El tema de los objetos, en el género de horror, toman un papel central en el desarrollo de la trama. Sin embargo, el objeto central en esta historia, creada por W.W. Jacobs, es una pata de mono que tiene la particularidad de conceder deseos, por lo cual el tema central, a manera de moraleja, nos aborda nuestro propio deseo. ¿Acaso genera temor lo que anhelamos? Si es algo que se opone a la realidad, ten por seguro que habrá efectos secundarios que puede ser perjudiciales.
El cuento describe qué el destino está escrito y nada se le puede oponer, si un deseo es capaz de cambiar el rumbo del destino habrá severas consecuencias. Entonces sí, tenle miedo a lo que deseas. Les dejamos con el relato.
La Pata de Mono, W.W. Jacobs
(1902)
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala
de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente.
Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el
juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario
de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White;
había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo éste moviendo
implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el
padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó
el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios,
este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay
sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente
su mujer—, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y
sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron
en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el
golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con
apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un
hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
—El sargento mayor Morris —dijo el señor
White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le
ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos
vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y
empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de
guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White
sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho.
Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo
la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el
señor White—. Sólo para dar un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el
sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a
sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y
faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted
empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado
apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora
White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal
vez —dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con
avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a
dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita
momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que
sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El
hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó
el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo
el sargento mayor—. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino
gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le
dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros
sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres
cosas? —preguntó Herbert White.
—Las he pedido —dijo, y su rostro
curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres
deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
—¿Y nadie más pidió? —insistió la
señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las
dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en
posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo
silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya
no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo
guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez, la
idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias.
Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de
hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos
más —dijo el señor White—, ¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el
pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad
el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—.
La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder.
Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su
nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y
pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las
consecuencias.
—Parece de Las mil y una noches —dijo la
señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir
para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el
talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo
agarrando el brazo de White— pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la
pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán
fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida
del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay
tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la
puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos
gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora
mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White,
ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que
tirara el talismán.
—Sin duda —dijo Herbert, con fingido
horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un
imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el
talismán y lo examinó con perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo
con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa
serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—.
Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia
credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño
a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el
señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a
sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia
él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado
el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el
hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca
lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo
la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me
dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres
acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White
se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio
inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a
acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero
en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas
noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará
cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la
oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca,
tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata
de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno
en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un
ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono;
arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo
la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede
creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras,
¿qué mal podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la
cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con
tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el
dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que
te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta
afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se
burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la
puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se
refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para
sus bromas —dijo al sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a
pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la
señora suavemente.
—Afirmo que se movió. Yo no estaba
sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los
misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a
entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y
reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en
el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se
quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al
desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le
pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del
marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el
desconocido estuvo un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo
por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido
algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los
acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida,
la madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no
sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White,
juntando las manos—. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido
siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus
temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su
marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente.
Hubo un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz
baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el
señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la
ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de
enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo
al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la
ventana.
—La compañía me ha encargado que le
exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le
ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que
me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora
White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles
que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el
otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten
una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer
y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la
palabra: ¿cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor
White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó,
desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de
distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa
transidos de sombra y de silencio. Todo pasó tan pronto que al principio casi
no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el
dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa
desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces
hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta
el cansancio. Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en
la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó
cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para
escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—.
Vas a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora
White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los
oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un
despavorido grito de su mujer lo despertó.
—La pata de mono —gritaba
desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó
asombrado—. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para
besarlo, y le dijo histéricamente:
—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he
pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en
seguida—. Sólo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le
pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama,
temblando.
—Dios mío, estás loca.
—Búscala pronto y pide —le balbuceó—;
¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que
estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por
qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación
la mujer.
El marido se volvió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y
además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces
era demasiado horrible para que lo vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer
arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad,
entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo
miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos,
antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No
encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de
pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano. Cuando entró
en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa
y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor
White siguió mirándolo con terror.
Luego, temblando, se dejó caer en una
silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre
no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a
su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi
apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un
inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama;
un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del
reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó
coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el
fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente
resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los
fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el
golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se
me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe
retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora
White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo
ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la
mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está
a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo
el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—.
Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y
huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera.
Oyó el ruido de la traba de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer,
anhelante:
—La traba —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el
piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso
entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda
la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la
traba al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los
ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un
viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su
mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino
estaba desierto y tranquilo.
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