La
calle de Allende actualmente es poblada, ruidosa y conflictiva;
llena de comercios y una que otra casa vetusta, que por su carcomida
fachada, nos recuerda los pasados siglos coloniales. En una de las
esquinas de ésta calle pasaba una de las acequias por donde corría
agua durante el siglo XVII, y sobre dicha acequia existía un puente
que, por el suceso escalofriante que voy a relatarles, se llamó “El
Puente del Clérigo”.
Allá
por el año 1649 y siendo virrey de la nueva España Don García
Sarmiento de Sotomayor, Conde de Salvatierra, llegó cierto
caballero. Se trataba del rico y noble, joven y apuesto además, Don
Duarte de Sarraza, de origen portugués; criado y educado en España,
traía cartas reales y se le tenía en mucha estima, pues además de
ser dueño de gran fortuna, poseía dos títulos de nobleza; debido a
esto, Duarte de Sarraza fue bien recibido y atendido en la corte y
por toda la clase palaciega de la Nueva España; el joven portugués
era invitado a las fiestas y saraos del Palacio Virreinal y a otras
casas señoriales. Su fortuna y apostura despertó el interés
de varias damas españolas y criollas, casaderas.
Don
Duarte de Sarraza vivía solo en la entonces calle de Medinas (hoy
González Obregón) rodeado de sirvientes; de donde salía noche
a noche, embozado para no denunciar su identidad, con las armas
listas y el talego lleno de oro caminaba por la calle, siempre
dispuesto a descubrir cualquier asecho, una amenaza, por callejas
oscuras, hasta llegar a una de las casas alegres que entonces
existían en la calle de las Gayas (hoy calle de Mesones).
El
19 de septiembre de 1543, se había dado permiso para, instalar la
primera mancebía, o casa de “Gayas” (mujer pública); y allí
asistía a divertirse y a entregarse al vicio, el portugués Don
Duarte de Sarraza; muy pronto los vicios y depravaciones de Sarraza,
fueron conocidos por todos los habitantes de la entonces muy pequeña
capital, pero al portugués, que tenía influencias ente el virrey,
nada le importaba que le vieran en sus actos viles y abyectos, y que
siendo un buen espadachín, por cualquier motivo retara a duelo a
hombres que no eran de armas tomar y nada jóvenes como el, ni que se
tentara el corazón, para dar muerte a un hombre desarmado, solo por
una simple sospecha.
Pasaba
el tiempo y cierta tarde, durante un sarao en una casa de linaje
hispano, Duarte de Sarraza vio a al mujer más hermosa que sus ojos
hayan visto; se trataba de Margarita Jauregui, hija de un rico
hacendado hispano, muerto años atrás, pero heredera de tierras y
fortuna; la joven había quedado al cuidado de su tío, el respetable
sacerdote Don Juan de Nava, que era caballero de la orden de
Calatrava.
Verla
Don Duarte de Sarraza y acercarse a ella fue todo una, pues la abordó
al momento presentándose y saludándola muy cortésmente; la dama
quedó prendada de la galanura del mancebo. Desde ese día, se vio
rondar a Don Duarte de Sarraza por las cercanías del puente que
sobre la acequia había y que aún no tenía nombre; había calles
sin nombres y un callejón que llamaban del Carrizo, al oriente, solo
se veían lotes baldíos, sábese que en una de esas callejas vivía
el cura Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina, y
por ello rondaba por allí el enamorado portugués. Noche a noche se
apostaba el embozado Duarte de Sarraza cerca de la calleja y el
puente, esperando ver a quien le había sorbido el seso; no había
dejado sus vicios y parrandas, porque después de espiar a su amada,
volvía a las casas de escándalo y conocidas mancebías.
Presintiendo
la presencia de Sarraza, de quien ya Margarita de había enamorado
con locura, también se asomaba a la ventana, levantaba un poco los
visillos y miraba suspirando hacia las sombras, tratando de ver la
silueta fugaz de su adorado. Al fin un día se encontraron en la
iglesia y el le ofreció sus dedos mojados en agua bendita, y allí
mismo aprovechó el momento, para declararle que la amaba y diciendo
algo que no sentía señaló al altar; la dama le correspondió
declarándole su amor al caballero. Acto seguido salieron juntos del
templo, sin saber que los ojos tristes y severos del padre Juan de
Nava los habían descubierto, y que el viejo cura, sabedor de las
cosas de la vida, había adivinado en ella un amor puro y en el, el
engaño y la mentira; esa noche, al regresar el padre, después de
rezar el rosario, decidió hablarle a su sobrina a cerca del mancebo,
sus mentiras, traiciones y su vida disipada; Margarita expuso su amor
con gran vehemencia y como era costumbre en esa época, le dio una
orden que debía cumplir: que se olvidara de Sarraza.
Pero
a pesar de todos los obstáculos, ambos estaban empecinados,
encaprichados en esos amoríos y aprovechando el que el anciano cura
estaba en Santa Catarina diciendo el rosario, ellos se veían, y
noche a noche, el empecinado portugués, le repetía su amor por ella
y le juraba un amor eterno. Sabiendo que era imposible separar a los
enamorados con palabras, el cura fue a ver al virrey para pedirle
pudiera prohibir que los enamorados se siguieran viendo; pero esto
hizo el efecto contrario y acrecentó las visitas de Duarte al balcón
de Margarita.
La
noche del 3 de abril de 1649, estaban los dos enamorados conversando,
cuando el mancebo vio venir al cura; fingiendo tener ciertos negocios
con el virrey, Duarte de Sarraza se despidió de Margarita; malévolo
y cobarde, el joven se escondió cerca del puente, para aguardar el
paso del cura y sorprenderlo, y así lo hizo, en cuanto lo tuvo
cerca, lo atacó con fiereza a puñaladas; una y otra vez el cobarde
portugués sepultó su puñal en el cuerpo del desdichado cura Juan
de Nava, muerto el sacerdote, el cobarde criminal lo arrastró hasta
llevarlo a lo alto del puente. Oscura la noche, negra su conciencia,
nadie había como testigo en los alrededores, que pertenecían a la
parcialidad de Santiago Tlatelolco, y haciendo gala de su fuerza y
juventud, levantó el cadáver del cura Juan de Nava y lo arrojó
hacia abajo; su cuerpo cayó a las aguas negras de la acequia, que en
esos tiempos eran profundas y su caudal desembocaba en La Laguna
(Lagunilla), y ahí permaneció el portugués, hasta que vio que el
cuerpo ensangrentado de hundía totalmente.
Desde
el día siguiente, estuvo cerrada su casa de la calle de Medinas,
dijo a sus criados que comunicaran, a quien viniera a buscarle, que
estaba ausente de la capital, y a Margarita Jauregui le envió una
esquela, diciéndole que partía a un negocio a Veracruz, que lo iba
a retener algún tiempo.
Pasaron
las semanas y los meses y, como viera que nadie hablaba de su crimen
ni se sabía nada acerca de la muerte del cura, fue a ver a su amada, la encontró triste e indispuesta y esto aceleró sus malas
intenciones, pidiéndole su mano para desposarla, la muchacha
confundida dijo que no le podía contestar nada, hasta saber el
paradero de su tío; fuera de si el portugués sujetó con furia la
blanca mano de la dama, diciéndole que vendría por ella al otro día
y sin casamiento de por medio la haría suya; Margarita respondió
asustada negándose a hacer tal cosa. Dispuesto a volver al día
siguiente y raptar a la joven, el caballero se alejó de la casa
maldiciendo, ella tembló de miedo al probando aquella noche, que de
verdad, el era un malvado. Entonces ocurrió lo insólito e
inexplicable, cuando al día siguiente pasaron por el puente, los
primeros madrugadores, se llevaron el susto de su vida, allí sobre
el puente, estaba el esqueleto amarillento, lleno de lodo y hierbas,
con un puñal calvado, estrangulando al portugués, el cuál estaba
muerto; las manos descarnadas del clérigo, lo habían ahorcado desde
la noche anterior.
Llenos de terror, empavorecidos, los dos descubridores de aquel macabro
espectáculo, corrieron a dar parte a la autoridad; los señores de
la justicia, al examinar el puñal que tenía clavado aquel horrible
esqueleto, reconocieron a su dueño al ve los escudos de armas
grabados en el arma; las autoridades cerraron el caso, diciendo que
el portugués había asesinado al cura y éste había regresado para
vengarse (por muy descabellado que pareciera, eso era lo que había
ocurrido).
Y
fue tan cierto este suceso, que años después, la tétrica aparición
volvió a verse sobre el puente.
Pasaron
los años, con la nueva traza de la cuidad, cambiaron el curso y
cegaron las zanjas que por allí corrían; cegada la acequia, no hubo
necesidad del puente y desde entonces, la calle, hoy de Allende, se
llamó calle “Del Puente del Clérigo”.
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