venustiano Carranza, ubicada en la zona centro de la Ciudad de México, es conocida por el Pasaje Comercial Don Listón, área concurrida por muchos compradores. En el siglo XV aquella calle era conocida como "Capuchinas" debido al antiguo convento ocupado por la homónima orden  religiosa. 
  Entre sus múltiples actividades religiosas,que se volvían un ritual  en las instalaciones, se encuentra el coro que se realizaba antes de dormir. Después de cenar, la Madre Superiora se encargaba de encaminar tanto a las jóvenes como a las mayores a formarse y recorrer los amplios pasillos iluminados tenuemente con velas hasta llegar a la capilla. La misma Madre tenía la función de ensayar el coro y al finalizar las enviaba a cada a una a sus respectivas celdas no sin antes formar una hilera. 
   Pero en esas noches de luna llena, la Madre Superiora se había percatado de la dulce entonación entre las religiosas. Las demás también habían prestado atención a la armoniosa voz que resaltaba de las demás. La Madre Superiora quedó maravillada y trató de discernir de quién se trataba, pero no fue fácil. 
   Al finalizar el ensayo, la Madre Superiora se encargó de contabilizar a las monjas y por poco perdía el control de los nervios al descubrir 67 en lugar de 66. Había una monja de más en la congregación. Desconcertada, estaba segura de que solo eran 66 hermanas y ¿quién sería la monja? Siguió  a las religiosas hasta sus respectivas celdas sin hallar a la misteriosa hermana.
   Durante tres noches consecutivas se repetía el enigmático suceso: en el ensayo se escuchaba la dulce entonación de una religiosa y su voz hacía eco en los altos muros de la sala del convento. La Madre Superiora procedió a contar de nuevo y en efecto, ¡contó a 67 monjas! Acudió a su despacho para revisar los registros y verificar de dónde provenía la monja. No habían recibido, desde hacía cuatro meses, a una nueva integrante. Entre los papeles encontró el certificado de defunción de una monja fallecida dos años antes. Ignoró el papel y se enfocó a revisar los demás documentos, contabilizando a 66. ¿Quién era la misteriosa monja que entonaba dulces melodías?
   La Madre Superiora generó una idea: contaría de nuevo a las hermanas y seguiría los pasos de la enigmática religiosa. Cuando se realizó de nuevo el ensayo, contó de nuevo pero esta vez durante el ensayo y no al finalizar. Otra vez eran 67.
    Entre las figuras familiares identificó a una monja con el rostro inclinado y sus vestimentas impedían reconocerla. Conjeturó que esa debía ser la religiosa que nadie conocía y planeó seguirla al finalizar el ensayo. Cumplió con su plan y siguió con la vista a la monja que se unió a las hileras y por desgracia la perdió. Revisó las celdas y no la encontró en ninguna. Se cuestionó y pensó que no era posible su fugaz desaparición. En el resto del día y en las demás actividades, vigilaba los rostros de las religiosas y se esforzaba en generar una memoria fotográfica de la cara de todas. Ni en el comedor, ni en la misas, ni en los castigos encontró a la monja. 
   La noche del ensayo ya no fue lo mismo, pues la melodiosa voz no se manifestó en el coro, incluso las demás religiosas se desconcertaron al no escucharla como si hubiera sido una hermana más a la que tuvieron tiempo tratándola. 
   El plan de la Madre Superiosa se frustró al no encontrarla en el coro pero después de despedir a las religiosas hasta sus celdas, en los amplios y oscuros pasillos escuchó la armoniosa entonación. Esta vez había algo distinto en su voz, no era similar a los ensayos. En cambio su entonación expresaba un tono lúgubre, como si una ánima del purgatorio se lamentara. Vio a la monja de espaldas y la siguió con suma cautela. Atravesaron el patio iluminado por la fantasmagórica luna. El destino de la monja finalizó en el camposanto del convento. Solo ahí la Madre Superiora presintió en sus trémulas carnes que pudiera tratarse de algo demoníaco. Sostuvo su rosario entre manos y desafió sus temores al atrvesar las oxidadas rejas del panteón. 
   La monja recorría las antiguas lápidas correspondientes a generaciones atrás de las integrantes de la congregación. Finalmente se detuvo ante una lápida y tomó asiento sobre la fría losa para expresar un amargo llanto que generaba escalofríos a quien la oyera.  
   La Madre Superiora dio con ella y se situó a espaldas de la monja. Preguntó quién era y si correspondía a este mundo o al del Más Allá. La espectral figura religiosa no se volteó pero con espectral entonación se presentó:
   "Soy la Hermana María Luisa, fallecida dos años atrás y estoy penando por mis pecados inadmisibles ante el encuentro del Señor". 
   Nuevamente la Madre Superiora sintió como en su piel recorría el horror al escuchar la respuesta. Aún sostenía su rosario cuando tomó valor y ofreció su ayuda para que aquella ánima descansara. La espectral monja contó la razón por la que aún penaba: En vida fue Doña María Teresa de Córdoba, hija de una familia noble que se estableció poco después de la colonización española. Su belleza era objeto de envidia para otras damas y atracción venenosa para los caballeros. Ella sabía que desafiaba a las buenas costumbres al acostarse con ellos pero no comprometerse con ninguno. Los hombres eran juguetes ante sus caprichos sexuales y a más de uno rompió su corazón al negarse a formar parte de una relación duradera. 
   Hasta que se cruzó con Don Javier de Castellanos, un joven y rico distribuidor de vino en la Nueva España. La mujer quedó prendado de él pero éste la rechazaba. Con él sería con quien se dessposaría pero su corazón sufría al no ser correspondida. Tomó valor  y coraje para encararlo y exigir la razón de su desprecio. El caballero reveló que estaba comprometido y no ensuciaría su nombre al meterse con Doña María. Fue como si una daga hubiera atravesado su pecho. La joven supo de esta manera que habría obrado mal, al dañar sentimentalmente a muchos hombres y ahora ella sentía lo mismo. 
   Arrepentida optó por enclaustrarse formando parte de la Orden de las Capuchinas adoptando el nombre de María Luisa. 
   Por más oración y autoflagelaciones no conseguía sacarse de su mente y corazón a Don Javier Castellanos, el único hombre que rechazó sus encantos. Pasó el tiempo hasta que falleció en  su propia celda, presa de la fiebre. Ahora debe purgar en el mundo de los vivos. 
   La Madre Superiora elevó plegarias en respuesta al dolor que transmitía el alma en pena. Juró que realizaría rosarios en su nombre para encontrar el eterno descanso. Cumplió con su promesa aunque las apariciones solo habían disminuido, como si la Hermana María Luisa se resistiera a dejar el mundo de los vivos. 
   Para su mayor sorpresa, la misma Madre revisó en su oficina los registros correspondientes encontrando el acta de defunción que había visto días atrás cuando buscaba a la monja número 67. Constantó que todo era cierto, aquella ánima era la Hermana María Luisa. Dentro de sí esperaba que la monja encontrara el eterno descanso. 
   Por cierto, aquella noche en que interrogó al fantasma de la monja, ésta nunca le mostró su cara. Había noches en que la Madre Superiora perdía el sueño al preguntarse cómo sería la cara de la Hermana María Luisa. ¿Qué facciones hubiera descubierto? ¿Acaso sería el rostro de una mujer viva o definitivamente el aspecto de un difunto? En sus oraciones agradecía a Dios no haberla visto, sino el horror la acompañaría día y noche.

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