Conocida por sus novelas británicas, en el género gótico, la escritora Daphne Du Maurier escribió y publicó una novela corta que posteriormente fue adaptada a la pantalla grande mano por Alfred Hitchcock. Acostumbrados al género gótico como "Rebeca", en esta ocasión la autora publicó una obra que escapa de lo cotidiano de sus obras, para traer un Terror: cuando la naturaleza se revela. Inspirado en un acontecimiento real, Daphne Du Maurier nos relata una historia con pocas posibilidades de sobrevivir en un escenario donde las aves se vuelven contra la humanidad.
El
3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la mañana, y llegó
el invierno. Hasta entonces, el otoño había sido suave y apacible.
Las hojas, de un rojo dorado, se habían mantenido en los árboles y
los setos vivos estaban verdes todavía. La tierra era fértil en los
lugares donde el arado la había removido.
Nat
Hocken, debido a una incapacidad contraída durante la guerra,
disfrutaba una pensión y no trabajaba todos los días en la granja.
Trabajaba tres días a la semana y le encomendaban las tareas más
sencillas: poner vallas, embardar, reparar las edificaciones de la
granja...
Aunque
casado, y con hijos, tenía tendencia a la soledad; prefería
trabajar solo. Le agradaba que le encargasen construir un dique o
reparar un portillo en el extremo más lejano de la península, donde
el mar rodeaba por ambos lados a la tierra de labranza. Entonces, al
mediodía, hacía una pausa para comer el pastel de carne que su
mujer había cocido para él, y sentándose en el borde de la
escollera, contemplaba a los pájaros. El otoño era época para
esto, mejor que la primavera. En primavera, los pájaros volaban
tierra adentro resueltos, decididos; sabían cuál era su destino; el
ritmo y el ritual de su vida no admitían dilaciones. En otoño, los
que no habían emigrado allende el mar, sino que se habían quedado a
pasar el invierno, se veían animados por los mismos impulsos, pero,
como la emigración les estaba negada, seguían su propia norma de
conducta. Llegaban en grandes bandadas a la península, inquietos;
ora describiendo círculos en el firmamento, ora posándose, para
alimentarse, en la tierra recién removida, pero incluso cuando se
alimentaban, era como si lo hiciesen sin hambre, sin deseo. El
desasosiego les empujaba de nuevo a los cielos.
Blancos
y negros, gaviotas y chovas, mezcladas en extraña camaradería,
buscando alguna especie de liberación, nunca satisfechas, nunca
inmóviles. Bandadas de estorninos, susurrantes como piezas de seda,
volaban hacia los frescos pastos, impulsados por idéntica necesidad
de movimiento, y los pájaros más pequeños, los pinzones y las
alondras, se dispersaban sobre los árboles y los setos.
Nat
los miraba, y observaba también a las aves marinas. Abajo, en la
ensenada, esperaban la marea. Tenían más paciencia. Pescadoras de
ostras, zancudas y zarapitos aguardaban al borde del agua; cuando el
lento mar lamía la orilla y se retiraba luego dejando al descubierto
la franja de algas y los guijarros, las aves marinas emprendían
veloz carrera y corrían sobre las playas. Entonces, les invadía
también a ellas aquel mismo impulso de volar. Chillando, gimiendo,
gritando, pasaban rozando el plácido mar y se alejaban de la costa.
Se apresuraban, aceleraban, se precipitaban, huían; pero ¿adonde, y
con qué finalidad? La inquieta urgencia del melancólico otoño
había arrojado un hechizo sobre ellas y debían congregarse, girar y
chillar; tenían que saturarse de movimiento antes de que llegase el
invierno.
«Quizá
—pensaba Nat, masticando su pastel de carne en el borde de la
escollera — los pájaros reciben en otoño un mensaje, algo así
como un aviso. Va a llegar el invierno. Muchos de ellos perecen. Y
los pájaros se comportan de forma semejante a las personas que,
temiendo que les llegue la muerte antes de tiempo, se vuelcan en el
trabajo, o se entregan a la insensatez.»
Los
pájaros habían estado más alborotados que nunca en este declinar
del año; su agitación resaltaba más porque los días eran muy
tranquilos. Cuando el tractor trazaba su camino sobre las colinas del
Oeste, recortada ante el volante la silueta del granjero, hombre y
vehículo se perdían momentáneamente en la gran nube de pájaros
que giraban y chillaban. Había muchos más que de ordinario. Nat
estaba seguro de ello. Siempre seguían al arado en otoño, pero no
en bandadas tan grandes como ésas, no con ese clamor.
Nat
lo hizo notar cuando hubo terminado el trabajo del día.
—Sí
—dijo el granjero— , hay más pájaros que de costumbre; yo
también me he dado cuenta. Y muy atrevidos algunos de ellos; no
hacían ningún caso del tractor. Esta tarde, una o dos gaviotas han
pasado tan cerca de mi cabeza que creía que me habían arrebatado la
gorra. Como que apenas podía ver lo que estaba haciendo cuando se
hallaban sobre mí y me daba el sol en los ojos. Me da la impresión
de que va a cambiar el tiempo. Será un invierno muy duro. Por eso
están inquietos los pájaros.
Al
cruzar los campos y bajar por el sendero que conducía a su casa,
Nat, con el último destello del sol, vio a los pájaros reuniéndose
todavía en las colinas del Oeste.
No
corría ni un soplo de viento, y el grisáceo mar estaba alto y en
calma. Destacaba en los setos la coronaria, aún en flor, y el aire
se mantenía plácido. El granjero tenía razón, sin embargo, y fue
esa noche cuando cambió el tiempo. El dormitorio de Nat estaba
orientado al Este. Se despertó poco después de las dos y oyó el
ruido del viento en la chimenea. No el furioso bramido del temporal
del Sudoeste que traía la lluvia, sino el viento del Este, seco y
frío. Resonaba cavernosamente en la chimenea, y una teja suelta
batía sobre el tejado. Nat prestó atención y pudo oír el rugido
del mar en la ensenada. Incluso el aire del pequeño dormitorio se
había vuelto frío: por debajo de la puerta se filtraba una
corriente que soplaba directamente sobre la cama.
Nat
se arrebujó en la manta, se arrimó a la espalda de su mujer, que
dormía a su lado, y quedó despierto, vigilante, dándose cuenta de
que se hallaba receloso sin motivo.
Fue
entonces cuando oyó unos ligeros golpecitos en la ventana. En las
paredes de la casa no había enredaderas que pudieran desprenderse y
rozar el cristal.
Escuchó,
y los golpecitos continuaron hasta que, irritado por el ruido, Nat
saltó de la cama y se acercó a la ventana. La abrió y, al hacerlo,
algo chocó contra su mano, pinchándole los nudillos y rozándole la
piel. Vio agitarse unas alas y aquello desapareció sobre el tejado,
detrás de la casa.
Era
un pájaro. Qué clase de pájaro, él no sabría decirlo. El viento
debía de haberle impulsado a guarecerse en el alféizar.
Cerró
la ventana y volvió a la cama, pero, sintiendo humedad en los
nudillos, se llevó la mano a la boca. El pájaro le había hecho
sangre. Asustado y aturdido, supuso que el pájaro, buscando cobijo,
le había herido en la oscuridad. Trató de conciliar de nuevo el
sueño.
Pero
al poco rato volvieron a repetirse los golpecitos, esta vez más
fuertes, más insistentes. Su mujer se despertó con el ruido y,
dándose la vuelta en la cama, le dijo:
—Echa
un vistazo a esa ventana, Nat; está batiendo.
—Ya
la he mirado —respondió él—; hay algún pájaro ahí fuera que
está intentando entrar. ¿No oyes el viento? Sopla del Este y hace
que los pájaros busquen dónde guarecerse.
—Ahuyéntalos
—dijo ella—. No puedo dormir con ese ruido.
Se
dirigió de nuevo a la ventana y, al abrirla esta vez, no era un solo
pájaro el que estaba en el alféizar, sino media docena; se lanzaron
en línea recta contra su rostro atacándole.
Soltó
un grito y, golpeándolos con los brazos, consiguió dispersarlos; al
igual que el primero, se remontaron sobre el tejado y desaparecieron.
Dejó caer rápidamente la hoja de la ventana y la sujetó con las
aldabillas.
—¿Has
visto eso? —exclamó—. Venían por mí. Intentaban picotearme los
ojos.
Se
quedó en pie junto a la ventana, escudriñando la oscuridad, y no
pudo ver nada. Su mujer, muerta de sueño, murmuró algo desde la
cama.
—No
estoy exagerando —replicó él, enojado por la insinuación de la
mujer—. Te digo que los pájaros estaban en el alféizar,
intentando entrar en el cuarto.
De
pronto, de la habitación que dormían los niños, situada al otro
lado del pasillo, surgió un grito de terror.
—Es
Jill —dijo su mujer, sentándose en la cama completamente
espabilada—. Ve a ver qué le pasa.
Nat
encendió la vela, pero, al abrir la puerta del dormitorio para
atravesar el pasillo, la corriente apagó la llama.
Sonó
otro grito de terror, esta vez de los dos niños, y él se precipitó
en su habitación, sintiendo inmediatamente el batir de alas a su
alrededor, en la oscuridad.
La
ventana estaba abierta de par en par. A través de ella, entraban los
pájaros, chocando primero contra el techo y las paredes y, luego,
rectificando su vuelo, se lanzaban sobre los niños, tendidos en sus
camas.
—Tranquilizaos.
Estoy aquí —gritó Nat, y los niños corrieron chillando hacia él,
mientras en la oscuridad, los pájaros se remontaban, descendían y
le atacaban una y otra vez.
—¿Qué
es, Nat? ¿Qué ocurre? —preguntó su mujer desde el otro
dormitorio.
Nat
empujó apresuradamente a los niños hacia el pasillo y cerró la
puerta tras ellos, de modo que se quedó solo con los pájaros en la
habitación.
Cogió
una manta de la cama más próxima y, utilizándola como arma, la
blandió a diestro y siniestro en el aire. Notaba cómo caían los
cuerpos, oía el zumbido de las alas, pero los pájaros no se daban
por vencidos, sino que, una y otra vez, volvían al asalto,
punzándole las manos y la cabeza con sus pequeños picos, agudos
como las afiladas púas de una horca. La manta se convirtió en un
arma defensiva; se la arrolló en la cabeza y, entonces, en la
oscuridad más absoluta, siguió golpeando a los pájaros con las
manos desnudas. No se atrevía a llegarse a la puerta y abrirla, no
fuera que, al hacerlo, le siguiesen los pájaros.
No
podía decir cuánto tiempo estuvo luchando con ellos en medio de la
oscuridad, pero al fin, fue disminuyendo a su alrededor el batir de
alas y luego, cesó por completo. Percibía un débil resplandor a
través del espesor de la manta. Esperó, escuchó; no se oía ningún
sonido, salvo el llanto de uno de los niños en el otro dormitorio.
La vibración, el zumbido de las alas, se había extinguido.
Se
quitó la manta de la cabeza y miró a su alrededor. La luz, fría y
gris, de la mañana iluminaba el cuarto. El alba, y la ventana
abierta habían llamado a los pájaros vivos. Los muertos yacían en
el suelo. Nat contempló, horrorizado, los pequeños cadáveres.
Había petirrojos, pinzones, paros azules, gorriones, alondras,
pinzones reales, pájaros que, por ley natural se adherían
exclusivamente a su propia bandada y a su propia región y ahora, al
unirse unos a otros en sus impulsos de lucha, se habían destruido a
sí mismos contra las paredes de la habitación, o habían sido
destruidos por él en la refriega. Algunos habían perdido las plumas
en la lucha; otros tenían sangre, sangre de él, en sus picos.
Asqueado,
Nat se acercó a la ventana y contempló los campos, más allá de su
pequeño huerto.
Hacía
un frío intenso, y la tierra aparecía endurecida por la helada. No
la helada blanca, la escarcha que brilla al sol de la mañana, sino
la negra helada que trae consigo el viento del Este. El mar,
embravecido con el cambio de la marea, encrespado y espumoso, rompía
broncamente en la ensenada. No había ni rastro de los pájaros. Ni
un gorrión trinaba en el seto, al otro lado del huerto, ni una
chova, ni un mirlo, picoteaban la hierba en busca de gusanos. No se
oía ningún sonido; sólo el ruido del viento y del mar.
Nat
cerró la ventana y la puerta del pequeño dormitorio y cruzó el
pasillo en dirección al suyo. Su mujer estaba sentada en la cama,
con uno de los niños dormido a su lado y el más pequeño, con la
cara vendada, entre sus brazos. Las cortinas estaban completamente
corridas ante la ventana y las velas encendidas. Su rostro destacaba
pálidamente a la amarillenta luz. Hizo a Nat una seña con la cabeza
para que guardara silencio.
—Ahora
está durmiendo —cuchicheó—, pero acaba de coger el sueño. Algo
le ha debido de herir; tenía sangre en las comisuras de los ojos.
Jill dice que eran pájaros. Dice que se despertó y los pájaros
estaban en la habitación.
Miró
a Nat, buscando una confirmación en su rostro. Parecía aturdida,
aterrada, y él no quería que se diese cuenta de que también él
estaba excitado, trastornado casi, por los sucesos de las últimas
horas.
—Hay
pájaros allí dentro —dijo—, pájaros muertos, unos cincuenta
por lo menos. Petirrojos, reyezuelos, todos los pájaros pequeños de
los alrededores. Es como si, con el viento del Este, se hubiese
apoderado de ellos una extraña locura. —Se sentó en la cama,
junto a su mujer y le cogió la mano—. Es el tiempo —dijo—; eso
debe ser, el mal tiempo. Probablemente, no son los pájaros de por
aquí. Han sido empujados a estos lugares desde la parte alta de la
región.
—Pero,
Nat —susurró la mujer—, ha sido esta noche cuando ha cambiado el
tiempo. No han venido empujados por la nieve. Y no pueden estar
hambrientos todavía. Tienen alimento de sobra ahí fuera, en los
campos.
—Es
el tiempo —repitió Nat—. Te digo que es el tiempo.
Su
rostro estaba tenso y fatigado, como el de ella. Durante un rato, se
miraron uno a otro en silencio.
—Voy
abajo a hacer un poco de té —dijo él.
La
vista de la cocina le tranquilizó. Las tazas y los platillos
ordenadamente apilados sobre el parador, la mesa y las sillas, la
madeja de labor de su mujer en su cestillo, los juguetes de los niños
en el armario del rincón...
Se
arrodilló, atizó los rescoldos y encendió el fuego. El arder de la
leña, la humeante olla y la negruzca tetera le dieron una impresión
de normalidad, de alivio, de seguridad. Bebió un poco de té y subió
una taza a su mujer. Luego, se lavó en la fregadera, se calzó las
botas y abrió la puerta trasera.
El
cielo estaba pesado y plomizo, y las pardas colinas que el día
anterior brillaban radiantes a la luz del sol aparecían lúgubres y
sombrías. El viento del Este cortaba los árboles como una navaja, y
las hojas, crujientes y secas se desprendían de las ramas y se
esparcían con las ráfagas del viento. Nat restregó su bota contra
la tierra. Estaba dura, helada. Nunca había visto un cambio tan
repentino. En una sola noche había llegado el invierno.
Los
niños se habían despertado. Jill estaba parloteando en el piso de
arriba y el pequeño Johnny llorando otra vez. Nat oyó la voz de su
mujer calmándole, tranquilizándole. Al cabo de un rato, bajaron.
Nat les había preparado el desayuno, y la rutina del día comenzó.
—¿Echaste
a los pájaros? —preguntó Jill, tranquilizada ya por el fuego de
la cocina, por el día, por el desayuno.
—Sí,
ya se han ido todos —respondió Nat—.Fue el viento del Este lo
que les hizo entrar. Se habían extraviado, estaban asustados y
querían refugiarse en algún lado.
—Intentaron
picotearme —dijo Jill—. Se tiraban a los ojos de Johnny.
—Les
impulsaba el miedo —contestó Nat a la niña—. En la oscuridad
del dormitorio, no sabían dónde estaban.
—Espero
que no vuelvan —dijo Jill—. Si les ponemos un poco de pan en la
parte de fuera de la ventana, quizá lo coman y se marchen.
Terminó
de desayunar y luego, fue en busca de su abrigo y su capucha, los
libros de la escuela y la cartera. Nat no dijo nada, pero su mujer le
miró por encima de la mesa. Un silencioso mensaje cruzó entre
ellos.
—Iré
contigo hasta el autobús —dijo él—. Hoy no voy a la granja.
Y,
mientras la niña se lavaba en la fregadera, dijo a su mujer:
—Manten
cerradas todas las puertas y ventanas. Por si acaso, nada más. Yo
voy a ir a la granja a ver si han oído algo esta noche.
Y
echó a andar con su hija por el sendero. Ésta parecía haber
olvidado su experiencia de la noche pasada. Iba delante de él,
saltando, persiguiendo a las hojas, con el rostro sonrosado por el
frío bajo la capucha.
—¿Va
a nevar, papá? —preguntó—. Hace bastante frío.
Levantó
la vista hacia el descolorido cielo, mientras sentía en su espalda
el viento cortante.
—No
—respondió—, no va a nevar. Este es un invierno negro, no
blanco.
Todo
el tiempo fue escudriñando los setos en busca de pájaros, mirando
por encima de ellos a los campos del otro lado, oteando el pequeño
bosquecillo situado más arriba de la granja, donde solían reunirse
los grajos y las chovas. No vio ninguno.
Las
otras niñas esperaban en la parada del autobús, embozadas en sus
ropas, cubiertas, como Jill, con capuchas, ateridos de frío sus
rostros.
Jill
corrió hacia ellas agitando la mano.
—Mi
papá dice que no va a nevar —exclamó—. Va a ser un invierno
negro.
No
dijo nada de los pájaros y empezó a dar empujones, jugando, a una
de las niñas. El autobús remontó, renqueando, la colina. Nat la
vio subir a él y luego, dando media vuelta, se dirigió a la granja.
No era su día de trabajo, pero quería cerciorarse de que todo iba
bien. Jim, el vaquero, estaba trajinando en el corral.
—¿Está
por ahí el patrón? —preguntó Nat.
—Fue
al mercado —repuso Jim—. Es martes, ¿no?
Y,
andando pesadamente, dobló la esquina de un cobertizo. No tenía
tiempo para Nat. Decían que Nat era superior. Leía libros, y cosas
de esas. Nat había olvidado que era martes. Eso demostraba hasta qué
punto le habían trastornado los acontecimientos de la noche pasada.
Fue a la puerta trasera de la casa y oyó cantar en la cocina a la
señora Trigg; la radio ponía un telón de fondo a su canción.
—¿Está
usted ahí, señora? —llamó Nat.
Salió
ella a la puerta, rechoncha, radiante, una mujer de buen humor.
—Hola,
señor Hocken —dijo la señora Trigg—. ¿Puede decirme de dónde
viene este frío? ¿De Rusia? Nunca he visto un cambio así. Y la
radio dice que va a continuar. El Círculo Polar Ártico tiene algo
que ver.
—Nosotros
no hemos puesto la radio esta mañana —dijo Nat—. Lo cierto es
que hemos tenido una noche agitada.
—¿Se
han puesto malos los niños?
—No...
No
sabía cómo explicarlo. Ahora, a la luz del día, la batalla con los
pájaros sonaría absurda.
Trató
de contar a la señora Trigg lo que había sucedido, pero veía en
sus ojos que ella se figuraba que su historia era producto de una
pesadilla.
—¿Seguro
que eran pájaros de verdad? —dijo, sonriendo—. ¿Con plumas y
todo? ¿No serian de esa clase tan curiosa que los hombres ven los
sábados por la noche después de la hora de cerrar?
—Señora
Trigg —dijo él—, hay cincuenta pájaros muertos, petirrojos,
reyezuelos y otros por el estilo, tendidos en el suelo del dormitorio
de los niños. Me atacaron; intentaron lanzarse contra los ojos del
pequeño Johnny.
La
señora Trigg le miró, dudosa.
—Bueno
—contestó—, supongo que les empujó el mal tiempo. Una vez en la
habitación, no sabrían dónde se encontraban. Pájaros extranjeros,
quizá de ese Círculo Ártico.
—No
—replicó Nat—, eran los pájaros que usted ve todos los días
por aquí.
—Una
cosa muy curiosa —dijo la señora Trigg—, realmente inexplicable.
Debería usted escribir una carta al Guardián contándoselo.
Seguramente que le sabrían dar alguna respuesta. Bueno, tengo que
seguir con lo mío.
Inclinó
la cabeza, sonrió y volvió a la cocina.
Nat,
insatisfecho, se dirigió a la puerta de la granja. Si no fuese por
aquellos cadáveres tendidos en el suelo del dormitorio, que ahora
tenía que recoger y enterrar en alguna parte, a él también le
parecería exagerado el relato.
Jim
se hallaba junto al portillo.
—¿Ha
habido dificultades con los pájaros? —preguntó Nat.
—¿Pájaros?
¿Qué pájaros?
—Han
invadido nuestra casa esta noche. Entraban a bandadas en el
dormitorio de los niños. Eran completamente salvajes.
—¿Qué?
—Las cosas tardaban algún tiempo en penetrar en la cabeza de Jim—.
Nunca he oído hablar de pájaros que se porten salvajemente —dijo
al fin—. Suelen domesticarse. Yo les he visto acercarse a las
ventanas en busca de migajas.
—Los
pájaros de anoche no estaban domesticados.
—¿No?
El frío, quizás. Estarían hambrientos. Prueba a echarles algunas
migajas.
Jim
no sentía más interés que la señora Trigg. «Era —pensaba Nat—,
como las incursiones aéreas durante la guerra. Nadie, en este
extremo del país, sabía lo que habían visto y sufrido las gentes
de Plymouth. Para que a uno le conmueva algo, es necesario haberlo
padecido antes.» Regresó a su casa, andando por el sendero, y cruzó
la puerta. Encontró a su mujer en la cocina con el pequeño Johnny.
—¿Has
visto a alguien? —preguntó ella.
—A
Jim y a la señora Trigg —respondió—. Me parece que no me han
creído ni una palabra. De todos modos, por allí no ha pasado nada.
—Podrías
llevarte afuera los pájaros —dijo ella—. No me atrevo a entrar
en el cuarto para hacer las camas. Estoy asustada.
—No
tienes nada de que asustarte ahora —replicó Nat—. Están
muertos, ¿no?
Subió
con un saco y echó en él, uno a uno, los rígidos cuerpos. Sí,
había cincuenta en total. Pájaros corrientes, de los que
frecuentaban los setos, ninguno siquiera tan grande como un tordo.
Debía de haber sido el miedo lo que les impulsó a obrar de aquella
forma. Paros azules, reyezuelos, era increíble pensar en la fuerza
de sus pequeños picos hiriéndole el rostro y las manos la noche
anterior. Llevó el saco al huerto, y se le planteó entonces un
nuevo problema. El suelo estaba demasiado duro para cavar. Estaba
helado, compacto y sin embargo, no había nevado; lo único que había
ocurrido en las últimas horas había sido la llegada del viento del
Este. Era extraño, antinatural. Debían de tener razón los
vaticinadores del tiempo. El cambio era algo relacionado con el
Círculo Ártico.
Mientras
estaba allí, vacilante, con el saco en la mano, el viento pareció
penetrarle hasta los huesos. Podía ver las blancas crestas de las
olas rompiendo allá abajo, en la ensenada. Decidió llevar los
pájaros a la playa y enterrarlos allí. Cuando llegó a la costa,
por debajo del farallón, apenas podía tenerse en pie, tal era la
fuerza del viento. Le costaba respirar y tenía azuladas las manos.
Nunca había sentido tanto frío en ninguno de los malos inviernos
que podía recordar. Había marea baja. Caminó sobre los guijarros
hacia la arena y, entonces, de espaldas al viento practicó un hoyo
en el suelo con el pie. Se proponía echar en él los pájaros, pero
al abrir el saco, la fuerza del viento los arrastró, los alzó como
si nuevamente volvieran a volar, y los cuerpos helados de los
cincuenta pájaros se elevaron de él a lo largo de la playa,
sacudidos como plumas, esparcidos, desparramados. Había algo
repugnante
en la escena. No le gustaba. El viento arrebató los pájaros y los
llevó lejos de él.
«Cuando
la marea suba se los llevará», dijo para sí.
Miró
al mar y contempló las espumosas rompientes, matizadas de una cierta
tonalidad verdosa. Se alzaban briosas, se encrespaban, rompían y, a
causa de la marea baja, su bramido sonaba distante, remoto, sin el
tonante estruendo de la pleamar.
Entonces
las vio. Las gaviotas. Allá lejos, flotando sobre las olas.
Lo
que, al principio, había tomado por las blancas crestas de las olas
eran gaviotas. Centenares, millares, decenas de millares...
Subían
y bajaban con el movimiento de las aguas, de cara al viento,
esperando la marea, como una poderosa escuadra que hubiese echado el
ancla. Hacia el Este y hacia el Oeste, las gaviotas estaban allí.
Hilera tras hilera, se extendían en estrecha formación tan lejos
como podía alcanzar la vista. Si el mar hubiese estado inmóvil,
habrían, cubierto la bahía como un velo blanco, cabeza con cabeza,
cuerpo con cuerpo. Sólo el viento del Este, arremolinando el mar en
las rompientes, las ocultaba desde la playa.
Nat
dio media vuelta y, abandonando la costa, trepó por el empinado
sendero en dirección a su casa. Alguien debería saber esto. Alguien
debería enterarse. A causa del viento del Este y del tiempo, estaba
sucediendo algo que no comprendía. Se preguntó si debía llegarse a
la cabina telefónica, junto a la parada del autobús y llamar a la
Policía. Pero ¿qué podrían hacer? ¿Qué podría hacer nadie?
Decenas de miles de gaviotas posadas sobre el mar, allí, en la
bahía, a causa del temporal, a causa del hambre. La Policía le
creería loco, o borracho, o se tomaría con toda calma su
declaración. «Gracias. Sí, ya se nos ha informado de la cuestión.
El mal tiempo está empujando tierra adentro a los pájaros en gran
número.» Nat miró a su alrededor.
No
se veían señales de ningún otro pájaro. ¿Sería el frío lo que
les había hecho llegar a todos desde la parte alta de la región? Al
acercarse a la casa, su mujer salió a recibirle a la puerta. Le
llamó, excitada.
—Nat
—dijo—, lo han dicho por la radio. Acaban de leer un boletín
especial de noticias. Lo he tomado por escrito.
—¿Qué
es lo que han dicho por la radio? —preguntó él.
—Lo
de los pájaros —respondió—. No es sólo aquí, es en todas
partes. En Londres, en todo el país. Algo les ha ocurrido a los
pájaros.
Entraron
juntos en la cocina. Nat cogió el trozo de papel que había sobre la
mesa y lo leyó.
«Nota
oficial del Ministerio del Interior, hecha pública a las once de la
mañanade hoy. Se reciben informes procedentes de todos los puntos
del país acerca de la enorme cantidad de pájaros que se está
reuniendo en bandadas sobre las ciudades, los pueblos y los más
lejanos distritos, los cuales provocan obstrucciones y daños e,
incluso, han llegado a atacar a las personas. Se cree que la
corriente de aire ártico, que cubre actualmente las Islas
Británicas, está obligando a los pájaros a emigrar al Sur en gran
número, y que el hambre puede impulsarles a atacar a los seres
humanos. Se aconseja a todos los ciudadanos que presten atención a
sus ventanas, puertas y chimeneas, y tomen razonables precauciones
para la seguridad de sus hijos. Una nueva nota será hecha pública
más tarde.»
Una
viva excitación se apoderó de Nat; miró a su mujer con aire de
triunfo.
—Ahí
tienes —dijo—; esperemos que hayan oído esto en la granja. La
señora Trigg se dará cuenta de que no era ninguna fantasía. Es
verdad. Por todo el país. Toda la mañana he estado pensando que
había algo que no marchaba bien. Y ahora mismo, en la playa he
mirado al mar y hay gaviotas, millares de ellas, decenas de millares,
no cabría ni un alfiler entre sus cabezas, y están allá fuera,
posadas sobre el mar, esperando.
—¿Qué
están esperando, Nat? —preguntó ella. Él la miró de hito en
hito y luego volvió la vista hacia el trozo de papel.
—No
lo sé —dijo lentamente—. Aquí dice que los pájaros están
hambrientos.
Él
se acercó al armario, de donde sacó un martillo y otras
herramientas.
—¿Qué
vas a hacer, Nat?
—Ocuparme
de las ventanas, y de las chimeneas también, como han dicho.
—¿Crees
que esos gorriones, y petirrojos, y los demás, podrían penetrar con
las ventanas cerradas? ¡Qué va! ¿Cómo iban a poder?
Nat
no contestó. No estaba pensando en los gorriones, ni en los
petirrojos.
Pensaba
en las gaviotas...
Fue
al piso de arriba, y el resto de la mañana estuvo allí trabajando,
asegurando con tablas las ventanas de los dormitorios, rellenando la
parte baja de las chimeneas. Realizó una buena faena; era su día
libre y no estaba trabajando en la granja. Se acordó de los viejos
tiempos, al principio de la guerra. No estaba casado entonces, y en
la casa de su madre, en Plymouth, había instalado las tablas
protectoras de las ventanas para evitar que se filtrase luz al
exterior. También había construido el refugio, aunque, ciertamente,
no fue de ninguna utilidad cuando llegó el momento.
Se
preguntó si tomarían todas las precauciones en la granja. Lo
dudaba. Harry Trigg y su mujer eran demasiado indolentes.
Probablemente se reirían de todo esto. Se irían a bailar o a jugar
una partida de whist.
—La
comida está lista —gritó ella desde la cocina.
—Está
bien. Ahora bajo.
Estaba
satisfecho de su trabajo. Los entramados encajaban perfectamente
sobre los pequeños vidrios y en la base de las chimeneas.
Una
vez terminada la comida, y mientras su mujer fregaba los platos, Nat
sintonizó el diario hablado de la una. Fue repetido el mismo aviso,
el que ella había anotado por la mañana, pero el boletín de
noticias dio más detalles.
«Las
bandadas de pájaros han causado trastornos en todas las comarcas
—decía el locutor—, y, en Londres, el cielo estaba tan oscuro a
las diez de esta mañana, que parecía como si toda la ciudad
estuviese cubierta por una inmensa nube negra.
»Los
pájaros se posaban en lo alto de los tejados, en los alféizares de
las ventanas y en las chimeneas. Las especies incluían mirlos,
tordos, gorriones y, como era de esperar en la metrópoli, una gran
cantidad de palomas y estorninos, y ese frecuentador del río de
Londres, la gaviota de cabeza negra. El espectáculo ha sido tan
inusitado que el tráfico se ha detenido en muchas vías públicas,
el trabajo abandonado en tiendas y oficinas y las calles se han visto
abarrotadas de gente que contemplaba a los pájaros.»
Fueron
relatados varios incidentes, volvieron a enunciarse las causas
probables del frío y el hambre y se repitieron los consejos a los
dueños de casa. La voz del locutor era tranquila y suave. Nat tenía
la impresión de que este hombre trataba la cuestión como si fuera
una broma preparada. Habría otros como él, centenares de personas
que no sabían lo que era luchar en la oscuridad con una bandada de
pájaros. Esta noche se celebrarían fiestas en Londres, igual que
los días de elecciones.
Gente
que se reunía, gritaba, reía, se emborrachaba. «¡Venid a ver los
pájaros!»
Nat
desconectó la radio. Se levantó y empezó a trabajar en las
ventanas de la cocina. Su mujer le observaba, con el pequeño Johnny
pegado a sus faldas.
—Pero
¿también aquí vas a poner tablas? —exclamó—. No voy a tener
más remedio que encender la luz antes de las tres. A mí me parece
que aquí abajo no es necesario.
—Más
vale prevenir que lamentar —respondió Nat—. No quiero correr
riesgos.
—Lo
que debían hacer —dijo ella— es sacar al Ejército para que
disparara contra los pájaros. Eso les espantaría en seguida.
—Que
lo intenten —replicó Nat—. ¿Cómo iban a conseguirlo?
—Cuando
los portuarios se declaran en huelga, ya llevan al Ejército a los
muelles —contestó ella—. Los soldados bajan y descargan los
barcos.
—Sí
—dijo Nat—, y Londres tiene ocho millones de habitantes, o más.
Piensa en todos los edificios, los pisos, las casas. ¿Crees que
tienen suficientes soldados como para llevarlos a disparar contra los
pájaros desde los tejados?
—No
sé. Pero debería hacerse algo. Tienen que hacer algo.
Nat
pensó para sus adentros que «ellos» estaban, sin duda,
considerando el problema en ese mismo momento, pero que cualquier
cosa que decidiesen hacer en Londres y en las grandes ciudades no les
sería de ninguna utilidad a las gentes que, como ellos, vivían a
trescientas millas de distancia. Cada vecino debería cuidar de sí
mismo.
—¿Cómo
andamos de víveres? —preguntó.
—Bueno,
Nat, ¿qué pasa ahora?
—No
te preocupes. ¿Qué tienes en la despensa?
—Es
mañana cuando tengo que ir a hacer la compra, ya sabes. Nunca guardo
alimentos sin cocer, se estropean. El carnicero no viene hasta pasado
mañana. Pero puedo traer algo cuando vaya mañana a la ciudad.
Nat
no quería asustarla. Pensaba que era posible que no pudiese ir
mañana a la ciudad. Miró en la despensa y en el armario donde ella
guardaba las latas de conserva. Tenían para un par de días. Pan,
había poco.
—¿Y
qué hay del panadero?
—También
viene mañana.
Observó
que había harina. Si el panadero no venía, había suficiente para
cocer una hogaza.
—Era
mejor en los viejos tiempos —dijo—, cuando las mujeres hacían
pan dos veces a la semana, y tenían sardinas saladas, y había
alimentos suficientes para que una familia resistiese un bloqueo, si
hacía falta.
—He
tratado de dar pescado en conserva a los niños, pero no les gusta
—contestó ella.
Nat
siguió clavando tablas ante las ventanas de la cocina. Velas.
También andaban escasos de velas. Otra cosa que había que comprar
mañana. Bueno, no quedaba más remedio. Esta noche tendrían que
irse pronto a la cama. Es decir, si...
Se
levantó, salió por la puerta trasera y se detuvo en el huerto,
mirando hacia el mar. No había brillado el sol en todo el día y
ahora, apenas las tres de la tarde, había ya cierta oscuridad y el
cielo estaba sombrío, melancólico, descolorido como la sal.
Podía
oír el retumbar del mar contra las rocas. Echó a andar, sendero
abajo, y hacia la playa, hasta mitad de camino. Y entonces se detuvo.
Se dio cuenta de que la marea había subido. La roca que asomaba a
media mañana sobre las aguas estaba ahora cubierta, pero no era el
mar lo que atraía su atención. Las gaviotas se habían levantado.
Centenares de ellas, millares de ellas, describían círculos en el
aire, alzando sus alas contra el viento. Eran las gaviotas las que
habían oscurecido el cielo.
Y
volaban en silencio. No producían ningún sonido. Giraban en
círculos, remontándose, descendiendo, probando su fuerza contra el
viento.
Nat
dio media vuelta. Subió corriendo el sendero y regresó a su casa.
—Voy
a buscar a Jill —dijo—. La esperaré en la parada del autobús.
—¿Qué
ocurre? —preguntó su mujer—. Estás muy pálido.
—Manten
dentro a Johnny —dijo—. Cierra bien la puerta. Enciende la luz y
corre las cortinas.
—Pero
si acaban de dar las tres —objetó ella.
—No
importa. Haz lo que te digo.
Miró
dentro del cobertizo que había junto a la puerta trasera. No
encontró nada que fuese de gran utilidad. El pico era demasiado
pesado, y la horca no servía. Cogió la azada. Era la única
herramienta adecuada, y lo bastante ligera para llevarla consigo.
Echó
a andar, camino arriba, en dirección a la parada del autobús; de
vez en cuando miraba hacia atrás por encima del hombro.
Las
gaviotas volaban ahora a mayor altura; sus círculos eran más
abiertos, más amplios; se desplegaban por el cielo en inmensa
formación.
Se
apresuró; aunque sabía que el autobús no llegaría a lo alto de la
colina antes de las cuatro, tenía que apresurarse. No adelantó a
nadie por el camino. Se alegraba.
No
había tiempo para pararse a charlar.
Una
vez en la cima de la colina, esperó. Era demasiado pronto. Faltaba
todavía media hora. El viento del Este, procedente de las tierras
altas, cruzaba impetuoso los campos. Golpeó el suelo con los pies y
se sopló las manos. Podía ver a lo lejos las arcillosas colinas
recortándose nítidamente contra la intensa palidez del firmamento.
Desde
detrás de ellas surgió algo negro, semejante al principio de un
tiznón, que fue ensanchándose después y haciéndose más amplio;
luego, el tiznón se convirtió en una nube, y la nube en otras cinco
nubes que se extendieron hacia el Norte, el Sur, el Este y el Oeste,
y no eran nubes, eran pájaros. Se quedó mirándolos, viendo cómo
cruzaban el cielo, y cuando una de las secciones en que se habían
dividido pasó a un centenar de metros por encima de su cabeza, se
dio cuenta, por la velocidad que llevaban, de que se dirigían tierra
adentro, a la parte alta del país, de que no sentían ningún
interés por la gente de la península. Eran grajos, cuervos, chovas,
urracas, arrendajos, pájaros todos que, habitualmente, solían hacer
presa en las especies más pequeñas; pero, esta tarde, estaban
destinados a alguna otra misión.
«Se
dirigen a las ciudades —pensó Nat—; saben lo que tienen que
hacer. Los de aquí tenemos menos importancia. Las gaviotas se
ocuparán de nosotros. Los otros van a las ciudades.»
Se
acercó a la cabina telefónica, entró en ella y levantó el
auricular. En la central se encargarían de transmitir el mensaje.
—Hablo
desde Highway —dijo—, junto a la parada del autobús. Deseo
informar de que se están adentrando en la región grandes
formaciones de pájaros.
Las
gaviotas están formando también en la bahía.
—Muy
bien —contestó la voz, lacónica, cansada.
—¿Se
encargará usted de transmitir este mensaje al departamento
correspondiente?
—Sí...sí...
La
voz sonaba ahora impaciente, hastiada. El zumbido de la línea se
restableció.
«Ella
es distinta —pensó Nat—; todo eso le tiene sin cuidado. Tal vez
ha tenido que estar todo el día contestando llamadas. Piensa irse al
cine esta noche. Aceptará la mano de algún amigo: "¡Mira
cuántos pájaros!" Todo eso le tiene sin cuidado.»
El
autobús llegó renqueando a lo alto de la colina. Bajaron Jill y
otras tres o cuatro niñas. El autobús continuó a la ciudad.
—¿Para
qué es la azada, papá?
Las
niñas le rodearon riéndose, señalándole.
—He
estado usándola —dijo—. Y ahora vamonos a casa. Hace frío para
quedarse por ahí. Miraré cómo cruzáis los campos, a ver a qué
velocidad podéis correr.
Estaba
hablando a las compañeras de Jill, las cuales pertenecían a
distintas familias que vivían en las casitas de los alrededores. Un
corto atajo les llevaría hasta sus casas.
—Queremos
jugar un poco —dijo una de ellas.
—No.
Os vais a casa, o se lo digo a vuestras mamás. Cuchichearon entre
sí, y luego echaron a correr a través de los campos. Jill miró,
enfurruñada, a su padre.
—Siempre
nos quedamos a jugar un rato —dijo.
—Esta
noche, no —contestó él—. Vamos, no perdamos tiempo.
Podía
ver ahora a las gaviotas describiendo círculos sobre los campos,
adentrándose poco a poco sobre la tierra. Sin ruido. Silenciosas
todavía.
—Mira
allá arriba, papá, mira a las gaviotas.
—Sí.
Date prisa.
—¿Hacia
dónde vuelan? ¿Adonde van?
—Tierra
adentro, supongo. A donde haga más calor.
La
cogió de la mano y la arrastró tras sí a lo largo del sendero.
—No
vayas tan deprisa. No puedo seguirte.
Las
gaviotas estaban mirando a los grajos y a los cuervos. Se estaban
desplegando en formación de un lado a otro del cielo. Grupos de
miles de ellas volaban a los cuatro puntos cardinales.
—¿Qué
es eso, papá? ¿Qué están haciendo las gaviotas?
Su
vuelo no era todavía decidido, como el de los grajos y las chovas.
Seguían describiendo círculos en el aire. Tampoco volaban tan alto.
Como si esperasen alguna señal. Como si hubiesen de tomar alguna
decisión. La orden no estaba clara.
—¿Quieres
que te lleve, Jill? Ven, súbete a cuestas.
De
esta forma creía poder ir más de prisa; pero se equivocaba. Jill
pesaba mucho y se deslizaba. Estaba llorando, además. Su sensación
de urgencia, de temor se le había contagiado a la niña.
—Quiero
que se vayan las gaviotas. No me gustan. Se están acercando al
camino.
La
volvió a poner en el suelo. Echó a correr, llevando a Jill como a
remolque. Al doblar el recodo que hacía el camino junto a la granja
vio al granjero que estaba metiendo el coche en el garaje. Nat le
llamó.
—¿Puede
hacernos un favor? —dijo.
—¿Qué
es?
El
señor Trigg se volvió en el asiento y les miró. Una sonrisa
iluminó su rostro, rubicundo y jovial.
—Parece
que tenemos diversión —dijo—. ¿Ha visto las gaviotas? Jim y yo
vamos a salir y les soltaremos unos cuantos tiros. Todo el mundo
habla de ellas. He oído decir que le han molestado esta noche.
¿Quiere una escopeta?
Nat
denegó con la cabeza.
El
pequeño coche estaba abarrotado de cosas. Sólo había sitio para
Jill, si se ponía encima de las latas de petróleo en el asiento de
atrás.
—No
necesito una escopeta —dijo Nat—, pero le agradecería que
llevase a Jill a casa. Se ha asustado de los pájaros.
Lo
dijo apresuradamente. No quería hablar delante de Jill.
—De
acuerdo —asintió el granjero—. La llevaré a casa. ¿Por qué no
se queda usted y se une al concurso de tiro? Haremos volar las
plumas.
Subió
Jill, y el conductor, dando la vuelta al coche, aceleró por el
camino en dirección a la casa. Nat echó a andar detrás: Trigg
debía de estar loco. ¿De qué servía una escopeta contra un
firmamento de pájaros?
Nat,
libre ahora de la preocupación de Jill, tenía tiempo de mirar a su
alrededor.
Los
pájaros seguían describiendo círculos sobre los campos. Eran
gaviotas corrientes casi todas, pero, entre ellas, se hallaba también
la gaviota negra. Por lo general, se mantenían apartadas, pero ahora
marchaban juntas. Algún lazo las había unido. La gaviota negra
atacaba a los pájaros más pequeños e incluso, según había oído
decir, a los corderos recién nacidos. Él no lo había visto. Lo
recordaba ahora, no obstante, al mirar hacia el cielo. Se estaban
acercando a la granja. Sus círculos iban siendo más bajos, y las
gaviotas negras volaban al frente, las gaviotas negras conducían las
bandadas. La granja era, pues, su objetivo. Se dirigían a la granja.
Nat
aceleró el paso en dirección a su casa. Vio dar la vuelta al coche
del granjero y emprender el camino de regreso. Cuando llegó junto a
él, frenó bruscamente.
—La
niña ya está dentro —dijo el granjero—. Su mujer la estaba
esperando. Bueno, ¿qué le parece? En la ciudad dicen que lo han
hecho los rusos. Que los rusos han envenenado a los pájaros.
—¿Cómo
podrían hacerlo? —preguntó Nat.
—A
mí no me pregunte. Ya sabe cómo surgen los bulos. ¿Qué? ¿Se
viene a mi concurso de tiro?
—No;
pienso quedarme en casa. Mi mujer se inquietaría.
—La
mía dice que estaría bien si pudiésemos comer gaviota —dijo
Trigg—; tendríamos gaviota asada, gaviota cocida y, por si fuera
poco, gaviota en escabeche. Espere usted a que les suelte unos tiros.
Eso las asustará.
—¿Ha
puesto usted tablas en las ventanas?
—No.
¡Qué tontería! A los de la radio les gusta asustar a la gente. Hoy
he tenido cosas más
importantes que hacer que andar clavando las ventanas.
—Yo,
en su lugar, lo haría.
—¡Bah!
Exagera usted. ¿Quiere venirse a dormir en nuestra casa?
—No;
gracias, de todos modos.
—Bueno.
Piénselo mañana. Le daremos gaviota para desayunar.
El
granjero sonrió y, luego, enfiló el coche hacia la puerta de la
granja.
Nat
se apresuró. Atravesó el bosquecillo, rebasó el viejo granero y
cruzó el portillo que daba acceso al prado.
Al
pasar por el portillo, oyó un zumbido de alas. Una gaviota negra
descendía en picado sobre él, erró, torció el vuelo y se remontó
para volver a lanzarse de nuevo.
En
un instante se le unieron otras, seis, siete, una docena de gaviotas,
blancas y negras mezcladas. Nat tiró la azada. No le servía.
Cubriéndose la cabeza con los brazos, corrió hacia la casa. Las
gaviotas continuaron lanzándose sobre él, en un absoluto silencio,
sólo interrumpido por el batir de las alas, las terribles y
zumbadoras alas. Sentía sangre en las manos, en las muñecas, en el
cuello. Los agudos picos rasgaban la carne. Si por lo menos pudiese
mantenerlas apartadas de sus ojos... Era lo único que importaba.
Tenía que mantenerlas alejadas de sus ojos.
Aún
no habían aprendido cómo aferrarse a un hombre, cómo desgarrar la
ropa, cómo arrojarse en masa contra la cabeza, contra el cuerpo.
Pero, a cada nuevo descenso, a cada nuevo ataque, se volvían más
audaces. Y no se preocupaban en absoluto de sí mismas. Cuando se
lanzaban en picado y fallaban, se estrellaban violentamente y
quedaban sobre el suelo, magulladas, reventadas. Nat, al correr,
tropezaba con sus cuerpos destrozados, que empujaba con los pies
hacia delante.
Llegó
a la puerta y la golpeó con sus ensangrentadas manos. Debido a las
tablas clavadas ante las ventanas, no brillaba ninguna luz. Todo
estaba oscuro.
—Déjame
entrar —gritó—; soy Nat. Déjame entrar. Gritaba fuerte para
hacerse oír por encima del zumbido de las alas de las gaviotas.
Entonces
vio al planga, suspendido sobre él en el cielo, presto a lanzarse en
picado. Las gaviotas giraban, se retiraban, se remontaban juntas
contra el viento. Sólo el planga permanecía. Un solo planga en el
cielo sobre él. Las alas se plegaron súbitamente a lo largo de su
cuerpo, y se dejó caer como una piedra. Nat chilló, y la puerta se
abrió. Traspuso precipitadamente el umbral y su mujer arrojó contra
la puerta todo el peso de su cuerpo.
Oyeron
el golpe del planga caer.
Su
mujer le curó las heridas. No eran profundas. Las muñecas y el
dorso de las manos era lo que más había sufrido. Si no hubiese
llevado gorra, le habrían alcanzado en la cabeza. En cuanto al
planga... El planga podía haberle roto el cuello.
Los
niños estaban llorando, naturalmente. Habían visto sangre en las
manos de su padre.
—Todo
va bien ahora —les dijo—. No me duele. No son más que unos
rasguños. Juega con Johnny, Jill. Mamá lavará estas heridas.
Entornó
la puerta, de modo que no le pudiesen ver. Su mujer estaba pálida.
Empezó
a echarle agua de la artesa.
—Las
he visto allá arriba —cuchicheó ella—. Empezaron a reunirse
justo cuando entró Jill con el señor Trigg. Cerré apresuradamente
la puerta, y se atrancó. Por eso no he podido abrirla en seguida al
llegar tú.
—Gracias
a Dios que me han esperado a mí —dijo él—. Jill habría caído
en seguida. Un solo pájaro lo habría conseguido.
Furtivamente,
de modo que no se alarmasen los niños, siguieron hablando en
susurros, mientras ella le vendaba las manos y el cuello.
—Están
volando tierra adentro —decía él—. Miles de ellos: grajos,
cuervos, todos los pájaros más grandes. Los he visto desde la
parada del autobús. Se dirigen a las ciudades.
—Pero
¿qué pueden hacer, Nat?
—Atacarán.
Atacarán a todo el que encuentren en las calles. Luego probarán con
las ventanas, las chimeneas.
—¿Por
qué no hacen algo las autoridades? ¿Por qué no sacan al Ejército,
ponen ametralladoras, algo?
—No
ha habido tiempo. Nadie está preparado. En las noticias de las seis
oiremos lo que tengan que decir.
Nat
volvió a la cocina, seguido de su mujer. Johnny estaba jugando
tranquilamente en el suelo. Sólo Jill parecía inquieta.
—Oigo
a los pájaros —dijo—. Escucha, papá.
Nat
escuchó. De las ventanas, de la puerta, llegaban sonidos ahogados.
Alas que rozaban la superficie, deslizándose, rascando, buscando un
medio de entrar. El ruido de muchos cuerpos apretujados que se
restregaban contra los muros. De vez en cuando, un golpe sordo, un
fragor, el lanzamiento en picado de algún pájaro que se estrellaba
contra el suelo.
«Algunos
se matarán de esta forma —pensó—, pero no es bastante. Nunca es
bastante.»
—Bueno
—dijo en voz alta—, he puesto tablas en las ventanas. Los pájaros
no pueden entrar.
Fue
examinando todas las ventanas. Su trabajo había sido concienzudo.
Todas las rendijas estaban tapadas. Haría algo más, no obstante.
Encontró cuñas, trozos de lata, listones de madera, tiras de metal,
y los sujetó a los lados para reforzar las tablas. Los martillazos
contribuían a amortiguar el ruido de los pájaros, los frotes, los
golpecitos y, más siniestro —no quería que sus hijos lo oyesen—,
el crujido de los vidrios al romperse.
—Pon
la radio —dijo—; a ver qué dice.
Esto
disimularía también los ruidos. Subió a los dormitorios y reforzó
las ventanas. Podía oír a los pájaros en el tejado, el rascar de
uñas, un sonido insistente, continuo.
Decidió
que debían dormir en la cocina; mantendrían encendido el fuego,
bajarían los colchones y los tenderían en el suelo. No se sentía
muy tranquilo con las chimeneas de los dormitorios. Las tablas que
había colocado en la base de las chimeneas podían desprenderse. En
la cocina, gracias al fuego, estarían a salvo.
Tendría
que hacer una diversión de todo ello. Fingir ante los niños que
estaban jugando a campamentos. Si ocurría lo peor y los pájaros
forzaban una entrada por las chimeneas de los dormitorios, pasarían
horas, quizá días, antes de que pudiesen destruir las puertas. Los
pájaros quedarían aprisionados en los dormitorios. Allí no podrían
hacer ningún daño. Hacinados entre sus paredes, morirían
sofocados.
Empezó
a bajar los colchones. Al verlo, a su mujer se le dilataron los ojos
de miedo. Pensó que los pájaros habían irrumpido ya en el piso de
arriba.
—Bueno
—dijo él en tono jovial—, esta noche vamos a dormir todos juntos
en la cocina. Resulta más agradable dormir aquí abajo, junto al
fuego. Así no nos molestarán estos estúpidos pajarracos que andan
por ahí dando golpecitos en las ventanas.
Hizo
que los niños le ayudasen a apartar los muebles y tuvo la precaución
de, con la ayuda de su mujer, colocar el armario pegado a la ventana.
Encajaba bien. Era una protección adicional. Ahora ya se podían
poner los colchones, uno junto a otro, contra la pared en que había
estado el armario.
«Estamos
bastante seguros ahora —pensó—, estamos cómodos y aislados,
como en un refugio antiaéreo. Podemos resistir. Lo único que me
preocupa son los víveres. Víveres y carbón para el fuego. Tenemos
para uno o dos días, no más. Entonces...»
De
nada servía formar proyectos con tanta antelación. Ya darían
instrucciones por la radio. Dirían a la gente lo que tenía que
hacer. Y, entonces, en medio de sus problemas, se dio cuenta de que
la radio no transmitía más que música de baile. No el programa
infantil, como debía haber sido. Miró el día. Sí, estaba puesta
la emisora local. Bailables. Sabía el motivo. Los programas
habituales habían sido abandonados.
Esto
sólo sucedía en ocasiones excepcionales. Elecciones y cosas así.
Intentó recordar si había sucedido lo mismo durante la guerra,
cuando se producían duras incursiones aéreas sobre Londres. Pero,
naturalmente, la B.B.C. no estaba en Londres durante la guerra.
Transmitía sus programas desde otros estudios, instalados
provisionalmente.
«Estamos
mejor aquí —pensó—, estamos mejor aquí en la cocina, con las
puertas y las ventanas entabladas, que como están los de las
ciudades. Gracias a Dios que no estamos en las ciudades.»
A
las seis cesó la música. Sonó la señal horaria. No importaba que
se asustasen los niños, tenía que oír las noticias. Hubo una
pausa. Luego, el locutor habló. Su voz era grave, solemne.
Completamente distinta de la del mediodía.
«Aquí
Londres —dijo—. A las cuatro de esta tarde se ha proclamado en
todo el país el estado de excepción. Se están adoptando medidas
para salvaguardar las vidas y las propiedades de la población, pero
debe comprenderse que no es fácil que éstas produzcan un efecto
inmediato, dada la naturaleza repentina y sin precedentes de la
actual crisis. Todos los habitantes deben tomar precauciones para con
su propia casa, y donde vivan juntas varias personas, como en pisos y
apartamentos, deben ponerse de acuerdo para hacer todo lo que puedan
en orden e impedir la entrada en ellos. Es absolutamente necesario
que todo el mundo se quede en su casa esta noche y que nadie
permanezca en las calles, carreteras, o en cualquier otro lugar
desguarnecido.
Enormes
cantidades de pájaros están atacando a todo el que ven y han
empezado ya a asaltar los edificios; pero éstos, con el debido
cuidado, deben ser impenetrables. Se ruega a la población que
permanezca en calma y no se deje dominar por el pánico.
Dado
el carácter excepcional de la situación, no serán radiados más
programas, desde ninguna estación emisora, hasta las siete horas de
mañana.»
Tocaron
el Himno Nacional. No pasó nada más. Nat apagó la radio. Miró a
su mujer y ella le devolvió la mirada.
—¿Qué
ocurre? —preguntó Jill—. ¿Qué ha dicho la radio?
—No
va a haber más programas esta noche —dijo Nat—. Ha habido una
avería en la B.B.C.
—¿Es
por los pájaros? —preguntó Jill—. ¿Lo han hecho los pájaros?
—No
—respondió Nat—, es sólo que todo el mundo está muy ocupado, y
además tienen que desembarazarse de los pájaros, que andan
revolviéndolo todo allá arriba, en las ciudades. Bueno, por una
noche podemos arreglarnos sin la radio.
—Ojalá
tuviéramos un gramófono —dijo Jill—; eso sería mejor que nada.
Tenía
el rostro vuelto hacia el armario, apoyado contra las ventanas.
Aunque intentaban ignorarlo, percibían claramente los roces, los
chasquidos, el persistente batir de alas.
—Cenaremos
pronto —sugirió Nat—. Pídele a mamá algo bueno. Algo que nos
guste a todos, ¿eh?
Hizo
una seña a su mujer y le guiñó el ojo. Quería que la mirada de
temor, de aprensión, desapareciese del rostro de Jill.
Mientras
se hacía la cena, estuvo silbando, cantando, haciendo todo el ruido
que podía, y le pareció que los sonidos exteriores no eran tan
fuertes como al principio. Subió en seguida a los dormitorios y
escuchó. Ya no se oía el rascar de antes sobre el tejado.
«Han
adquirido la facultad de razonar —pensó—; saben que es difícil
entrar aquí. Probarán en otra parte. No perderán su tiempo con
nosotros.»
La
cena transcurrió sin incidentes, y entonces, cuando estaban quitando
la mesa, oyeron un nuevo sonido, runruneante, familiar, un sonido que
todos ellos conocían y comprendían.
Su
mujer le miró, iluminado el rostro.
—Son
aviones —dijo— , están enviando aviones tras los pájaros. Eso
es lo que yo he dicho desde el principio que debían hacer. Eso los
ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?
Quizá
fuese fuego de cañón, allá en el mar. Nat no podría decirlo. Los
grandes cañones navales puede que tuviesen eficacia contra las
gaviotas en el mar, pero las gaviotas estaban ahora tierra adentro.
Los cañones no podían bombardear la costa, a causa de la población.
—Es
agradable oír los aviones, ¿verdad? —dijo su mujer. Y Jill,
captando su entusiasmo, se puso a brincar de un lado para otro con
Johnny.
—Los
aviones alcanzarán a los pájaros. Los aviones los echarán.
Justamente
entonces oyeron un estampido a unas dos millas de distancia, seguido
de otro y, luego, de otro más. El ronquido de los motores se fue
alejando y desapareció sobre el mar.
—¿Qué
ha sido eso? —preguntó la mujer—. ¿Estaban tirando bombas sobre
los pájaros?
—No
sé —contestó Nat—, no creo.
No
quería decirle que el ruido que habían oído era el estampido de un
avión al estrellarse. Era, sin duda, un riesgo por parte de las
autoridades enviar fuerzas de reconocimiento, pero podían haberse
dado cuenta de que la operación era suicida.
¿Qué
podían hacer los aviones contra pájaros que se lanzaban para morir
contra las hélices y los fuselajes, sino arrojarse ellos mismos al
suelo? Suponía que esto se estaba intentando ahora por todo el país.
Y a un precio muy caro. Alguien de los de arriba había perdido la
cabeza.
—¿Adonde
se han ido los aviones, papá? —preguntó Jill.
—Han
vuelto a su base —respondió—. Bueno, ya es hora de acostarse.
Mantuvo
ocupada a su mujer, desnudando a los niños delante del fuego,
arreglando los colchones y haciendo otras muchas cosas, mientras él
recorría de nuevo la casa para asegurarse de que todo seguía bien.
Ya no se oía el zumbido de la aviación, y los cañones habían
dejado de disparar.
«Una
pérdida de vidas y de esfuerzos —se dijo Nat—. No podemos matar
suficientes pájaros de esa manera. Cuesta demasiado. Queda el gas.
Quizás intenten echar gases, gases venenosos. Naturalmente, nos
avisarían primero, si lo hiciesen. Una cosa es cierta; los mejores
cerebros del país pasarán la noche concentrados en este asunto.»
En
cierto modo, la idea le tranquilizó. Se representaba un plantel de
científicos, naturalistas y técnicos reunidos en consejo para
deliberar; ya estarán trabajando sobre el problema. Ésta no era
tarea para el Gobierno, ni para los jefes de Estado Mayor; éstos se
limitarían a llevar a la práctica las órdenes de los científicos.
«Tendrán
que ser implacables —pensó—. Lo peor es que, si deciden utilizar
el gas, tendrán que arriesgar más vidas. Todo el ganado y toda la
tierra quedarían contaminados también. Mientras nadie se deje
llevar por el pánico... Eso es lo malo. Que la gente caiga en pánico
y pierda la cabeza. La B.B.C. ha hecho bien en advertirnos eso.»
Arriba,
en los dormitorios, todo estaba tranquilo. No se oía arañar y
rascar en las ventanas. Una tregua en la batalla. Reagrupación de
fuerzas. ¿No era así como lo llamaban en los partes de guerra? El
viento, sin embargo, no había cesado. Podía oírlo todavía,
rugiendo en las chimeneas. Y al mar rompiendo allá abajo, en la
playa.
Entonces
se acordó de la marea. La marea estaría bajando. Quizá la tregua
era debida a la marea. Había alguna ley que obedecían los pájaros
y que estaba relacionada con el viento del Este y con la marea.
Miró
al reloj. Casi las ocho. La pleamar debía de haber sido hacía una
hora. Eso explicaba la tregua. Los pájaros atacaban con la marea
alta. Puede que no actuaran así tierra adentro, pero ésta parecía
ser la táctica que seguían en la costa. Calculó mentalmente el
tiempo. Tenían seis horas por delante. Cuando la marea subiese de
nuevo, a eso de la una y veinte de la madrugada, los pájaros
volverían...
Había
dos cosas que podía hacer. La primera, descansar con su mujer y sus
hijos, dormir todo lo que pudiesen hasta la madrugada. La segunda,
salir, ver cómo le iba a los de la granja y si todavía funcionaba
el teléfono, para poder obtener noticias de la central.
Llamó
en voz baja a su mujer, que acababa de acostar a los niños. Ella
subió hasta la mitad de la escalera, y él le expuso lo que se
proponía hacer.
—No
te vayas —dijo ella al instante—, no te vayas dejándome sola con
los niños. No podría resistirlo.
Su
voz se elevó histéricamente. Él la apaciguó, la calmó.
—Está
bien —dijo—, está bien. Esperaré a mañana. A las siete oiremos
el boletín de noticias de la radio. Pero, por la mañana, cuando
vuelva a bajar la marea, me acercaré a la granja a ver si nos dan
pan y patatas, y también algo de leche.
Su
mente se hallaba ocupada, formando planes en previsión de posibles
contingencias. Naturalmente, esta noche no habrían ordeñado a las
vacas. Se habrían quedado fuera, en el corral, mientras los
moradores de la casa se atrincheraban tras las ventanas entabladas,
igual que ellos. Es decir, si habían tenido tiempo de tomar
precauciones. Pensó en Trigg, sonriéndole desde el coche. No habría
habido concurso de tiro esta noche.
Los
niños se habían dormido. Su mujer, aún vestida, estaba sentada en
sucolchón. Miró nerviosamente a su marido.
—¿Qué
vas a hacer? —cuchicheó.
Nat
movió la cabeza, indicándole que guardara silencio. Lentamente, con
cuidado, abrió la puerta trasera y miró al exterior.
La
oscuridad era absoluta. El viento soplaba más fuerte que nunca,
helado, llegando en rápidas ráfagas desde el mar. Puso el pie sobre
el escalón del otro lado de la puerta. Estaba lleno de pájaros.
Había pájaros muertos por todas partes. Bajo las ventanas, contra
las paredes. Eran los suicidas, los somorgujos, y tenían los cuellos
rotos. Adonde quiera que miraba veía pájaros muertos. Ni rastro de
los vivos. Con el cambio de la marea los vivos habían volado hacia
el mar. Las gaviotas estarían ahora posadas sobre las aguas, como lo
habían estado por la mañana.
A
lo lejos, sobre la colina donde dos días antes había estado el
tractor, estaba ardiendo algo. Uno de los aviones que se habían
estrellado; el fuego, impulsado por el viento, había prendido a un
almiar.
Contempló
los cuerpos de los pájaros y se le ocurrió que, si los apilaba uno
encima de otro sobre los alféizares de las ventanas, constituirían
una protección adicional para el siguiente ataque. No mucho, tal
vez, pero algo sí. Los cadáveres tendrían que ser desgarrados,
picoteados y apartados a un lado, antes de que los pájaros vivos
pudiesen afianzarse en los alféizares y atacar los cristales. Se
puso a trabajar en la oscuridad. Era ridículo; le repugnaba
tocarlos. Los cadáveres estaban todavía calientes y ensangrentados.
Las plumas estaban manchadas de sangre. Sintió que se le revolvía
el estómago, pero continuó con su trabajo. Se dio cuenta, con
horror, de que todos los cristales de las ventanas estaban rotos.
Sólo las tablas habían impedido que entraran los pájaros. Rellenó
los cristales rotos con sangrantes cuerpos de los pájaros.
Cuando
hubo terminado, volvió a entrar en la casa. Atrancó la puerta de la
cocina, para mayor seguridad. Se quitó las vendas, empapadas de la
sangre de los pájaros, no de la de sus heridas, y se puso un parche
nuevo.
Su
mujer le había hecho cacao, y lo bebió ávidamente. Estaba muy
cansado.
—Bueno
—dijo sonriendo—, no te preocupes. Todo irá bien.
Se
tendió en su colchón y cerró los ojos. Se durmió en seguida. Tuvo
un dormir agitado, porque a través de sus sueños se deslizaba la
sombra de algo que había olvidado. Algo que tenía que haber hecho y
se le había pasado. Alguna precaución que se le había ocurrido
tomar, pero que no había llevado a la práctica y a la que no podía
identificar en su sueño. Estaba relacionada de alguna manera con el
avión en llamas y con el almiar de la colina. No obstante, siguió
durmiendo; no se despertaba.
Fue
su mujer quien, sacudiéndole del hombro, le despertó por fin.
—Ya
han empezado —sollozó—, han empezado hace una hora. No puedo
escuchar sola por más tiempo. Y, además, hay algo que huele mal,
algo que se está quemando.
Entonces
recordó. Se había olvidado de encender el fuego. Sólo quedaban
rescoldos a punto de apagarse. Se levantó rápidamente y encendió
la lámpara. El golpeteo había comenzado ya a sonar en la puerta y
en las ventanas, pero no era eso lo que atraía su atención. Era el
olor a plumas chamuscadas. El olor llenaba la cocina.
Se
dio cuenta en seguida de lo que era. Los pájaros estaban bajando por
la chimenea, abriéndose camino hacia la cocina.
Cogió
papel y astillas, y las puso sobre las ascuas; luego alcanzó el bote
de parafina.
—Ponte
lejos —ordenó a su mujer; tenemos que correr este riesgo.
Arrojó
la parafina en el fuego. Una rugiente llamarada subió por el cañón
de la chimenea, y, sobre el fuego, cayeron los cuerpos abrasados,
ennegrecidos, de los pájaros.
Los
niños se despertaron y empezaron a llorar.
—¿Qué
pasa? —preguntó Jill—. ¿Qué ha ocurrido?
Nat
no tenía tiempo para contestar. Estaba apartando de la chimenea los
cadáveres y arrojándolos al suelo. Las llamas seguían rugiendo y
había que hacer frente al peligro de que se propagara el fuego que
había encendido. Las llamas ahuyentarían de la boca de la chimenea
a los pájaros vivos. La dificultad estaba en la parte baja. Ésta se
hallaba obstruida por los cuerpos, humeantes e inertes, de los
pájaros sorprendidos por el fuego. Apenas si prestaba atención a
los ataques que se concentraban sobre la puerta y las ventanas. Que
batiesen las alas, que se rompiesen los picos, que perdiesen la vida
en su intento de forzar una entrada a su hogar. No lo conseguirían.
Daba gracias a Dios por tener una casa antigua con ventanas pequeñas
y sólidas paredes. No como las casas nuevas del pueblo. Que el cielo
amparase a los que vivían en ellas.
—Dejad
de llorar —gritó a los niños—. No hay nada que temer; dejad de
llorar.
Siguió
apartando los humeantes cuerpos a medida que caían al fuego.
«Esto
les convencerá —se dijo—. Mientras el fuego no prenda a la
chimenea, estamos seguros. Merecería que me fusilasen por esto. Lo
último que tenía que haber hecho antes de acostarme era encender el
fuego. Sabía que había algo.»
Mezclado
con los roces y los golpes sobre las tablas de las ventanas, se oyó
de pronto el familiar sonido del reloj de la cocina al dar la hora.
Las tres de la madrugada. Aún tenían que pasar algo más de cuatro
horas. No estaba seguro de la hora exacta en que había marea alta.
Calculaba que no empezaría a bajar mucho antes de las siete y media,
o las ocho menos veinte.
—Enciende
el hornillo —dijo a su mujer—. Haznos un poco de té, y un poco
de cacao para los niños. No tiene objeto estar sentado sin hacer
nada.
Ésa
era la línea a seguir. Mantenerles ocupados a ella y a los niños.
Andar de un lado para otro, comer, beber; lo mejor era estar siempre
en movimiento.
Aguardó
junto al fuego. Las llamas iban extinguiéndose. Pero por la chimenea
ya no caían más cuerpos. Introdujo hacia arriba el atizador todo lo
que pudo y no encontró nada. Estaba despejada. La chimenea estaba
despejada. Se enjugó el sudor de la frente.
—Anda,
Jill —dijo—, tráeme unas cuantas astillas más. Pronto tendremos
un buen fuego.
Pero
ella no quería acercarse. Estaba mirando los chamuscados cadáveres
de los pájaros, amontonados junto a él.
—No
te preocupes de ellos —le dijo su padre—, los pondremos en el
pasillo cuando tenga listo el fuego.
El
peligro de la chimenea había desaparecido. No volvería a repetirse,
si se mantenía el fuego ardiendo día y noche.
«Mañana
tendré que traer más combustible de la granja —pensó—. Éste
no puede durar siempre. Ya me las arreglaré. Puedo hacerlo con la
bajamar. Cuando baje la marea, se podrá trabajar e ir en busca de lo
que haga falta. Lo único que tenemos que hacer es adaptarnos a las
circunstancias; eso es todo.»
Bebieron
té y cacao y comieron varias rebanadas de pan y extracto de carne.
Nat se dio cuenta de que no quedaba más que media hogaza. No
importaba; ya conseguirían más.
—¡Atrás!
—exclamó el pequeño Johnny, apuntando a las ventanas con su
cuchara—. ¡Atrás, pajarracos!
—Eso
está bien —dijo Nat, sonriendo—, no les queremos a esos
bribones, ¿verdad? Ya hemos tenido bastante.
Empezaron
a aplaudir cuando se oía el golpe de los pájaros suicidas.
—Otro
más, papá —exclamó Jill—; ése ya no tiene nada que hacer.
—Sí
—dijo Nat—, ya está listo ese granuja.
Ésta
era la forma de tomarlo. Éste era el espíritu. Si lograban
mantenerlo hasta las siete, cuando transmitiesen el primer boletín
de noticias, mucho habrían conseguido.
—Danos
un pitillo —dijo a su mujer—. Un poco de humo disipará el olor a
plumas quemadas.
—No
quedan más que dos en el paquete —dijo ella—. Tenía que haberte
comprado más.
—Bueno.
Cogeré uno, y guardaré el otro para cuando haya escasez.
Era
inútil tratar de dormir a los niños. No era posible dormir mientras
continuaran los golpes y los roces en las ventanas. Se sentó en el
colchón, rodeando con un brazo a Jill y con el otro a su mujer, que
tenía a Johnny en su regazo, cubiertos los cuatro con las mantas.
—No
puedo por menos de admirar a estos bribones —dijo—; tienen
constancia.
...
(continua en parte II)
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