Tenemos
la segunda parte del texto de "Los Pájaros", de Daphne Du
Maurier, una historia impactante y no tan alejada de la realidad, con
la pregunta: ¿qué pasaría si las aves se volvieran contra el
hombre?
Los
Pájaros (2da parte), Daphne Du Maurier
Uno
pensaría que ya tenían que haberse cansado del juego, pero no hay
tal.
La
admiración era difícil de mantenerse. El golpeteo continuaba
incesante y un nuevo sonido, de algo que raspaba, hirió el oído de
Nat, como si un pico más afilado que ninguno de los anteriores
hubiese venido a ocupar el lugar de sus compañeros.
Trató
de recordar los nombres de los pájaros, trató de pensar qué
especies en particular servirían para esta tarea. No era el rítmico
golpear del pájaro carpintero. Habría sido rápido y suave. Éste
era más serio, porque, si continuaba mucho tiempo, la madera
acabaría astillándose igual que los cristales. Entonces, se acordó
de los halcones. ¿Sería posible que los halcones hubiesen
sustituido a las gaviotas? ¿Había ahora busardos en los alféizares
de las ventanas, empleando las garras, además de los picos?
Halcones, busardos, cernícalos, gavilanes..., había olvidado a las
aves de presa. Se había olvidado de la fuerza de las aves de presa.
Faltaban tres horas, y, mientras esperaban el momento en que oyeran
astillarse la madera, las garras seguían rascando.
Nat
miró a su alrededor, considerando qué muebles podía romper para
fortificar la puerta. Las ventanas estaban seguras por el armario.
Pero no tenía mucha confianza en la puerta. Subió la escalera, pero
al llegar al descansillo se detuvo y escuchó. Se oía una sucesión
de apagados golpecitos, producidos por el rozar de algo sobre el
suelo del dormitorio de los niños. Los pájaros se habían abierto
camino...
Aplicó
el oído contra la puerta. No había duda. Percibía el susurro de
las alas y los leves roces contra el suelo. El otro dormitorio estaba
libre todavía. Entró en él y empezó a sacar los muebles; apilados
en lo alto de la escalera protegerían la puerta del dormitorio de
los niños. Era una precaución. Quizá resultara innecesaria. No
podía amontonar los muebles contra la puerta, porque ésta se abría
hacia dentro. Lo único que cabía hacer era colocarlos en lo alto de
la escalera.
—Baja,
Nat, ¿qué estás haciendo? —gritó su mujer.
—Voy
en seguida —respondió—. Estoy terminando de poner en orden las
cosa aquí arriba.
No
quería que subiese; no quería que ella oyera el ruido de las patas
en el cuarto de los niños, el rozar de aquellas alas contra la
puerta.
A
las cinco y media, propuso que desayunaran, tocino y pan frito,
aunque sólo fuera por atajar el incipiente pánico que comenzaba a
reflejarse en los ojos de su mujer y calmar a los asustados niños.
Ella no sabía que los pájaros habían penetrado ya en el piso de
arriba. Afortunadamente, el dormitorio no caía encima de la cocina.
De haber sido así, ella no podría por menos de haber oído el ruido
que hacían allá arriba, pegando contra las tablas.
Y
el estúpido e insensato golpetear de los pájaros suicidas que
volaban dentro de la habitación, aplastándose la cabeza contra las
paredes. Conocía bien a las gaviotas blancas. No tenían cerebro.
Las negras eran diferentes, sabían muy bien lo que se hacían. Y
también los busardos, los halcones...
Se
encontró a sí mismo observando el reloj, mirando a las manecillas,
que con tanta lentitud giraban alrededor, de la esfera. Se daba
cuenta de que, si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba
con el cambio de la marea, terminarían siendo derrotados. No podrían
continuar durante todo el largo día sin aire, sin descanso, sin más
combustible, sin... Su pensamiento volaba. Sabía que necesitaban
muchas cosas para resistir un asedio. No estaban bien preparados. No
estaban prevenidos. Quizá, después de todo, estuviesen más seguros
en las ciudades. Su primo vivía a poca distancia de allí en tren.
Si lograba telefonearle desde la granja, podrían alquilar un coche.
Eso sería más rápido: alquilar un coche entre dos pleamares.
La
voz de su mujer, llamándole una y otra vez por su nombre, le
ahuyentó el súbito y desesperado deseo de dormir.
—¿Qué
hay? ¿Qué pasa? —exclamó desabridamente.
—La
radio —dijo su mujer. Había estado mirando el reloj—. Son casi
las siete.
—No
gires el mando —exclamó, impaciente por primera vez—; está
puesta en la B.B.C. Hablarán desde ahí.
Esperaron.
El reloj de la cocina dio las siete. No llegó ningún sonido.
Ninguna campanada, nada de música. Esperaron hasta las siete y
cuarto y cambiaron de emisora. El resultado fue el mismo. No había
ningún boletín de noticias.
—Hemos
entendido mal —dijo él—. No emitirán hasta las ocho.
Dejaron
conectado el aparato, y Nat pensó en la batería, preguntándose
cuánta carga le quedaría. Generalmente, la recargaban cuando su
mujer iba de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no podrían
escuchar las instrucciones.
—Está
aclarando —susurró su mujer—. No lo veo, pero lo noto. Y los
pájaros no golpean ya con tanta fuerza.
Tenía
razón. Los golpes y los roces se iban debilitando por momentos. Y
también los empellones, el forcejeo para abrirse paso que se oía
junto a la puerta, sobre los alféizares. Había empezado a bajar la
marea. A las ocho, no se oía ya ningún ruido. Sólo el viento. Los
niños, amodorrados por el silencio, se durmieron. A las ocho y
media, Nat desconectó la radio.
—¿Qué
haces? Nos perderemos las noticias —dijo su mujer.
—No
va a haber noticias —respondió Nat—. Tendremos que depender de
nosotros mismos.
Se
dirigió a la puerta y apartó lentamente los obstáculos que había
colocado.
Levantó
los cerrojos y, pisando los cadáveres que yacían en el escalón de
la entrada, aspiró el aire frío. Tenía seis horas por delante, y
sabía que debía reservar sus fuerzas para las cosas necesarias, en
manera alguna debía derrocharlas. Víveres, luz, combustible: ésas
eran cosas necesarias. Si lograba obtenerlas en cantidad suficiente,
podrían resistir otra noche más.
Dio
un paso hacia delante, y entonces vio a los pájaros vivos. Las
gaviotas se habían ido, como antes, al mar; allí buscaban su
alimento y el empuje de la marea antes de volver al ataque. Los
pájaros terrestres, no. Esperaban y vigilaban. Nat los veía sobre
los setos, en el suelo, apiñados en los árboles, línea tras línea
de pájaros, quietos, inmóviles.
Anduvo
hasta el extremo de su pequeño huerto. Los pájaros no se movieron.
Seguían
vigilándole.
«Tengo
que conseguir víveres —se dijo Nat—. Tengo que ir a la granja a
buscar víveres.»
Regresó
a la casa. Examinó las puertas y las ventanas. Subió la escalera y
entró en el cuarto de los niños. Estaba vacío, fuera de los
pájaros muertos que yacían en el suelo. Los vivos estaban allá
fuera, en el huerto, en los campos. Bajó a la cocina.
—Me
voy a la granja —dijo.
Su
mujer le cogió del brazo. Había visto a los pájaros a través de
la puerta abierta.
—Llévanos
—suplicó—; no podemos quedarnos aquí solos. Prefiero morir
antes que quedarme sola.
Nat
consideró la cuestión. Movió la cabeza.
—Vamos,
pues —dijo—, trae cestas y el cochecito de Johnny. Podemos cargar
de cosas el cochecito.
Se
vistieron adecuadamente para hacer frente al cortante viento y se
pusieron guantes y bufandas. Nat cogió a Jill de la mano, y su mujer
puso a Johnny en el cochecito.
—Los
pájaros —gimió Jill— están todos ahí fuera, en los campos.
—No
nos harán daño —dijo él—; de día, no.
Echaron
a andar hacia el portillo, cruzando el campo, y los pájaros no se
movieron. Esperaban, vueltas hacia el viento sus cabezas.
Al
llegar al recodo que daba a la granja, Nat se detuvo y dijo a su
mujer que le esperara con los niños al abrigo de la cerca.
—Pues
yo quiero ver a la señora Trigg —protestó ella—. Hay montones
de cosas que le podemos pedir prestadas, si fueron ayer al mercado;
además de pan...
—Espera
aquí —interrumpió Nat—. Vuelvo en seguida.
Las
vacas estaban mugiendo, moviéndose inquietas por el corral, y Nat
pudo ver el boquete de la valla por donde habían abierto camino las
ovejas que ahora vagaban libres por el huerto, situado delante de la
casa. No salía humo de las chimeneas. No sentía ningún deseo de
que su mujer, o sus hijos, entraran en la granja.
—No
vengas —exclamó ásperamente, Nat—. Haz lo que te digo.
Su
mujer retrocedió con el cochecito junto a la cerca, protegiéndose,
y protegiendo a los niños del viento.
Nat
penetró solo en la granja. Se abrió paso por entre la grey de
mugientes vacas, que, molestas por sus repletas ubres, vagaban dando
vueltas de un lado a otro.
Observó
que el coche estaba junto a la puerta, fuera del garaje. Las ventanas
de la casa estaban destrozadas. Había muchas gaviotas muertas,
tendidas en el patio y esparcidas alrededor de la casa. Los pájaros
vivos se hallaban posados sobre los árboles del pequeño bosquecillo
que se extendía detrás de la granja y en el tejado de la casa.
Permanecían completamente inmóviles. Le vigilaban.
El
cuerpo de Jim..., lo que quedaba de él, yacía tendido en el patio.
Las vacas le habían pisoteado, después de haber terminado los
pájaros. Junto a él se hallaba su escopeta. La puerta de la casa
estaba cerrada y atrancada, pero, como las ventanas estaban rotas,
era fácil levantarlas y entrar por ellas. El cuerpo de Trigg estaba
junto al teléfono. Debía de haber estado intentando comunicar con
la central cuando los pájaros se lanzaron contra él. El receptor
pendía suelto, y la caja había sido arrancada de la pared. Ni
rastro de la señora Trigg. Estaría en el piso de arriba. ¿Para qué
subir?
Nat
sabía lo que iba a encontrar.
«Gracias
a Dios, no había niños», se dijo.
Hizo
un esfuerzo para subir la escalera, pero, a mitad de camino, dio
media vuelta y descendió de nuevo. Podía ver sus piernas,
sobresaliendo por la abierta puerta del dormitorio. Detrás de ella,
yacían los cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto.
«Es
inútil hacer nada —pensó Nat—. No dispongo más que de cinco
horas, incluso menos. Los Trigg comprenderían. Tengo que cargar con
todo lo que encuentre.»
Regresó
al lado de su mujer y los niños.
—Voy
a llenar el coche de cosas —dijo—. Meteré carbón, y parafina
para el infiernillo. Lo llevaremos a casa y volveremos para una nueva
carga.
—¿Qué
hay de los Trigg? —preguntó su mujer.
—Deben
de haberse ido a casa de algunos amigos —respondió.
—¿Te
ayudo?
—No;
hay un barullo enorme ahí dentro. Las vacas y las ovejas andan
sueltas por todas partes. Espera, sacaré el coche. Podéis sentaros
en él.
Torpemente,
hizo dar la vuelta al coche y lo situó en el camino. Su mujer y los
niños no podían ver desde allí el cuerpo de Jim.
—Quédate
aquí —dijo—, no te preocupes del coche del niño. Luego
vendremos a por él. Ahora voy a cargar el auto.
Los
ojos de ella no se apartaban de los de Nat. Éste supuso que su mujer
comprendía; de otro modo, no se habría ofrecido a ayudarle a
encontrar el pan y los demás comestibles.
Hicieron
en total tres viajes, entre su casa y la granja, antes de convencerse
de que tenían todo lo que necesitaban. Era sorprendente, cuando se
empezaba a pensar en ello, cuántas cosas eran necesarias. Casi lo
más importante de todo era la tablazón para las ventanas. Nat tuvo
que andar de un lado para otro buscando madera.
Quería
reponer las tablas de todas las ventanas de la casa. Velas, parafina,
clavos, hojalata; la lista era interminable. Además, ordeñó a tres
de las vacas. Las demás tendrían que seguir mugiendo, las pobres.
En
el último viaje, condujo el coche hasta la parada del autobús,
salió y se dirigió a la cabina telefónica. Esperó unos minutos
haciendo sonar el aparato. Sin resultado. La línea estaba muerta. Se
subió a una loma y miró en derredor, pero no se veía signo alguno
de vida. A todo lo largo de los campos, nada; nada, salvo los
pájaros, expectantes, en acecho. Algunos dormían; podía ver los
picos arropados entre las plumas.
«Lo
lógico sería que se estuviesen alimentando —pensó—, no ahí
quietos, de esa manera.»
Entonces
recordó. Estaban atiborrados de alimento. Habían comido hasta
hartarse durante la noche. Por eso no se movían esta mañana...
No
salía nada de humo de las chimeneas de las demás casas. Pensó en
las niñas que habían corrido por los campos la noche anterior.
«Debí
darme cuenta —pensó—. Tenía que haberlas llevado conmigo.»
Levantó
la vista hacia el cielo. Estaba descolorido y gris. Los desnudos
árboles del paisaje parecían doblarse y ennegrecerse ante el viento
del Este. El frío no afectaba a los pájaros, que seguían esperando
allá en los campos.
—Ahora
es cuando debían ir por ellos —dijo Nat—; su objetivo está
claro. Deben de estar haciendo esto por todo el país. ¿Por qué no
despega ahora nuestra aviación y los rocía con gases venenosos?
¿Qué hacen nuestros muchachos? Tienen que saber, tienen que verlo
por sí mismos.
Volvió
al coche y se sentó ante el volante.
—Cruza
de prisa la segunda puerta —cuchicheó su mujer—. El cartero está
tendido allí. No quiero que Jill le vea.
Aceleró.
El pequeño «Morris» saltaba y rechinaba a lo largo del camino. Los
niños gritaban contentos.
A
la una menos cuarto llegaron a la casa. Faltaba solamente una hora.
—Prefiero
hacer una comida fría —dijo Nat—. Calienta algo para ti y para
los niños; un poco de sopa, por ejemplo. Yo no tengo tiempo de comer
ahora. Tengo que descargar todas estas cosas.
Lo
metió todo dentro de la casa. Tiempo habría de ordenarlo. Todos
debían tener algo que hacer durante las largas horas que se
avecinaban. Ante todo, debía echar un vistazo a las puertas y
ventanas.
Dio
la vuelta a la casa, comprobando metódicamente cada puerta, cada
ventana.
Subió
también al tejado y cerró con tablas todas las chimeneas, excepto
la de la cocina. El frío era tan intenso que apenas podía
soportarlo, pero era un trabajo que tenía que hacerse. De vez en
cuando levantaba la vista hacia el cielo, esperanzado, en busca de
aviones. No venía ninguno. Mientras trabajaba, maldijo la ineficacia
de las autoridades.
—Siempre
igual —murmuró—, siempre nos abandonan. Estúpido, estúpido
desde el principio. Ningún plan, ninguna organización. Y los de
aquí no tenemos importancia. Eso es lo que pasa. La gente de tierra
adentro tiene prioridad. Seguro que allí ya están empleando gases y
han lanzado a toda la aviación. Nosotros tenemos que esperar y
aguantar lo que venga.
Hizo
una pausa, terminado su trabajo en la chimenea del dormitorio y miró
al mar. Algo se estaba moviendo allá lejos. Algo gris y blanco entre
las rompientes.
—Es
la Armada —dijo—; ellos no nos abandonan. Vienen por el canal y
están entrando en la bahía.
Aguardó
forzando la vista, llorosos los ojos a causa del viento, mirando en
dirección al mar. Se había equivocado. No eran barcos. No estaba
allí la Armada. Las gaviotas se estaban levantando del mar. En los
campos, las nutridas bandadas de pájaros ascendían en formación
desde el suelo y, ala con ala, se remontaban hacia el cielo.
Había
llegado la pleamar.
Nat
bajó por la escalera de mano que había utilizado y entró en la
cocina. Su familia estaba comiendo. Eran poco más de las dos.
Atrancó la puerta, levantando la barricada ante ella y encendió la
lámpara.
—Es
de noche —dijo el pequeño Johnny. Su mujer había vuelto a
conectar la radio, pero ningún sonido salía de ella.
—He
dado toda la vuelta al dial —dijo—, emisoras extranjeras y todo.
No he podido coger nada.
—Quizá
tengan ellos el mismo trastorno —dijo—, quizás esté ocurriendo
lo mismo por toda Europa.
Ella
sirvió en un plato sopa de los Trigg, cortó una rebanada grande de
pan de los Trigg y la untó con mantequilla.
Comieron
en silencio. Un poco de mantequilla se deslizó por la mejilla de
Johnny y cayó sobre la mesa.
—Modales,
Johnny —dijo Jill—, tienes que aprender a secarte los labios.
Comenzó
el repiqueteo en las ventanas, en la puerta. Los roces, los crujidos,
el forcejeo para tomar posiciones en los alféizares. El primer golpe
de un pájaro suicida contra la pared.
—¿No
harán algo los americanos? —exclamó su mujer—. Siempre han sido
nuestros aliados, ¿no? Seguramente harán algo.
Nat
no respondió. Las tablas colocadas en las ventanas eran recias, y
también las de las chimeneas. La casa estaba llena de provisiones,
de combustible, de todo lo que necesitarían en varios días. Cuando
terminara de comer, sacaría las cosas, las ordenaría, las iría
colocando en sus sitios. Su mujer y los niños podrían ayudarle. Era
necesario tenerlos ocupados en algo. Acabarían rendidos a las nueve
menos cuarto, cuando la marea estuviese baja otra vez; entonces, les
haría acostarse en sus colchones y procuraría que durmiesen
profundamente hasta las tres de la madrugada.
Tenía
una nueva idea para las ventanas, que consistía en poner alambre de
espinto delante de las tablas. Se había traído un rollo grande de
la granja. Lo malo era que tendría que trabajar a oscuras, durante
la tregua entre las nueve y las tres. Era una lástima que no se le
hubiese ocurrido antes. Lo principal era que hubiese tranquilidad
mientras dormían su mujer y los niños.
Los
pájaros pequeños estaban ya enzarzados con la ventana.
Reconoció
el ligero repiqueteo de sus picos y el suave roce de sus alas. Los
halcones no hacían caso de las ventanas. Ellos concentraban su
ataque en la puerta.
Nat
escuchó el violento chasquido de la madera al astillarse y se
preguntó cuántos millones de años de recuerdos estaban almacenados
en aquellos pequeños cerebros, tras los hirientes picos y los
taladrantes ojos, que ahora hacían nacer en ellos este instinto de
destruir a la Humanidad con toda la certera y demoledora precisión
de unas máquinas implacables.
—Me
fumaré ese último pitillo —dijo a su mujer—. Estúpido de mí,
es lo único que he olvidado traer de la granja.
Lo
cogió y conectó la radio. Tiró al fuego el paquete vacío y se
quedó mirando cómo ardía.
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