A continuación, presentamos un relato del escritor Ray Bradbury, que forma parte de su libro "El País de Octubre", publicado en 1955. El relato nos aborda el terror que genera el desconocimiento de la muerte: ¿por qué mueren las personas? El terror de saber que ya no pueden regresar, a lo que conlleva a teorías pueriles de que los muertos solo duermen, y ¿si así fuera?
El Emisario (1955), Ray Bradbury
Supo
que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando
en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada
uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño:
tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas
secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el
otoño.
Martin
Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y
pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la
cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la
lamía como si fuera una golosina. “A causa de la sal”, declaró
Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
—Baja
—le advirtió Martin—. A mamá no le gusta que te subas a la
cama. —Torry aplastó sus orejas—. Bueno… —condescendió
Martin—. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
—¿Qué
has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido
allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué
aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo
había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño
era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color
de oro pajizo.
—¿Dónde
has estado hoy, Torry?
Pero
Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado
hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas,
para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la
ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había
estado Torry.
Y
los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por
Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través
de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido
en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su
mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los
campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados
de tumbas del cementerio, por el bosque… A través de su emisario,
Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La
voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin
empujó al perro.
—¡Baja,
Torry!
Torry
desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría
la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por
sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
—¿Está
Torry aquí? —preguntó.
Al
oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la
cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
—Ese
perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas
partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la
señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins
está furiosa.
—¡Oh!
—Martin contuvo la respiración.
Debajo
de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo
tenía que mantenerse quieto.
—Y
no es la primera vez —dijo mamá—. ¡El de hoy es el tercer
agujero que cava esta semana!
—Tal
vez esté buscando algo.
—Lo
que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible.
Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa
curiosidad!
Hubo
un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar
una sonrisa.
—Bueno
—concluyó—, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré
que atarlo y no dejarlo salir más.
Martin
abrió la boca de par en par.
—¡Oh,
no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría… nada. Él
me lo cuenta todo.
La
voz de mamá se ablandó.
—¿De
veras, hijo mío?
—Desde
luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
—Me
alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron
unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año
que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó
Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir
de nuevo a la calle.
—¡Sal,
Torry!
Murmurando
palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un
cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro: Me
llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está
enfermo? ¡Sígame!
La
cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo
exterior, todos los días.
—¿Lo
dejarás salir, mamá?
—Sí,
si se porta bien y no cava más agujeros.
—No
lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El
perro ladró.
***
El
perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior
había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro
de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre
sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo
fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el
mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora,
Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde,
ladrando, corriendo, ladrando de nuevo…
Detrás
del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta
suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry
corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó
hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién
subía a visitarlo esta vez. Quizás la señorita Palmborg o el señor
Ellis o la señorita Jendriss o…
El
visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz
femenina, juvenil, alegre.
Se
abrió la puerta.
Martin
tenía compañía.
***
Transcurrieron
cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de
la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores
de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de
todo, trajo visitantes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El
domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el
señor Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego,
una mañana, mamá le habló a Martin de la señorita Haight, la joven
guapa y sonriente.
Estaba
muerta.
Había
fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin
estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando
en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su
maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave,
en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la
gente.
Ahora
está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque
estaba muerta.
—¿Qué
hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
—Nada.
—¿Quieres
decir que se limitan a estar tendidos allí?
—A
descansar allí —rectificó mamá.
—¿A
descansar allí…?
—Sí
—dijo mamá—. Eso es lo que hacen.
—No
parece que tenga que ser muy divertido.
—No
creo que lo sea.
—¿Por
qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si
están cansados de estar allí?
—Bueno,
ya has hablado bastante por hoy —dijo mamá.
—Sólo
quería saberlo.
—Pues
ahora ya lo sabes.
—A
veces creo que Dios es tonto.
—¡Martin!
Pero
Martin estaba lanzado.
—¿No
crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a
permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía
encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el
muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola,
y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama… Apuesto lo
que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría
poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry
ladró.
—¡Basta!
—dijo mamá, en tono firme—. ¡No me gusta que hables de esas
cosas!
***
El
otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo
de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y
arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá
se lo explicó.
—Todo
el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso… La gente
tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un
perro lleva colgados al cuello.
—Sí
—dijo Martin—, debe de ser eso.
***
Pero
la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en
los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara,
o… algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry
estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera
a Torry, todo iba bien.
Y
entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin
esperó tranquilamente al principio. Luego… nerviosamente. Luego…
ansiosamente.
A
la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió
nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del
sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío
aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a
regresar a casa… nunca.
Unas
hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en
la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El
mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna
piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría
unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No
habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago
de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o
envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin
empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El
mundo estaba muerto.
***
Martin
se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por
los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre
tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las
alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más
cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban
desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero
sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada
más.
Martin
leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo
que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los
sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá
y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro
del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La
señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba
cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A
continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama,
contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del
cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una
noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través
del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando
fantasmales sueños infantiles.
Sólo
el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se
sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el
viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran
más de las nueve.
Si
Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo
exterior… Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus
orejas. Si Torry regresara…
Y
entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin
se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se
reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El
sonido se repitió.
Era
tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a
millas y millas de distancia.
Era
el fantástico eco de un perro… ladrando.
Era
el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el
sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la
noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y
se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si
alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera
corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera,
dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin
sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló
con su cuerpo.
Los
muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El
débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry,
ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde
has estado?
¡Oh,
Torry, Torry!
Otros
cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre
del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de
casa y dejarlo solo tantos días… Perro malo, perro bueno, ven a
casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo… Las lágrimas
cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más
cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin
oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón
de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora…
junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando
junto a la puerta.
Martin
se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que
papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar.
Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a
marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus
brazos otra vez. ¡Torry!
Había
empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La
puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como
para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
La
puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró
en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.
—¡Torry!
¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin
reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó
de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con
ojos asombrados.
El
olor que había traído Torry era… distinto.
Era
un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción,
a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra
putrefacta. Y… algo más. Un pequeño trozo blanquecino de…
¿piel?
¿Lo
era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué
clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje?
La tierra era… la espantosa tierra del cementerio.
Torry
era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry
era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad.
Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry
traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente.
Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente,
lentamente, lentamente.
—¡Torry,
Torry! ¿Dónde has estado? —gritó Martin.
Un
pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La
puerta de la habitación se abrió.
Martin
tenía compañía.
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