La mujer herrada

Fue en el siglo XIII cuando tuvo lugar está diabólica leyenda, se narraba de iglesia por iglesia en la ciudad de la Nueva España. Los sacerdotes trataban dar entender a sus feligreses los peligros de la tentación. Esta es una leyenda sobre una relación profana, y su consiguiente castigo de una forma muy macabra.
El protagonista de esta leyenda fue el padre Juan Antonio de Oviedo, clérigo que apenas se instruía, sin embargo el celibato y su pacto con Dios parecían no formar parte de su currículum.
Las malas lenguas lo describían como un hombre que se entregaba a los excesos, y en especial mantenía una relación prohibida con una concubina a la que daba asilo en su propia casa, ubicada en la calle de la Puerta Falsa, actualmente República de Perú de la ciudad de México. Era bien sabido sobre la relación con esta mujer, por lo que muchos de sus feligreses oraban para que Dios enmendada el camino de este joven clérigo.
Su compadre era el herrero de la Nueva España, a comparación del corrompido sacerdote, era un hombre entregado a sus virtudes y a sus creencias religiosas.
Laboraba las rejas más destacadas de la ciudad, y muchos nobles acudían a sus servicios. Él tenía pleno conocimiento de la situación de su compadre, y por medio de consejos intentaba ayudarlo. No obstante, el padre Juan Antonio de Oviedo correspondía con atención desviada y alegatos sin sentido. Él creía que por el hecho de tener una sotana y una estola, tenía ganado el cielo y podía hacer cuánto quisiera.
El herrero procuraba que su amigo siguiera dando de qué hablar a los feligreses. También sabía de la concubina, y por todo el oro del mundo lograba que el clérigo la dejara.
Advirtió que podía provocar la ira de Dios al no cumplir con sus votos, además del temor de que la  Santa Iglesia pudiera tomar cartas del asunto.
Fue una madrugada cuando unos golpes en el portón despertaron al herrero. Molesto, no atendería a la llamada a excepción si no fuera por una emergencia. Preguntó quién tocaba, pero los golpes insistían, parecía que fueran a derribar la puerta.
El herrero no tuvo más alternativa que abrir, y se encontró en la calle a dos negros con escasa vestimenta y a una mula. Ambos sujetos referían ser mandados por el padre Juan Antonio de Oviedo, y solicitaban los servicios del herrero para clavar herraduras en las pezuñas de la mula, puesto que el padre Juan Antonio debía salir muy temprano a la Ermita de Guadalupe a oficiar una misa.
El herrero aceptó el servicio pero sólo porque se trataba de su compadre. Mientras intentaba colocar las herraduras, el animal no se dejaba y daba bruscas patadas. Los dos negros propiciaban azotes causando severas heridas.
Molesto ante el maltrato del pobre animal, que denotaba sufrimiento en su mirada, el herrero llamó la atención de los negros, y pedía que dejaran de golpear a la bestia.
Las quejas del herrero sólo probaron que aumentaran los azotes hasta que el animal cayera al suelo. Sólo así el herrero pudo colocar las herraduras.
A continuación, los dos negros lograron levantar a la mula, y desaparecieron en las entrañas de la noche, mientras el animal se lamentaba.
El herrero no pudo conciliar el sueño, y esperó el alba para reclamar al padre Juan Antonio. Acudió de inmediato antes de que éste saliera de su casa, y tocó con insistencia. Aún con sueño, el padre Juan Antonio de levantó a abrir y se sorprendió al encontrar en la puerta a su compadre. El herrero reclamó su imprudencia y sobre todo el encuentro con los dos negros y la mula que referían ir en nombre de él, por una supuesta misa en la Ermita de Guadalupe. Desconcertado, el sacerdote respondió que él no tenía ninguna misa programada, y nunca había mandado a nadie a arreglar las herraduras para una mula. Pensó que su compadre fue víctima de una broma.
El herrero no le creyó. Para convencerlo, hizo pasar al herrero y le haría saber que toda la noche la pasó con la mujer que vivía con él.
Lo condujo por la habitación, dónde una figura descansaba sobre la cama, envuelta en una sábana. Intentó despertar a su compañera, pero no despertaba. Preocupado, levantó una brecha de la sábana, y su rostro se congestionó en una expresión de auténtico terror. El herrero, al ver al clérigo paralizado, la intriga lo indujo a retirar la sábana, y cuál sería su terrible sorpresa al encontrarse con el cuerpo sin vida de la amante. Eso no era lo peor, sino lo que en su cuerpo presentaba: cuatro herraduras estaban clavadas en sus manos y pies; su cuerpo tenía severas heridas de azotes.
Sin palabra alguna, ambos callaron pero ese secreto lo supo algunos ministros de la Iglesia y es, por lo tanto, la leyenda que se contaba en las misas.
Jamás se supo quién fue el verdadero asesino, aunque algunos creían que el mismo herrero la asesinó para evitar que el padre Juan Antonio continuara pecando. Si así fuera, ¿quiénes eran los negros que azotaban a la mula?
Ante este evento sobrenatural la calle cambió de nombre y se le nombró como "La Calle de la Mujer Herrada". Y hoy es la calle República de Perú.

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