Los Pájaros, Daphne Du Maurier (1952) parte II




Tenemos la segunda parte del texto de "Los Pájaros", de Daphne Du Maurier, una historia impactante y no tan alejada de la realidad, con la pregunta: ¿qué pasaría si las aves se volvieran contra el hombre?
Los Pájaros (2da parte), Daphne Du Maurier


Uno pensaría que ya tenían que haberse cansado del juego, pero no hay tal.
La admiración era difícil de mantenerse. El golpeteo continuaba incesante y un nuevo sonido, de algo que raspaba, hirió el oído de Nat, como si un pico más afilado que ninguno de los anteriores hubiese venido a ocupar el lugar de sus compañeros.
Trató de recordar los nombres de los pájaros, trató de pensar qué especies en particular servirían para esta tarea. No era el rítmico golpear del pájaro carpintero. Habría sido rápido y suave. Éste era más serio, porque, si continuaba mucho tiempo, la madera acabaría astillándose igual que los cristales. Entonces, se acordó de los halcones. ¿Sería posible que los halcones hubiesen sustituido a las gaviotas? ¿Había ahora busardos en los alféizares de las ventanas, empleando las garras, además de los picos? Halcones, busardos, cernícalos, gavilanes..., había olvidado a las aves de presa. Se había olvidado de la fuerza de las aves de presa. Faltaban tres horas, y, mientras esperaban el momento en que oyeran astillarse la madera, las garras seguían rascando.
Nat miró a su alrededor, considerando qué muebles podía romper para fortificar la puerta. Las ventanas estaban seguras por el armario. Pero no tenía mucha confianza en la puerta. Subió la escalera, pero al llegar al descansillo se detuvo y escuchó. Se oía una sucesión de apagados golpecitos, producidos por el rozar de algo sobre el suelo del dormitorio de los niños. Los pájaros se habían abierto camino...
Aplicó el oído contra la puerta. No había duda. Percibía el susurro de las alas y los leves roces contra el suelo. El otro dormitorio estaba libre todavía. Entró en él y empezó a sacar los muebles; apilados en lo alto de la escalera protegerían la puerta del dormitorio de los niños. Era una precaución. Quizá resultara innecesaria. No podía amontonar los muebles contra la puerta, porque ésta se abría hacia dentro. Lo único que cabía hacer era colocarlos en lo alto de la escalera.
Baja, Nat, ¿qué estás haciendo? —gritó su mujer.
Voy en seguida —respondió—. Estoy terminando de poner en orden las cosa aquí arriba.
No quería que subiese; no quería que ella oyera el ruido de las patas en el cuarto de los niños, el rozar de aquellas alas contra la puerta.
A las cinco y media, propuso que desayunaran, tocino y pan frito, aunque sólo fuera por atajar el incipiente pánico que comenzaba a reflejarse en los ojos de su mujer y calmar a los asustados niños. Ella no sabía que los pájaros habían penetrado ya en el piso de arriba. Afortunadamente, el dormitorio no caía encima de la cocina. De haber sido así, ella no podría por menos de haber oído el ruido que hacían allá arriba, pegando contra las tablas.
Y el estúpido e insensato golpetear de los pájaros suicidas que volaban dentro de la habitación, aplastándose la cabeza contra las paredes. Conocía bien a las gaviotas blancas. No tenían cerebro. Las negras eran diferentes, sabían muy bien lo que se hacían. Y también los busardos, los halcones...
Se encontró a sí mismo observando el reloj, mirando a las manecillas, que con tanta lentitud giraban alrededor, de la esfera. Se daba cuenta de que, si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba con el cambio de la marea, terminarían siendo derrotados. No podrían continuar durante todo el largo día sin aire, sin descanso, sin más combustible, sin... Su pensamiento volaba. Sabía que necesitaban muchas cosas para resistir un asedio. No estaban bien preparados. No estaban prevenidos. Quizá, después de todo, estuviesen más seguros en las ciudades. Su primo vivía a poca distancia de allí en tren. Si lograba telefonearle desde la granja, podrían alquilar un coche. Eso sería más rápido: alquilar un coche entre dos pleamares.
La voz de su mujer, llamándole una y otra vez por su nombre, le ahuyentó el súbito y desesperado deseo de dormir.
¿Qué hay? ¿Qué pasa? —exclamó desabridamente.
La radio —dijo su mujer. Había estado mirando el reloj—. Son casi las siete.
No gires el mando —exclamó, impaciente por primera vez—; está puesta en la B.B.C. Hablarán desde ahí.
Esperaron. El reloj de la cocina dio las siete. No llegó ningún sonido. Ninguna campanada, nada de música. Esperaron hasta las siete y cuarto y cambiaron de emisora. El resultado fue el mismo. No había ningún boletín de noticias.
Hemos entendido mal —dijo él—. No emitirán hasta las ocho.
Dejaron conectado el aparato, y Nat pensó en la batería, preguntándose cuánta carga le quedaría. Generalmente, la recargaban cuando su mujer iba de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no podrían escuchar las instrucciones.
Está aclarando —susurró su mujer—. No lo veo, pero lo noto. Y los pájaros no golpean ya con tanta fuerza.
Tenía razón. Los golpes y los roces se iban debilitando por momentos. Y también los empellones, el forcejeo para abrirse paso que se oía junto a la puerta, sobre los alféizares. Había empezado a bajar la marea. A las ocho, no se oía ya ningún ruido. Sólo el viento. Los niños, amodorrados por el silencio, se durmieron. A las ocho y media, Nat desconectó la radio.
¿Qué haces? Nos perderemos las noticias —dijo su mujer.
No va a haber noticias —respondió Nat—. Tendremos que depender de nosotros mismos.
Se dirigió a la puerta y apartó lentamente los obstáculos que había colocado.
Levantó los cerrojos y, pisando los cadáveres que yacían en el escalón de la entrada, aspiró el aire frío. Tenía seis horas por delante, y sabía que debía reservar sus fuerzas para las cosas necesarias, en manera alguna debía derrocharlas. Víveres, luz, combustible: ésas eran cosas necesarias. Si lograba obtenerlas en cantidad suficiente, podrían resistir otra noche más.
Dio un paso hacia delante, y entonces vio a los pájaros vivos. Las gaviotas se habían ido, como antes, al mar; allí buscaban su alimento y el empuje de la marea antes de volver al ataque. Los pájaros terrestres, no. Esperaban y vigilaban. Nat los veía sobre los setos, en el suelo, apiñados en los árboles, línea tras línea de pájaros, quietos, inmóviles.
Anduvo hasta el extremo de su pequeño huerto. Los pájaros no se movieron.
Seguían vigilándole.
«Tengo que conseguir víveres —se dijo Nat—. Tengo que ir a la granja a buscar víveres.»
Regresó a la casa. Examinó las puertas y las ventanas. Subió la escalera y entró en el cuarto de los niños. Estaba vacío, fuera de los pájaros muertos que yacían en el suelo. Los vivos estaban allá fuera, en el huerto, en los campos. Bajó a la cocina.
Me voy a la granja —dijo.
Su mujer le cogió del brazo. Había visto a los pájaros a través de la puerta abierta.
Llévanos —suplicó—; no podemos quedarnos aquí solos. Prefiero morir antes que quedarme sola.
Nat consideró la cuestión. Movió la cabeza.
Vamos, pues —dijo—, trae cestas y el cochecito de Johnny. Podemos cargar de cosas el cochecito.
Se vistieron adecuadamente para hacer frente al cortante viento y se pusieron guantes y bufandas. Nat cogió a Jill de la mano, y su mujer puso a Johnny en el cochecito.
Los pájaros —gimió Jill— están todos ahí fuera, en los campos.
No nos harán daño —dijo él—; de día, no.
Echaron a andar hacia el portillo, cruzando el campo, y los pájaros no se movieron. Esperaban, vueltas hacia el viento sus cabezas.
Al llegar al recodo que daba a la granja, Nat se detuvo y dijo a su mujer que le esperara con los niños al abrigo de la cerca.
Pues yo quiero ver a la señora Trigg —protestó ella—. Hay montones de cosas que le podemos pedir prestadas, si fueron ayer al mercado; además de pan...
Espera aquí —interrumpió Nat—. Vuelvo en seguida.
Las vacas estaban mugiendo, moviéndose inquietas por el corral, y Nat pudo ver el boquete de la valla por donde habían abierto camino las ovejas que ahora vagaban libres por el huerto, situado delante de la casa. No salía humo de las chimeneas. No sentía ningún deseo de que su mujer, o sus hijos, entraran en la granja.
No vengas —exclamó ásperamente, Nat—. Haz lo que te digo.
Su mujer retrocedió con el cochecito junto a la cerca, protegiéndose, y protegiendo a los niños del viento.
Nat penetró solo en la granja. Se abrió paso por entre la grey de mugientes vacas, que, molestas por sus repletas ubres, vagaban dando vueltas de un lado a otro.
Observó que el coche estaba junto a la puerta, fuera del garaje. Las ventanas de la casa estaban destrozadas. Había muchas gaviotas muertas, tendidas en el patio y esparcidas alrededor de la casa. Los pájaros vivos se hallaban posados sobre los árboles del pequeño bosquecillo que se extendía detrás de la granja y en el tejado de la casa. Permanecían completamente inmóviles. Le vigilaban.
El cuerpo de Jim..., lo que quedaba de él, yacía tendido en el patio. Las vacas le habían pisoteado, después de haber terminado los pájaros. Junto a él se hallaba su escopeta. La puerta de la casa estaba cerrada y atrancada, pero, como las ventanas estaban rotas, era fácil levantarlas y entrar por ellas. El cuerpo de Trigg estaba junto al teléfono. Debía de haber estado intentando comunicar con la central cuando los pájaros se lanzaron contra él. El receptor pendía suelto, y la caja había sido arrancada de la pared. Ni rastro de la señora Trigg. Estaría en el piso de arriba. ¿Para qué subir?
Nat sabía lo que iba a encontrar.
«Gracias a Dios, no había niños», se dijo.
Hizo un esfuerzo para subir la escalera, pero, a mitad de camino, dio media vuelta y descendió de nuevo. Podía ver sus piernas, sobresaliendo por la abierta puerta del dormitorio. Detrás de ella, yacían los cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto.
«Es inútil hacer nada —pensó Nat—. No dispongo más que de cinco horas, incluso menos. Los Trigg comprenderían. Tengo que cargar con todo lo que encuentre.»
Regresó al lado de su mujer y los niños.
Voy a llenar el coche de cosas —dijo—. Meteré carbón, y parafina para el infiernillo. Lo llevaremos a casa y volveremos para una nueva carga.
¿Qué hay de los Trigg? —preguntó su mujer.
Deben de haberse ido a casa de algunos amigos —respondió.
¿Te ayudo?
No; hay un barullo enorme ahí dentro. Las vacas y las ovejas andan sueltas por todas partes. Espera, sacaré el coche. Podéis sentaros en él.
Torpemente, hizo dar la vuelta al coche y lo situó en el camino. Su mujer y los niños no podían ver desde allí el cuerpo de Jim.
Quédate aquí —dijo—, no te preocupes del coche del niño. Luego vendremos a por él. Ahora voy a cargar el auto.
Los ojos de ella no se apartaban de los de Nat. Éste supuso que su mujer comprendía; de otro modo, no se habría ofrecido a ayudarle a encontrar el pan y los demás comestibles.
Hicieron en total tres viajes, entre su casa y la granja, antes de convencerse de que tenían todo lo que necesitaban. Era sorprendente, cuando se empezaba a pensar en ello, cuántas cosas eran necesarias. Casi lo más importante de todo era la tablazón para las ventanas. Nat tuvo que andar de un lado para otro buscando madera.
Quería reponer las tablas de todas las ventanas de la casa. Velas, parafina, clavos, hojalata; la lista era interminable. Además, ordeñó a tres de las vacas. Las demás tendrían que seguir mugiendo, las pobres.
En el último viaje, condujo el coche hasta la parada del autobús, salió y se dirigió a la cabina telefónica. Esperó unos minutos haciendo sonar el aparato. Sin resultado. La línea estaba muerta. Se subió a una loma y miró en derredor, pero no se veía signo alguno de vida. A todo lo largo de los campos, nada; nada, salvo los pájaros, expectantes, en acecho. Algunos dormían; podía ver los picos arropados entre las plumas.
«Lo lógico sería que se estuviesen alimentando —pensó—, no ahí quietos, de esa manera.»
Entonces recordó. Estaban atiborrados de alimento. Habían comido hasta hartarse durante la noche. Por eso no se movían esta mañana...
No salía nada de humo de las chimeneas de las demás casas. Pensó en las niñas que habían corrido por los campos la noche anterior.
«Debí darme cuenta —pensó—. Tenía que haberlas llevado conmigo.»
Levantó la vista hacia el cielo. Estaba descolorido y gris. Los desnudos árboles del paisaje parecían doblarse y ennegrecerse ante el viento del Este. El frío no afectaba a los pájaros, que seguían esperando allá en los campos.
Ahora es cuando debían ir por ellos —dijo Nat—; su objetivo está claro. Deben de estar haciendo esto por todo el país. ¿Por qué no despega ahora nuestra aviación y los rocía con gases venenosos? ¿Qué hacen nuestros muchachos? Tienen que saber, tienen que verlo por sí mismos.
Volvió al coche y se sentó ante el volante.
Cruza de prisa la segunda puerta —cuchicheó su mujer—. El cartero está tendido allí. No quiero que Jill le vea.
Aceleró. El pequeño «Morris» saltaba y rechinaba a lo largo del camino. Los niños gritaban contentos.
A la una menos cuarto llegaron a la casa. Faltaba solamente una hora.
Prefiero hacer una comida fría —dijo Nat—. Calienta algo para ti y para los niños; un poco de sopa, por ejemplo. Yo no tengo tiempo de comer ahora. Tengo que descargar todas estas cosas.
Lo metió todo dentro de la casa. Tiempo habría de ordenarlo. Todos debían tener algo que hacer durante las largas horas que se avecinaban. Ante todo, debía echar un vistazo a las puertas y ventanas.
Dio la vuelta a la casa, comprobando metódicamente cada puerta, cada ventana.
Subió también al tejado y cerró con tablas todas las chimeneas, excepto la de la cocina. El frío era tan intenso que apenas podía soportarlo, pero era un trabajo que tenía que hacerse. De vez en cuando levantaba la vista hacia el cielo, esperanzado, en busca de aviones. No venía ninguno. Mientras trabajaba, maldijo la ineficacia de las autoridades.
Siempre igual —murmuró—, siempre nos abandonan. Estúpido, estúpido desde el principio. Ningún plan, ninguna organización. Y los de aquí no tenemos importancia. Eso es lo que pasa. La gente de tierra adentro tiene prioridad. Seguro que allí ya están empleando gases y han lanzado a toda la aviación. Nosotros tenemos que esperar y aguantar lo que venga.
Hizo una pausa, terminado su trabajo en la chimenea del dormitorio y miró al mar. Algo se estaba moviendo allá lejos. Algo gris y blanco entre las rompientes.
Es la Armada —dijo—; ellos no nos abandonan. Vienen por el canal y están entrando en la bahía.
Aguardó forzando la vista, llorosos los ojos a causa del viento, mirando en dirección al mar. Se había equivocado. No eran barcos. No estaba allí la Armada. Las gaviotas se estaban levantando del mar. En los campos, las nutridas bandadas de pájaros ascendían en formación desde el suelo y, ala con ala, se remontaban hacia el cielo.
Había llegado la pleamar.
Nat bajó por la escalera de mano que había utilizado y entró en la cocina. Su familia estaba comiendo. Eran poco más de las dos. Atrancó la puerta, levantando la barricada ante ella y encendió la lámpara.
Es de noche —dijo el pequeño Johnny. Su mujer había vuelto a conectar la radio, pero ningún sonido salía de ella.
He dado toda la vuelta al dial —dijo—, emisoras extranjeras y todo. No he podido coger nada.
Quizá tengan ellos el mismo trastorno —dijo—, quizás esté ocurriendo lo mismo por toda Europa.
Ella sirvió en un plato sopa de los Trigg, cortó una rebanada grande de pan de los Trigg y la untó con mantequilla.
Comieron en silencio. Un poco de mantequilla se deslizó por la mejilla de Johnny y cayó sobre la mesa.
Modales, Johnny —dijo Jill—, tienes que aprender a secarte los labios.
Comenzó el repiqueteo en las ventanas, en la puerta. Los roces, los crujidos, el forcejeo para tomar posiciones en los alféizares. El primer golpe de un pájaro suicida contra la pared.
¿No harán algo los americanos? —exclamó su mujer—. Siempre han sido nuestros aliados, ¿no? Seguramente harán algo.
Nat no respondió. Las tablas colocadas en las ventanas eran recias, y también las de las chimeneas. La casa estaba llena de provisiones, de combustible, de todo lo que necesitarían en varios días. Cuando terminara de comer, sacaría las cosas, las ordenaría, las iría colocando en sus sitios. Su mujer y los niños podrían ayudarle. Era necesario tenerlos ocupados en algo. Acabarían rendidos a las nueve menos cuarto, cuando la marea estuviese baja otra vez; entonces, les haría acostarse en sus colchones y procuraría que durmiesen profundamente hasta las tres de la madrugada.
Tenía una nueva idea para las ventanas, que consistía en poner alambre de espinto delante de las tablas. Se había traído un rollo grande de la granja. Lo malo era que tendría que trabajar a oscuras, durante la tregua entre las nueve y las tres. Era una lástima que no se le hubiese ocurrido antes. Lo principal era que hubiese tranquilidad mientras dormían su mujer y los niños.
Los pájaros pequeños estaban ya enzarzados con la ventana.
Reconoció el ligero repiqueteo de sus picos y el suave roce de sus alas. Los halcones no hacían caso de las ventanas. Ellos concentraban su ataque en la puerta.
Nat escuchó el violento chasquido de la madera al astillarse y se preguntó cuántos millones de años de recuerdos estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, tras los hirientes picos y los taladrantes ojos, que ahora hacían nacer en ellos este instinto de destruir a la Humanidad con toda la certera y demoledora precisión de unas máquinas implacables.
Me fumaré ese último pitillo —dijo a su mujer—. Estúpido de mí, es lo único que he olvidado traer de la granja.
Lo cogió y conectó la radio. Tiró al fuego el paquete vacío y se quedó mirando cómo ardía.

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