Dominado por la curiosidad, se volvió a mirar al agua. El vapor se arremolinaba; una corriente jugaba con la espuma. Y allí... sus ojos captaron una silueta oscura, anónima, que se deslizaba debajo de la piel del agua. Pensó en la criatura que había matado, en su cuerpo informe y en los lazos colgantes de sus miembros. ¿Sería otra de la misma especie? El brillo del líquido lamió el borde de la piscina; los continentes de espuma se deshicieron en archipiélagos. No vio señales del nadador.
Irritado,
apartó la vista del agua. Ya no estaba solo. Tres muchachas habían
aparecido de la nada, y avanzaban hacia él por el borde de la
piscina. Una de ellas era la que había visto la primera vez. A
diferencia de sus hermanas, llevaba un vestido. Tenía un pecho
desnudo. Lo miró muy seria y se fue acercando; a su lado arrastraba
una cuerda adornada con cintas manchadas, atadas en lazos flojos pero
extravagantes.
Al
llegar estas tres gracias las aguas fermentadas de la piscina se
agitaron locamente cuando sus ocupantes salieron a recibir a las
mujeres. Garvey logró ver tres o cuatro siluetas inquietas sacudir
la superficie sin romperla. Quedó atrapado entre su instinto, que le
aconsejaba huir (la cuerda, aunque embellecida, seguía siendo una
cuerda), y el deseo de quedarse a ver lo que contenía la piscina.
Echó un vistazo hacia la puerta. Se encontraba a menos de diez
metros de ella. Una rápida carrera y saldría a la fresca atmósfera
del pasillo. Desde allí podría gritarle a Chandaman.
Las
muchachas se detuvieron muy cerca de él y lo observaron. Les
devolvió las miradas. Todos los deseos que lo habían conducido
hasta allí se habían evaporado. Ya no quería sostener en sus manos
los pechos de aquellas criaturas, ni acariciar la intersección de
sus muslos relucientes. Aquellas mujeres no eran lo que parecían. Su
silencio no era docilidad, sino el trance inducido por alguna droga;
su desnudez no era sensualidad, sino una horrible indiferencia que lo
ofendía. Incluso su juventud, y todo lo que traía aparejado —la
suavidad de la piel, el brillo del pelo—,
hasta eso parecía de algún modo corrupto. Cuando la muchacha del
vestido tendió una mano y le tocó la cara sudorosa, Garvey lanzó
un gritito de asco, como si lo hubiera lamido una serpiente. No se
mostró molesta por su reacción, sino que se le acercó más, sin
apartar los ojos de los suyos; no olía a perfume como su amante,
sino a frescura. A pesar de sentirse agraviado no podía apartarse de
ella. Se quedó quieto, sin apartar la vista de los ojos de aquella
furcia, mientras ella le besaba la mejilla y con la cuerda engalanada
de lazos le envolvía el cuello.
Jerry
telefoneó al despacho de Garvey a intervalos de media hora durante
todo el día. Al principio le dijeron que no estaba en la oficina, y
que regresaría esa misma tarde. Pero a medida que avanzaba el día,
el mensaje cambió. Garvey no iba a estar en el despacho en todo el
día. El señor Garvey, le dijo la secretaria, no se encontraba bien
y se había marchado a su casa a descansar. Le pidió que telefoneara
al día siguiente. Jerry solicitó a la secretaria que tomara nota de
un recado: había conseguido los planos de las Piscinas y estaría
encantado de hablar del proyecto cuando al señor Garvey le pareciera
oportuno.
A
últimas horas de la tarde le telefoneó Carole.
—¿Salimos
esta noche? ¿Que te parece si vamos al cine?
—Pues
no se me había ocurrido ir tan lejos —repuso
él—. Hablaremos esta
noche, ¿vale?
Finalmente
fueron a ver una película francesa que, aparentemente, por lo que
Jerry logró captar, carecía de argumento; consistía en una serie
de diálogos entre los personajes, en los que discutían sus traumas
y aspiraciones, siendo los primeros directamente proporcionales al
fracaso de las últimas. La película le dejó una sensación de
apatía.
—No
te ha gustado...
—No
demasiado. Todos esos diálogos intimidadores...
—Y
nada de tiros.
—Nada
de tiros.
Carole
sonrió para sí.
—¿Qué
tiene de gracioso? -quiso saber él.
—Nada...
—No
digas que nada.
—No
he hecho más que sonreír, eso es todo —dijo
ella, encogiéndose de hombros—.
¿No puedo sonreír?
—Cielos.
Lo unico que le falta a esta conversación son subtítulos.
Caminaron
un rato por la calle Oxford.
—¿Quieres
comer algo? —le preguntó
Jerry cuando llegaron a la esquina de la calle Poland—.
Podríamos ir al Red Fort.
—No,
gracias, no me gusta cenar tan tarde.
—Por
el amor del cielo, no discutamos por una maldita película.
—¿Quién
discute?
—Eres
exasperante.
—Pues
es algo que tenemos en común —le
espetó.
Se
le sonrojó el cuello.
—Esta
mañana dijiste... —empezo
él.
—¿Qué
dije?
—Hablaste
de que no debíamos perder lo que hay entre nosotros...
—Eso
fue esta mañana —replicó
Carole con ojos acerados. Y de repente, agregó—:
Me importa un bledo, Jerry. De mí, de nadie.
Se
quedó mirándolo como desafiándolo a que no contestara. Cuando no
lo hizo, se mostró curiosamente satisfecha.
—Buenas
noches... —dijo, y se
apartó de él.
Jerry
observó cómo daba cinco, seis, siete pasos y se alejaba de él. En
lo más hondo deseaba llamarla, pero una docena de irrelevancias —el
orgullo, la fatiga, la inconveniencia—
se lo impidieron. Finalmente, lo que lo hizo reaccionar y le puso su
nombre en los labios fue la idea de pasar otra noche en la cama
vacía, pensar en las sábanas cálidas sólo en donde él yaciera, y
frías como mil demonios a su derecha o a su izquierda.
—Carole.
No
se volvió, ni siquiera aminoró la marcha. Tuvo que correr para
alcanzarla, consciente de que la escena llamaría la atención de los
transeúntes.
—Carole
—repitió, y la sujetó
del brazo.
Se
detuvo. Cuando se puso frente a ella para verle la cara, se
sorprendió al comprobar que estaba llorando. Aquello lo desarmó;
detestaba las lágrimas de Carole una pizca menos de lo que detestaba
las suyas propias.
—Me
rindo —le dijo, intentando
sonreír—. La película
era una obra de arte. ¿Qué te parece?
Se
negó a permitir que sus payasadas la calmaran; tenía la cara
hinchada de desdichas.
—No
llores —le dijo—,
por favor, no llores. No me...
(«No
me salen bien las disculpas», quiso decir, pero en realidad se le
daban tan mal que ni siquiera logro expresarlo.)
—Es
igual —dijo ella en voz
baja.
Jerry
notó que no estaba enfadada, simplemente se sentía triste.
—Anda,
volvamos a mi piso.
—No
quiero.
—Pues
yo quiero que vengas —le
dijo él. Al menos lo decía con sinceridad—.
No me gusta hablar en la calle.
Llamó
un taxi y regresaron a Kentish Town, sin decirse palabra. En mitad de
la escalera, antes de llegar a la puerta del apartamento, Carole
dijo:
—Qué
perfume más asqueroso.
En
la escalera flotaba un olor fuerte y ácido.
—Alguien
ha estado aquí arriba —dijo
Jerry.
De
pronto le entró una ansiedad inexplicable y subió rápidamente el
tramo restante hasta plantarse ante la puerta del apartamento. Estaba
abierta; habían forzado la cerradura sin reparos y astillado la
madera de la jamba. Lanzó una maldición.
—¿Qué
ocurre? —inquirió Carole,
yendo tras él.
—Han
entrado en mi piso.
Entró
en su casa y encendió la luz. El interior era un caos. Lo habían
destrozado todo a conciencia. Por todas partes se observaban pequeños
actos de vandalismo: cuadros rotos, almohadas despanzurradas, muebles
reducidos a astillas. Jerry se quedó de pie, en medio del desastre,
meneando la cabeza, mientras Carole iba de cuarto en cuarto,
descubriendo en cada uno la misma prolija destrucción.
—Es
algo personal, Jerry.
Él
asintió.
—Llamaré
a la policía —se ofreció
Carole—. Fíjate en qué
se han llevado.
Hizo
lo que le ordenó con el rostro completamente pálido. El golpe de
aquella invasión lo había aturdido. Mientras caminaba sin rumbo por
el apartamento para comprobar el pandemónium —dándoles
la vuelta a los objetos rotos, colocando los cajones en su sitio—,
se imaginó a los intrusos en plena tarea, riéndose mientras
revisaban sus ropas y sus recuerdos. En un rincón del dormitorio
encontró todas las fotos amontonadas. Habían orinado encima de
ellas.
—La
policía está en camino —le
informó Carole—. Han
dicho que no tocásemos nada.
—Demasiado
tarde —murmuró.
—¿Qué
se han llevado?
—Nada
—replicó.
Los
objetos de valor —el
estéreo y el vídeo, las tarjetas de crédito, las pocas joyas—
estaban allí. Sólo entonces recordó los planos. Regresó a la sala
y empezó a buscar entre el desastre, aunque sabía con certeza que
no iba a encontrarlos.
—Garvey
—dijo.
—¿Qué
pasa con Garvey?
—Vino
a buscar los planos de las Piscinas. O envió a alguien.
—¿Por
qué? —inquirió Carole,
contemplando el caos—. De
todos modos ibas a dárselos.
—Fuiste
tú la que me advirtió que no me relacionara con él... —dijo
Jerry, meneando la cabeza.
—Nunca
imaginé una cosa así.
—Ya
somos dos.
La
policía llegó y se marchó, ofreciéndole unas magras disculpas
cuando le comentaron que no creían probable que arrestaran al
culpable.
—Últimamente,
hay muchos actos de vandalismo —le
explicó el oficial—. Su
vecino de abajo no estaba...
—No,
están fuera.
—Era
la última esperanza. Recibimos muchas llamadas como ésta. ¿Tiene
el piso asegurado?
—Sí.
—Bueno,
al menos es algo.
En
la entrevista, Jerry no comentó nada de sus sospechas, aunque en
repetidas ocasiones sintió la tentación de lanzar sus acusaciones.
En aquellas circunstancias no tenía demasiado sentido acusar a
Garvey. Por una parte, éste tendría sus coartadas preparadas; por
otra, ¿qué lograrían unas acusaciones sin fundamento sino
alimentar aún mas la locura de aquel hombre?
—¿Qué
vas a hacer? —le preguntó
Carole cuando los policías terminaron de encogerse de hombros con
indiferencia y se marcharon.
—No
lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que fuera Garvey. Por un momento
es todo dulzura y luz, y al siguiente, esto. ¿Cómo hacer frente a
una mente así?
—No
se le hace frente. Se la deja correr —repuso
Carole—. ¿Quieres
quedarte aquí o venirte a casa?
—Quiero
quedarme.
Realizaron
un superficial intento por restablecer la situación anterior;
devolvieron los muebles no demasiado rotos a su sitio, y quitaron los
cristales rotos. Le dieron la vuelta al colchón destrozado, buscaron
dos cojines intactos y se fueron a la cama.
Carole
quiso hacer el amor, pero esa seguridad, igual que gran parte de la
vida de Jerry, estaba destinada a fracasar. Bajo las sábanas no
lograron componer lo que se había echado a perder fuera de ellas. La
rabia de Jerry lo tornó brusco, y su brusquedad enfureció a Carole.
Debajo de él, Carole frunció el ceño y sus besos se tornaron
reacios y poco espontáneos. La renuencia de Carole hizo que Jerry la
desdeñase con mayor tosquedad.
—Dejémoslo
—dijo Carole, cuando Jerry
se disponía a penetrarla—.
No quiero esto.
Él
sí, y cómo. Empujó antes de que ella volviera a protestar.
—He
dicho que lo dejemos, Jerry.
Jerry
procuró no oírla. Y se mostró más pesado que ella.
—Déjalo
ya.
Jerry
cerró los ojos. Carole volvió a pedirle que lo dejara, pero él
empujó con más fuerza, con una furia verdadera, en la forma que a
veces le había pedido ella cuando estaban muy excitados, rogándoselo
casi.
Pero
en ese momento lo maldecía, lo amenazaba, y con cada palabra
proferida Jerry se convencía de que no se dejaría engañar esta
vez, aunque en la entrepierna no sentía más que plenitud e
incomodidad, y la urgencia de acabar.
Carole
empezó a luchar; le arañó la espalda y le tiró del pelo para
apartar la cara de Jerry de su cuello.
Mientras
continuaba moviéndose a Jerry se le ocurrió pensar que lo odiaría
por aquello, y en eso, al menos, estarían de acuerdo, pero la idea
no tardó en dar paso a las sensaciones.
Concluido
el veneno, se apartó de ella.
—Bastardo...
A
Jerry le ardía la espalda. Cuando se levantó de la cama, dejó
manchas de sangre en las sábanas.
Buscando
en el caos de la sala logró encontrar una botella de whisky intacta.
Pero las copas estaban todas rotas, y de repente le invadió el
absurdo melindre de que no quería beber a morro. Se agachó contra
la pared, con la espalda helada, y no se sintió ni desdichado ni
orgulloso. La puerta principal se abrió y se cerró con estrépito.
Esperó un rato y oyó los pasos de Carole al bajar la escalera.
Entonces surgieron las lágrimas, aunque también se sintió
completamente alejado de ellas. Finalmente, concluido el ataque, fue
a la cocina, lo revisó todo hasta encontrar una taza y bebió de
ella hasta perder el sentido.
El
estudio de Garvey era un cuarto impresionante. Lo había hecho
decorar imitando el de un abogado experto en asuntos fiscales que
había conocido; las paredes estaban tapizadas de libros comprados
por metros, el color de la alfombra y la pintura se había apagado,
por la acumulación del humo de cigarro y de sabiduría. Cuando le
costaba dormirse, como ahora, se retiraba al estudio, se sentaba en
la silla de respaldo de cuero detrás del enorme escritorio, y soñaba
con la legitimidad. Sin embargo, esa noche no fue así; esa noche,
sus pensamientos estaban invadidos por otras preocupaciones. Por más
que se esforzara en conducirlos por otro camino, ellos regresaban a
Leopold Road.
No
se acordaba demasiado de lo ocurrido en las Piscinas. Eso ya era de
por sí angustiante; siempre se había enorgullecido de poseer una
aguzada memoria. De hecho, su memoria para las caras vistas y los
favores realizados le había ayudado en gran medida a conseguir su
actual poder. Se jactaba de que no había un solo portero, ni una
sola mujer de la limpieza, entre los cientos de empleados que tenía
al que no pudiera dirigirse por su nombre de pila.
Pero
de los hechos acaecidos en Leopold Road hacía escasamente treinta y
seis horas, de cómo se le habían acercado las mujeres, de cómo la
cuerda le había apretado el cuello, de cómo lo habían conducido
por el borde de la piscina hasta una cámara cuya abyección le había
despojado prácticamente de sus sentidos, conservaba apenas un vago
recuerdo. Lo ocurrido allí después se movía en su memoria como lo
hacían las siluetas en la mugre de la piscina: de un modo oscura y
terriblemente inquietante. Había experimentado humillaciones y
horrores. Pero aparte de eso, no recordaba nada.
No
era hombre que se inclinara ante tales ambigüedades sin plantarles
cara. Si había misterios que desvelar, él los desvelaría, y
aceptaría las consecuencias de la revelación. Su primera ofensiva
había consistido en enviar a Chandaman y a Fryer a destrozar el piso
de Coloqhoun. Si, tal como sospechaba, toda aquella empresa era una
elaborada trampa pergeñada por sus enemigos, entonces Coloqhoun
estaba implicado. Sin duda no sería más que una tapadera, y con
toda seguridad no era la mente maestra que ideara el plan. Pero
Garvey se sintió satisfecho de que la destrucción de los bienes
muebles de Coloqhoun advirtiera a sus jefes de que estaba dispuesto a
pelear. También había dado otros frutos. Chandaman había regresado
con los planos de las Piscinas; estaban desplegados sobre el
escritorio de Garvey. Había trazado la ruta seguida a través del
complejo una y otra vez con la esperanza de azuzar su memoria. Pero
se sintió defraudado.
Cansado,
se puso de pie y se dirigió a la ventana del estudio. El jardín de
la casa era inmenso, y severamente cuidado. Aunque en aquel momento
apenas lograba distinguir los bordes inmaculados; la luz de las
estrellas describía rudimentariamente el mundo exterior. Lo único
que lograba ver era su propio reflejo en el cristal pulido.
Cuando
se concentró en su imagen, su silueta se onduló, y sintió una
flojedad en el bajo vientre, como si se le hubiera desatado algo. Se
llevó la mano al abdomen. Le picaba, temblaba, y por un instante se
vio otra vez en las Piscinas, desnudo; algo abultado se movía ante
sus ojos. A punto estuvo de gritar, pero se controló apartándose de
la ventana y observando la habitación, las alfombras, los libros y
los muebles, la realidad sólida y sobria. No obstante, las imágenes
se negaban a abandonar su cabeza. Los pliegues de sus intestinos
siguieron temblando.
Tardó
varios minutos en reunir el coraje suficiente como para volver a
mirar su reflejo proyectado en la ventana. Finalmente, cuando lo
hizo, había desaparecido todo rastro de vacilación. No volvería a
soportar otras noches insomnes como aquélla, perseguido por los
fantasmas. Con las primeras luces del amanecer le llegó la
convicción de que aquél sería el día en que destrozaría al señor
Coloqhoun.
Esa
mañana, Jerry intentó telefonear a Carole a la oficina. En
repetidas ocasiones le dijeron que no podía ponerse. A la larga,
dejó de intentarlo, y dedicó sus atenciones a la hercúlea tarea de
devolver un poco de orden al piso. Pero le faltaron la concentración
y las energías necesarias para hacer un buen trabajo. Tras una hora
fútil durante la cual apenas logró hacer mella en el problema, se
dio por vencido. El caos reflejaba perfectamente la opinión que
tenía de sí mismo. Lo mejor sería dejarlo estar.
Poco
antes de mediodía, recibió una llamada.
—¿El
señor Coloqhoun? ¿Gerard Coloqhoun?
—Sí,
soy yo.
—Me
llamo Fryer. Llamo de parte del señor Garvey...
—¿Ah,
sí?
¿Aquella
llamada sería para regodearse o acaso amenazaba con ulteriores
desgracias?
—El
señor Garvey esperaba que le hiciera ciertas proposiciones —le
dijo Fryer.
—¿Proposiciones?
—Está
muy entusiasmado con el proyecto de Leopold Road, señor Coloqhoun.
Tiene la impresión de que se puede sacar buen dinero.
Jerry
no dijo nada; aquella palabrería lo confundía.
—Al
señor Garvey le gustaría mantener otra reunión lo antes posible.
—¿De
veras?
—En
las Piscinas. Hay unos cuantos detalles arquitectónicos que le
gustaría enseñar a sus colegas.
—Entiendo.
—¿Estará
usted disponible para este mismo día?
—Sí,
claro.
—¿Qué
le parece a las cuatro y media?
La
conversación terminó más o menos allí. Jerry quedó perplejo. En
los modales de Fryer no notó rastros de enemistad; ni una pizca, por
más sutil que fuera, de mala fe entre las partes. Tal vez, como
había sugerido la policía. Los acontecimientos de la noche anterior
habían sido obra de unos vándalos anónimos y el robo de los planos
un capricho de los responsables. Se animó un poco. No todo estaba
perdido.
Volvió
a telefonear a Carole, animado por aquel giro de los acontecimientos.
Esta vez no aceptó las excusas de sus colegas e insistió en hablar
con ella. Finalmente, se puso.
—No
quiero hablar contigo, Jerry. Vete al diablo.
—Escúchame...
Le
colgó antes de que lograra agregar nada más. Volvió a llamarla.
Cuando contestó y oyó su voz. Se mostró desconcertada de que
estuviera tan ansioso por disculparse.
—¿Por
qué lo intentas? Dios santo, ¿de qué sirve?
Jerry
notó que a Carole se le agolpaban las lágrimas en la garganta.
—Quiero
que comprendas lo enfermo que me siento. Deja que lo arregle, por
favor, déjame que lo arregle.
—No
—contestó a su súplica.
—No
me cuelgues. Por favor, no me cuelgues. Sé que fue imperdonable,
Cristo, lo sé...
Carole
siguió en silencio.
—Pero
piénsatelo, ¿quieres? Dame una oportunidad de arreglar las cosas.
¿Lo harás?
La
oyó suspirar.
—¿Me
dejas?
—Sí.
Sí.
Y
colgó.
Partió
hacia la cita en Leopold Road tres cuartos de hora antes de lo
previsto, pero a mitad de camino se puso a llover torrencialmente,
tanto que el limpiaparabrisas no daba abasto. El tráfico marchaba
lento; durante más de medio kilómetro avanzó despacio. Lo único
que lograba distinguir eran las luces de freno del vehículo de
delante. Los minutos pasaron y su ansiedad fue en aumento. Cuando por
fin logró abandonar el atasco para tomar otro camino, ya se le había
hecho tarde. Nadie lo esperaba en la escalinata de las Piscinas; pero
el Rover verdeazulado de Garvey estaba aparcado en el camino. No
había señales del chófer. Jerry encontró un sitio para aparcar en
el lado opuesto del camino, y cruzó la calle bajo la lluvia.
Desde
el coche hasta las Piscinas no habría más de veinticinco metros,
pero llegó empapado y sin aliento.
La
puerta estaba abierta. Era evidente que Garvey había manipulado la
cerradura y se había guarecido de la lluvia torrencial. Jerry entró.
Garvey
no estaba en el vestíbulo, pero había otra persona. Un hombre de la
altura de Jerry, pero mucho más fornido. Llevaba guantes de cuero.
Su rostro, a no ser por la ausencia de costuras, podría haber sido
del mismo material.
—¿Coloqhoun?
—Sí.
—El
señor Garvey lo espera dentro.
—¿Quién
es usted?
—Chandaman
—repuso el hombre—.
Entre.
Al
final del pasillo había una luz. Jerry abrió las puertas de paneles
acristalados del vestíbulo y fue hacia la luz. A sus espaldas oyó
la puerta principal cerrarse con un chasquido, y luego el eco de los
pasos del lugarteniente de Garvey.
Garvey
hablaba con otro hombre, más bajo que Chandaman, que llevaba una
enorme linterna. Cuando los dos oyeron acercarse a Jerry miraron en
su dirección; la conversación cesó de repente. Garvey no le tendió
la mano ni le ofreció ningún comentario de bienvenida; simplemente
se limitó a decirle:
—Ya
era hora.
—Es
que la lluvia... —se
excusó Jerry.
Luego
se lo pensó mejor y no dio una explicación que resultaba evidente.
—Ese
remojón puede causarle la muerte —comentó
el de la linterna.
Jerry
reconoció inmediatamente el tono dulzón.
—Fryer.
—El
mismo —replicó el hombre.
—Encantado
de conocerlo.
Se
estrecharon la mano, y al hacerlo, Jerry vio que Garvey lo observaba
como si le buscara una segunda cabeza. No dijo nada durante un buen
rato, limitándose a examinar la creciente inquietud reflejada en el
rostro de Jerry.
—No
soy un estúpido —dijo por
fin Garvey.
El
comentario surgido así, de repente, exigía una respuesta.
—Ni
siquiera creo que sea usted el cabecilla de este asunto —prosiguió
Garvey—. Estoy dispuesto a
ser caritativo.
—¿A
qué viene todo esto?
—Caritativo
—repitió Garvey—.
Porque creo que se ha metido usted en honduras. ¿Me equivoco?
Jerry
frunció el ceño.
—Creo
que tiene razón —repuso
Fryer.
—Me
parece que ni siquiera en estos momentos comprende el lío en que
está metido, ¿verdad? —inquirió
Garvey.
De
repente, Jerry fue consciente de su vulnerabilidad y de que Chandaman
se encontraba detrás de él.
—Sin
embargo, no creo que la ignorancia deba confundirse con el
arrobamiento —continuó
Garvey—. Quiero decir que
aunque no entienda nada, eso no lo hace menos culpable, ¿no le
parece?
—No
tengo ni idea de lo que me está hablando —protestó
levemente Jerry.
Bajo
la luz de la linterna, la cara de Garvey aparecía crispada y pálida;
tenía todo el aspecto de necesitar unas vacaciones.
—De
este lugar —replicó
Garvey—. Le estoy hablando
de este lugar. De las mujeres que ha puesto aquí... para mi
beneficio. ¿A qué viene todo esto, Coloqhoun? Es todo lo que quiero
saber. ¿A qué viene todo esto?
Jerry
se encogió ligeramente de hombros. Cada palabra pronunciada por
Garvey lo dejaba más y más perplejo; pero ya le había advertido
que la ignorancia no constituía una excusa legítima. Tal vez la
mejor respuesta fuese una pregunta.
—¿Ha
visto usted mujeres?
—Furcias,
más bien —replicó
Garvey. El aliento le olía a ceniza de cigarro viejo—.
¿Para quién trabaja usted, Coloqhoun?
—Trabajo
por mi cuenta. La propuesta que le hice...
—Olvídese
de su maldita propuesta. No estoy interesado en hacer tratos con
usted.
—Ya
entiendo —repuso Jerry—.
Entonces no le veo sentido a esta conversación.
Dio
un paso para alejarse de Garvey, pero éste tendió un brazo y lo
sujetó por la americana empapada de lluvia.
—No
le he dicho que se fuera —le
dijo.
—Tengo
asuntos que atender...
—Tendrán
que esperar —le contestó
Garvey sin soltarlo.
Jerry
supo que si intentaba quitarse de encima a Garvey y correr hacia la
puerta principal, Chandaman se lo impediría antes de que diera tres
pasos; por otra parte, si no intentaba huir...
—No
me gustan los de su clase —prosiguió
Garvey, soltándolo—.
Sabelotodos con vista para las buenas oportunidades. Se creen ustedes
muy listos. Sólo porque tienen un acento extravagante y corbatas de
seda. Permítame que le diga una cosa... —Con
el dedo le dio una estocada en la garganta—.
Me importan ustedes una mierda. Sólo quiero saber para quién
trabaja. ¿Entendido?
—Ya
se lo he dicho...
—¿Para
quién trabaja? —insistió
Garvey, señalando cada palabra con una nueva estocada—.
Hable o se va a sentir usted muy, pero que muy mal.
—Por
el amor de Dios..., no trabajo para nadie. Y no sé nada de esas
mujeres.
—No
empeore usted las cosas —le
aconsejó Fryer con fingida preocupación.
—Estoy
diciendo la verdad.
—Me
parece que quiere que lo lastimen —dijo
Fryer—. ¿Es eso lo que
quiere?
Chandaman
lanzó una risotada sin alegría.
—Sólo
dígame algunos nombres —le
pidió Garvey—. O le
romperemos las piernas.
La
amenaza, aunque inequívoca, no contribuyó a aclararle la mente a
Jerry. No veía otra forma de salir del embrollo más que insistir en
su inocencia. Si nombraba a algún jefe supremo ficticio,
descubrirían la mentira en seguida, y el engaño no haría sino
empeorar las consecuencias.
—Compruebe
mis credenciales —suplicó—.
Usted cuenta con recursos. Averigüe por ahí. No soy hombre de
formar sociedades, Garvey, nunca lo he sido.
Garvey
dejó de mirar a Jerry a la cara y se fijó en su hombro. Jerry captó
el significado de la señal demasiado tarde como para prepararse a
recibir el golpe en los riñones del hombre que tenía a sus
espaldas. Cayó hacia adelante, pero antes de que chocara con Garvey,
Chandaman lo sujetó por el cuello y lo arrojó contra la pared. Se
dobló; el dolor no le dejó pensar en nada. Vagamente, oyó a Garvey
preguntarle otra vez quién era su jefe. Jerry negó con la cabeza.
Tenía el cráneo lleno de cojinetes, le matraqueaban entre las
orejas.
—Dios...,
Dios... —dijo,
esforzándose por encontrar alguna palabra en su defensa para que no
le pegaran.
Pero
lo incorporaron violentamente antes de que se le ocurriera ninguna.
Lo iluminaron con la linterna. Se avergonzó de las lágrimas que le
bañaban las mejillas.
—Quiero
nombres —repitió Garvey.
Los
cojinetes continuaron matraqueando.
—Dale
más —dijo Garvey.
Chandaman
se le acercó para entrenar los puños. Garvey le ordenó que parara
cuando Jerry estaba ya a punto de desmayarse. La cara de cuero se
apartó.
—Póngase
de pie cuando le hablo —le
ordenó Garvey.
Jerry
intentó obedecerle, pero su cuerpo no se mostró dispuesto.
Temblaba, sentía ganas de morir.
—Póngase
de pie —reiteró Fryer,
interponiéndose entre Jerry y su verdugo para asegurarse de que lo
entendiera.
Al
tenerlo tan cerca, Jerry olió el aroma ácido que Carole había
descubierto en la escalera: era la colonia de Fryer.
—¡Póngase
de pie! —gritó el hombre.
Jerry
levantó débilmente una mano para escudarse del haz cegador. No
lograba verles las caras, pero fue levemente consciente de que Fryer
impedía que Chandaman se le acercara. A la derecha de Jerry, Garvey
encendió una cerilla y acercó la llama a un cigarro. Era su
oportunidad: Garvey estaba ocupado, y el matón obstaculizado. Jerry
la aprovechó.
Se
agachó por debajo del haz de la linterna y se lanzó contra la
pared, al tiempo que le arrancaba a Fryer la linterna de la mano. La
fuente luminosa rodó con estrépito por los mosaicos y se apagó.
En
la repentina oscuridad, Jerry hizo un esfuerzo por conseguir la
libertad. A sus espaldas oyó maldecir a Garvey, y a Chandaman y
Fryer chocar entre sí al abalanzarse sobre la linterna caída.
Tanteó las paredes y llegó hasta el final del corredor.
Evidentemente, no había manera segura de deshacerse de sus verdugos
y llegar a la puerta principal; su única esperanza residía en
perderse en la red de corredores que se extendía delante de él.
Llegó
a una esquina y giró a la derecha, recordando vagamente que se
alejaba de las instalaciones principales y se dirigía a los
corredores de servicio. La paliza que le habían propinado, aunque
interrumpida antes de quedar incapacitado, lo había dejado magullado
y sin aliento. A cada paso que daba sentía un dolor agudo en la
espalda y la parte baja del abdomen.
Cuando
resbaló y cayó sobre los viscosos mosaicos a punto estuvo de lanzar
un grito.
A
sus espaldas, Garvey volvía a rugir. Habían encontrado la linterna.
Su luz se bamboleaba por el laberinto; iba en su busca. Jerry se
apresuró, contento de la escasa luz, pero no de su fuente. Lo
seguirían.
Y
si como Carole había dicho, el lugar era una simple espiral y los
corredores describían un giro incesante sin salida, entonces estaba
perdido, condenado. Mareado por el creciente calor, avanzó rogando
encontrar una salida de incendios que le permitiera huir de aquella
trampa.
—Ha
ido por aquí —dijo
Fryer—. Seguro que ha ido
por aquí.
Garvey
asintió; sin duda era el camino más probable, y Coloqhoun lo habría
seguido. Se alejaba de la luz y se adentraba en el laberinto.
—¿Vamos
tras él? —preguntó
Chandaman. Al hombre se le hacía la boca agua al pensar en terminar
con la paliza que había empezado a propinarle a Jerry—.
No puede haber ido muy lejos.
—No
—dijo Garvey.
Nada,
ni siquiera la promesa de convertirlo en caballero, lo hubiera
inducido a seguirlo.
Fryer
ya había empezado a avanzar por el pasillo, iluminando con la
linterna las paredes relucientes.
—Hace
calor —dijo.
Garvey
sabía muy bien cuánto calor hacía. No era un calor natural, no
para Inglaterra. Inglaterra era una isla templada; por eso nunca la
había abandonado. El calor sofocante de otros continentes alimentaba
cosas grotescas de las que no quería enterarse.
—¿Qué
hacemos? —preguntó
Chandaman—. ¿Esperamos a
que salga?
Garvey
sopesó esa opción. El olor del corredor empezaba a angustiarle. El
vientre le ardía y tenía la piel de gallina. Instintivamente se
llevó la mano a la entrepierna. Su virilidad se había encogido,
azorada.
—No
—repuso repentinamente.
—¿No?
—No
vamos a esperar.
—No
se quedará ahí dentro para siempre.
—¡He
dicho que no!
No
había imaginado cuán profundamente lo haría sufrir el sudor que le
producía aquel lugar. Aunque le fastidiaba dejar que Coloqhoun se le
escapara de aquel modo, sabía que si permanecía allí durante más
tiempo, se arriesgaba a perder el autocontrol.
—Podéis
esperarle en su piso —le
dijo a Chandaman—. Tarde o
temprano tendrá que volver a su casa.
—Qué
lástima —murmuró Fryer
al salir del pasillo—, con
lo que me gustan las persecuciones.
Tal
vez no lo estuvieran siguiendo. Habían pasado varios minutos desde
que Jerry oyera las voces a sus espaldas. Su corazón había dejado
de latir con furia. La adrenalina ya no le incitaba a correr; sus
músculos cargados de magulladuras lo obligaron a arrastrarse. Su
cuerpo se rebeló incluso ante ese leve movimiento.
Cuando
dar un paso más se convirtió en una agonía insoportable, se dejó
caer por la pared y quedó acurrucado en el pasillo. La ropa empapada
se le pegó al cuerpo y a la garganta; sintió frío y calor al mismo
tiempo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el chaleco
y la camisa. La calidez del aire del laberinto le acarició la piel.
El contacto le resultó agradable.
Cerró
los ojos e intentó la autohipnosis para no sentir el dolor. ¿Qué
eran las sensaciones sino un truco de las terminaciones nerviosas?
Existían técnicas que permitían separar la mente del cuerpo, y
dejar atrás las agonías. En cuanto cerró los ojos oyó unos
sonidos apagados que provenían de muy cerca. Pasos, murmullo de
voces. No eran Garvey y sus secuaces; eran voces femeninas. Jerry
levantó la agobiada cabeza y abrió los ojos. O se había
acostumbrado a la oscuridad en aquellos escasos momentos de
meditación o en el pasillo había aparecido una luz; sin duda sería
eso último.
Se
puso de pie. La chaqueta le pesaba como un muerto; se la quitó con
esfuerzo y la dejó caer donde había estado acostado. Entonces fue
en dirección a la luz. El calor había aumentado considerablemente
en los últimos minutos; le producía ligeras alucinaciones. Las
paredes daban la impresión de haber abandonado la verticalidad; en
el aire, la transparencia se había convertido en una rielante
aurora.
Giró
en una esquina. La luz se tornó más brillante. Otra esquina más y
llegó a una diminuta cámara azulejada, donde el calor lo dejó sin
aliento. Boqueó como un pez varado en la playa y miró con esfuerzo
hacia la puerta que había en el otro extremo; el aire se iba
tornando cada vez más denso. La luz amarillenta que se colaba por la
puerta era aún más brillante, pero no logró reunir fuerzas
suficientes para avanzar; el calor lo derrotó. Presintió que se
encontraba al borde del desmayo y tendió una mano para sostenerse,
pero la palma resbaló por los azulejos mojados y Jerry cayó al
suelo, aterrizando sobre un costado. Lanzó un grito de dolor.
Gimiendo
sus desdichas, encogió las piernas contra el cuerpo y permaneció
donde había caído. Si Garvey había oído su grito, y había
enviado a sus lugartenientes en su persecución, le daba igual. Ya no
le importaba nada.
Desde
el otro lado de la cámara le llegó el sonido de un movimiento.
Levantó la cabeza del suelo y abrió un poco los ojos. En el vano de
la puerta había una muchacha desnuda, o al menos eso era lo que sus
aturdidos sentidos le indicaban. Le brillaba la piel como si la
tuviera aceitada; en los pechos y los muslos tenía unas manchas de
lo que podía haber sido sangre añeja. Aunque no parecía suya. No
había herida alguna que le desfigurara el cuerpo reluciente.
La
muchacha había comenzado a reírse de él con una risa suave y fácil
que lo hizo sentir muy tonto. Su musicalidad lo embriagó, y se
esforzó por mirarla mejor. Había empezado a cruzar la cámara en
dirección a él, sin dejar de reírse; entonces advirtió que detrás
de ella había otras. Aquéllas eran las mujeres de las que Garvey le
había hablado; aquélla era la trampa de la que le había acusado.
—¿Quién
eres? —murmuró cuando la
muchacha se le acercó.
A
ésta la falló la risa cuando vio sus facciones crispadas por el
dolor.
Jerry
intentó sentarse derecho, pero tenía los brazos entumecidos y
volvió a resbalar por los mosaicos.
La
mujer no respondió a su pregunta ni tampoco intentó ayudarlo. Se
limitó a mirarlo fijamente como haría un peatón a un borracho
tendido en la cuneta; su rostro era inescrutable. Jerry le devolvió
la mirada y sintió que iba perdiendo el tenue asidero a la
conciencia. El calor, el dolor y aquella repentina erupción de
belleza eran demasiado. Las mujeres más alejadas se dispersaron en
la oscuridad; toda la cámara se plegó como la caja de un mago hasta
que la criatura sublime que tenía delante exigió toda su atención.
Ante su muda insistencia, Jerry sintió que la imaginación
abandonaba su cabeza y que se deslizaba sobre la piel de la muchacha,
que aquella carne era un paisaje y que cada poro era una fosa y cada
cabello un pilón. Jerry fue suyo por completo. La mujer lo ahogó en
sus ojos y lo desolló con sus pestañas; lo revolcó por su abdomen
y lo hizo descender por el suave canal de su espalda. Lo recogió
entre las nalgas y lo introdujo en su calor para volverlo a sacar
mientras Jerry creía que se quemaría vivo. La velocidad lo
regocijaba. Notó que su cuerpo, metido en alguna parte muy abajo, se
hiperventilaba en el terror; pero su imaginación, a la que no le
importaba respirar, se dirigía deseosa adonde la muchacha la
condujera, y hacía rizos como un pájaro, hasta que, mareado y
maltrecho, fue arrojado de nuevo al cáliz de su cráneo. Antes de
que lograse aplicar la frágil herramienta de la razón a los
fenómenos que acababa de experimentar, sus ojos se cerraron y se
desmayó.
El
cuerpo no necesita de la mente. Cuenta con infinidad de procesos
—llenar y vaciar los
pulmones, bombear la sangre y asimilar los alimentos—
que no requieren la autoridad del pensamiento. Sólo cuando uno o más
de esos procesos fallan, la mente adquiere conciencia de lo
intrincado de los mecanismos que habita. El desmayo de Coloqhoun sólo
duró unos minutos, pero cuando volvió en sí tuvo conciencia de su
cuerpo como jamás la había tenido: como una trampa. Y no logro
salir de ella; estaba atado con grilletes a esa miseria, o mejor
dicho, en esa miseria.
Estos
pensamientos iban y venían. Y en medio se producían breves visiones
a través de las cuales caía, y momentos más breves aún, durante
los cuales atisbaba el mundo exterior.
Las
mujeres lo habían recogido. La cabeza le colgaba, el pelo le
arrastraba por el suelo. «Soy un trofeo», pensó en un instante más
coherente. Luego otra vez la oscuridad. Nuevamente luchó por
alcanzar la superficie y vio cómo lo transportaban por el borde de
la piscina grande. La nariz se le llenó de aromas contradictorios, a
la vez deliciosos y fétidos. Por el rabillo del ojo logró ver el
agua, más brillante que nunca, lamer las orillas de la piscina; y
algo más, unas sombras que se movían dentro del brillo.
«Quieren
ahogarme —pensó. Y
luego—: Me estoy ahogando
ya.»
Imaginó
que el agua le llenaba la boca; imaginó las formas que había
entrevisto en la piscina invadirle la garganta y deslizarse hasta su
vientre. Se esforzó por vomitarlas en medio de convulsiones.
Le
pusieron una mano sobre la cara. La palma era divinamente fresca.
—Calla
—le murmuró alguien.
Y
al oír esa palabra, sus delirios desaparecieron. Consiguieron
apartarlo de sus miedos y devolverle la conciencia.
La
mano había desaparecido de su frente. Miró a su alrededor, en la
penumbra de la sala, para buscar a su salvadora, pero sus ojos no
fueron muy lejos. Al otro lado de la cámara —que
parecía haber sido una ducha comunitaria—,
varios tubos colocados en lo alto de la pared despedían sólidos
arcos acuosos sobre los mosaicos, y desaguaban por unos canales. Un
fino rocío producido por las fuentes llenó el aire. Jerry se
incorporó. Tras la cascada del velo líquido se produjo un
movimiento; una silueta demasiado enorme para ser humana. Espió a
través de la llovizna e intentó encontrar algún sentido a aquellos
pliegues de carne.
¿Era
un animal? Había allí un olor penetrante que tenía algo de
zoológico.
Jerry
se movió con considerable cautela para no llamar la atención de la
bestia e intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus piernas no
estuvieron a la altura de sus intenciones. Lo único que logró fue
arrastrarse un trecho por la sala sabre las manos y las rodillas y
espiar —una bestia a otra—
a través del velo de agua.
Presintió
que lo presentían, que la oscura criatura reclinada había vuelto
los ojos en su dirección.
Cuando
lo miró, sintió que se le erizaba la piel, pero no logró apartar
la vista. Y cuando él se disponía a examinarla mejor, en la
sustancia de la criatura se formó un chispazo fosforescente que se
esparció en olas de luz amarillenta por toda su tremenda silueta,
revelándola en su totalidad a Coloqhoun.
Supo
sin lugar a dudas que se trataba de una hembra, aunque no se parecía
a ninguna especie o género que él conociera. Mientras las olas de
luminosidad recorrían el físico de la criatura, descubrieron con
cada nueva ráfaga una configuración también nueva y fenomenal. Al
observarla, a Jerry se le ocurrió pensar en algo lento y fundido,
vidrio tal vez, o piedra, como si su carne adquiriera formas
complicadas para ser devuelta al horno y moldeada otra vez. Carecía
de cabeza y piernas reconocibles como tales, pero sus contornos
estaban plagados de racimos de burbujas brillantes que podían haber
sido ojos, y aquí y allá despedía cintas iridiscentes —unas
llamaradas lentas de color pastel—
que parecían encender por momentos el aire.
Aquel
cuerpo emitió entonces una serie de suaves sonidos: suspiros y
burbujeos. Se preguntó si se estaría dirigiendo a él, y si era
así, cómo esperaba que respondiera. Al oír unas pisadas detrás de
él, se volvió hacia una de las mujeres en busca de apoyo.
—No
tengas miedo —le dijo.
—No
tengo miedo —repuso Jerry.
Era
verdad. El prodigio que tenía delante resultaba electrificante, pero
no le producía ningún temor.
—¿Qué
es? —preguntó.
La
mujer se mantuvo cerca de él. Su piel, bañada por la luz que
despedía la criatura, era dorada. A pesar de las circunstancias, o
tal vez precisamente a causa de ellas, sintió un temblor de deseo.
—Es
la Madonna. La Virgen Madre.
—¿Madre?
—repitió Jerry,
volviéndose otra vez para ver a la criatura.
Las
olas de fosforescencia habían dejado de recorrer el cuerpo. La luz
latía ahora en una parte concreta de su anatomía, y en esa región,
siguiendo el ritmo del pulso, la sustancia de la Madonna se hinchó y
se partió. A sus espaldas Jerry oyó más pasos; el eco de unos
susurros, de risas y aplausos llenó la cámara.
La
Madonna estaba pariendo. La carne hinchada se abría. Una luz líquida
comenzó a manar; un olor a fuego y sangre llenó la sala de duchas.
Una muchacha lanzó un grito, como en armonía con la Madonna.
Los
aplausos arreciaron, y de repente, del corte abierto en la Madonna
salió una criatura —una
mezcla de calamar y cordero esquilado—,
que cayó sobre los mosaicos. El agua que salía de los tubos la
despertó inmediatamente; la criatura echó la cabeza hacia atrás
para mirar a su alrededor con su único ojo, enorme y perfectamente
lúcido. Se retorció sobre los mosaicos durante unos instantes antes
de que la chica que estaba al lado de Jerry avanzara entre el velo de
agua y la recogiera. Su boca desdentada buscó rápidamente el pecho.
La muchacha le acercó al pezón.
—No
es humana... —murmuró
Jerry. No estaba preparado para ver una criatura tan extraña y, sin
embargo, tan inequívocamente inteligente—.
Los niños... ¿son todos iguales?
Arrobada,
la madre sustituta miró el saco de vida acurrucado entre sus brazos.
—Nadie
es igual a nadie —repuso—
Nosotras los alimentamos. Algunos mueren. Otros viven y se van en
busca de sus destinos.
—¿Adónde,
por el amor de Dios?
—Al
agua. Al mar. A los sueños.
La
muchacha arrulló a la criatura. Un miembro aflautado, recorrido por
la luz como había ocurrido con su madre, se agitó en el aire lleno
de placer.
—¿Y
el padre?
—No
necesita marido —repuso—.
Podría hacer hijos con un chubasco si quisiera.
Jerry
volvió a mirar a la Madonna. En ella apenas quedaban vestigios de
luz. El enorme cuerpo lanzó un zarcillo llameante color azafrán,
que se mojó bajo la cascada de agua y dibujó unas formas danzarinas
sobre la pared. Después se quedó quieta. Cuando Jerry se volvió,
la madre sustituta y la criatura se habían ido. Se habían marchado
todas menos una. Era la muchacha que se le había aparecido la
primera vez. Su rostro volvía a lucir la misma sonrisa; estaba
sentada al otro extremo de la habitación, con las piernas separadas.
Jerry entrecerró los ojos para verle la entrepierna y luego le miró
otra vez a la cara.
—¿De
qué tienes miedo? —le
preguntó la chica.
—No
tengo miedo.
—¿Por
qué no vienes a mí entonces?
Jerry
se puso de pie, atravesó la cámara y fue hasta donde ella estaba
sentada. A sus espaldas, el agua seguía manando y corriendo por los
mosaicos, y detrás de las fuentes, las carnes de la Madonna
murmuraban. Su presencia no lo intimidaba. Los de su clase
seguramente no merecían la atención de semejante criatura. Y si lo
veía, seguramente lo consideraría un ser ridículo. ¡Cielos! Si
hasta él mismo se consideraba ridículo. Ya no le quedaban ni
dignidad ni esperanzas que perder.
Mañana,
todo aquello sería un sueño: el agua, las criaturas, la belleza que
se incorporaba para abrazarlo. Mañana creería que había estado
muerto durante un día y visitado unos baños para ángeles.
Pero
ahora, tenía que aprovechar la oportunidad.
Después
de hacer el amor con la muchacha sonriente, cuando intentó recordar
los detalles del acto, no logró precisar con exactitud si había
llegado a algo. Sólo le quedaron los más vagos recuerdos, y no se
acordaba de los besos de la muchacha ni del acoplamiento, sino de la
leche que le goteaba de los pechos y de la forma en que ella
murmuraba: «Nunca..., nunca...» mientras se entrelazaban. Cuando
terminaron, ella se mostró indiferente. Ya no hubo palabras ni
sonrisas. La muchacha lo dejó solo en medio de la llovizna de la
cámara. Jerry se abrochó los sucios pantalones y dejó a la Madonna
con su fecundidad.
Un
corto pasillo conducía de la sala de duchas a la piscina grande. Tal
como comprobara vagamente cuando las muchachas lo llevaron en
presencia de la Madonna, estaba llena a rebosar. Los hijos de la
Madonna jugaban en el agua radiante; sus formas eran innumerables.
Las mujeres no estaban por ninguna parte, pero la puerta que daba al
corredor exterior estaba abierta. La traspuso, y no había dado más
de seis pasos cuando se cerró tras él.
Ezra
Garvey se dio cuenta demasiado tarde de que regresar a las Piscinas
(aunque fuera para un acto de intimidación del que normalmente
hubiera disfrutado) había sido un error. Había vuelto a abrirle una
herida que creía a punto de cicatrizar, y le había traído los
recuerdos de su segunda visita, de las mujeres y de lo que le habían
hecho ver (recuerdos que intentó aclarar hasta comprender su
verdadera naturaleza) cerca de la superficie. Lo habían drogado, de
un modo u otro lo habían drogado, y cuando estaba débil y había
perdido todo sentido del decoro, lo habían explotado para
divertirse. Lo habían amamantado como a un niño y lo habían
convertido en su juguete. Esos recuerdos lo dejaban perplejo; pero
había otros, demasiado profundos como para distinguirlos, que lo
consternaban. Recuerdos de una cámara, de agua que caía en forma de
cortina, de una oscuridad terrible y de una luminiscencia más
terrible aún.
Sabía
que había llegado la hora de destrozar esos sueños bajo los pies y
de poner fin a semejante desconcierto. Era un hombre que no olvidaba
los favores recibidos ni realizados; poco antes de las once hizo dos
llamadas telefónicas para hacer valer dos de esos favores. Fuera lo
que fuese lo que vivía en las Piscinas de Leopold Road, no
continuaría prosperando. Satisfecho con sus maniobras nocturnas,
subió a acostarse.
Desde
el incidente con Coloqhoun se había bebido gran parte de una botella
de aguardiente; tenía frío y se sentía inquieto. El alcohol
comenzó a hacerle efecto. Le pesaban las piernas y la cabeza. Ni
siquiera se molestó en desvestirse, y se acostó en la cama grande
durante unos minutos para aclararse un poco.
Cuando
se despertó era la una y media de la madrugada.
Se
incorporó. El estómago volvía a hacerle cabriolas; en realidad,
todo el cuerpo parecía traumatizado.
En
sus cincuenta y tantos años rara vez había estado enfermo; el éxito
había mantenido a raya los achaques. Pero ahora se sentía fatal.
Tenía un dolor de cabeza espantoso; tambaleándose, fue desde el
dormitorio a la cocina tanteando las paredes. Se sirvió un vaso de
leche, se sentó a la mesa y se lo llevó a los labios. Pero no
bebió. Sus ojos se posaron en la mano que sostenía el vaso. La miró
a través de la bruma del dolor. No se parecía a su mano; era
demasiado delicada, demasiado suave. Dejó el vaso; temblaba de tal
modo que derramó la leche sobre la mesa de teca y el charco formado
empezó a caer al suelo.
Se
puso de pie. El sonido de la leche al caer sobre los mosaicos de la
cocina despertó en él unos pensamientos muy curiosos. Se dirigió
vacilante hacia su estudio. Necesitaba la compañía de alguien, de
cualquiera. Tomó la agenda telefónica e intentó descifrar los
garabatos de las páginas, pero los números no le resultaban claros.
El pánico fue en aumento. ¿Sería aquello la locura? El delirio de
la mano transformada, las sensaciones extrañas que le recorrían el
cuerpo. Se desabrochó la camisa, y al hacerlo, su mano rozó otro
delirio más absurdo que el anterior. Con dedos renuentes se abrió
la camisa, repitiéndose una y otra vez que nada de aquello era
posible.
Pero
las pruebas eran bien claras. Tocó un cuerpo que ya no era el suyo.
Todavía había señales de que la carne y los huesos le pertenecían
—una cicatriz de
apendicitis en la parte baja del abdomen, la marca de nacimiento
debajo del brazo—, pero la
sustancia de su cuerpo había sido transformada (estaba siendo
transformada mientras él observaba) en formas vergonzantes. Hundió
las uñas en las formas que le desfiguraban el torso, como si fueran
a disolverse ante el asalto, pero sólo logró que sangraran.
En
otras épocas, Ezra Garvey había sufrido mucho, y casi todos los
sufrimientos habían sido autoinfligidos. Había estado en la cárcel;
había estado a punto de recibir serias heridas; había soportado los
engaños de mujeres hermosas. Pero esos tormentos no eran nada
comparados con la angustia que sentía ahora. ¡No era él mismo! Le
habían quitado el cuerpo mientras dormía y le habían dejado aquél
a cambio.
El
horror de aquella realidad destrozó su autoestima, y su cordura
peligró.
Incapaz
de frenar las lágrimas, empezó a tirar del cinturón. «Por favor,
Dios mío —se dijo—,
por favor, permite que siga entero.» Las lágrimas apenas le dejaban
ver. Se las enjugó de un manotazo y se miró la entrepierna. Al ver
las deformidades que allí se estaban produciendo, rugió hasta hacer
temblar las ventanas.
Garvey
no era hombre para engaños. Sabía que la discusión no contribuiría
en nada a mejorar los hechos. No sabía con seguridad cómo había
sido escrito en su cuerpo aquel tratado de transformación, y no le
importaba demasiado. Lo único que se le ocurría pensar era que se
moriría de vergüenza si alguna vez aquella vil condición llegaba a
ver la luz del día. Regresó a la cocina y sacó un enorme cuchillo
del cajón; luego se arregló la ropa y abandonó la casa. Sus
lágrimas se habían secado. Llorar ahora sería un desperdicio, y él
no era un derrochón. Atravesó la ciudad vacía en su coche y fue
hacia el río; cruzó el puente Blackfriars. Allí aparcó y fue
andando hasta la orilla. Esa noche el Támesis estaba crecido y sus
aguas bajaban rápidas; en la superficie había espuma blanca.
Solo entonces, después de llegar tan lejos sin analizar demasiado sus intenciones, el temor a morir lo detuvo. Era un hombre rico en influyente, ¿acaso no habría otras salidas a aquella pesadilla a la solución a la que había lanzado de cabeza? ¿Traficantes de píldoras que pudieran revertir la locura que había invadido sus células? ¿Cirujanos que cercenaran las partes ofensivas y suturaran los retazos de su yo perdido? ¿Cuánto durarían esas soluciones? Tarde o temprano el proceso volvería a empezar, lo sabía.
Nadie podía ayudarlo.
Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo, el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla de feminidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto —cuando se había olvidado momentáneamente de sí mimos— las muy furcias lo habían sometido a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado.
Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría la posibilidad de ver el resultado de su obra.
Nadie podía ayudarlo.
Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo, el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla de feminidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto —cuando se había olvidado momentáneamente de sí mimos— las muy furcias lo habían sometido a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado.
Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría la posibilidad de ver el resultado de su obra.
El
viento era frío, pero él tenía la sangre caliente. Lo envolvió
con sus ráfagas mientras él se acuchillaba el cuerpo. El Támesis
recibió la libación con entusiasmo. A sus pies, lamía la orilla
formando remolinos. No había concluido el trabajo, cuando la pérdida
de sangre lo venció. «Da igual —pensó,
mientras se le doblaban las rodillas y caía al agua—,
ahora no me verán más que los peces.» Cuando el río se cerró
sobre él, rogó por que la muerte no fuera mujer.
Mucho
antes de que Garvey hubiera despertado en mitad de la noche y
descubierto la rebelión de su cuerpo, Jerry había abandonado las
Piscinas, había subido a su coche e intentado regresar a su casa.
Pero le había costado un gran esfuerzo llevar a cabo esa tarea tan
simple. Tenía los ojos nublados, y el sentido de la dirección
trastocado. En una intersección estuvo a punto de provocar un
accidente, por lo que aparcó el coche y empezó a caminar hasta su
casa. Los recuerdos de lo que acababa de ocurrirle no eran en
absoluto claros, aunque los acontecimientos apenas tenían horas de
vida. Tenía la cabeza plagada de extrañas asociaciones. Andaba en
el mundo real como en sueños. Sin embargo, cuando vio a Chandaman y
a Fryer esperándole en el dormitorio de su apartamento, volvió a la
realidad como si le hubieran dado de bofetadas. No esperó a que lo
saludasen; se volvió y echó a correr. Durante la espera le habían
vaciado las reservas de bebidas alcohólicas y reaccionaron con
lentitud. Jerry había bajado la escalera y abandonado la casa antes
de que ellos salieran en su persecución.
Fue
andando hasta casa de Carole, pero no estaba. No le importó esperar.
Se sentó en los escalones de la entrada y allí estuvo durante media
hora: cuando llegó el inquilino del piso superior, logró
convencerlo de que lo dejase entrar y esperó en la relativa calidez
de la casa. Se sentó en la escalera y en la duermevela volvió sobre
sus pasos y regresó a la intersección donde había abandonado el
coche. Una multitud pasaba por allí. «¿Adónde van?», inquirió.
«A ver los yates», le respondieron. «¿Qué yates?», quiso saber,
pero la gente se alejaba charlando. Siguió andando durante un rato.
El ciclo estaba oscuro, pero las calles se hallaban iluminadas por
una luz azulada, carente de sombras. Cuando ya iba a ver las
Piscinas, oyó como un chapaleo y, al doblar una esquina, descubrió
que la marea iba subiendo por la calle Leopold. ¿Qué clase de mar
era aquél?, preguntó a las gaviotas que volaban en el cielo, porque
el olor a salitre del aire denotaba que aquellas aguas eran del
océano y no del río. ¿Acaso importaba qué mar era?, replicaron
las gaviotas. En definitiva, ¿no eran todos los mares un mismo mar?
Se quedó mirando cómo las olas iban subiendo por el asfalto. Su
avance, aunque delicado, derribó farolas y erosionó los cimientos
de los edificios con tanta rapidez que éstos se derrumbaban en
silencio, bajo la marea glacial. Las olas no tardaron en bañarle los
pies. Los peces, pequeños dardos plateados, se movían en el agua.
—¿Jerry?
Carole
estaba en la escalera, mirándolo fijamente.
—¿Qué
diablos te ha pasado?
—Estuve
a punto de ahogarme —repuso.
Le
habló de la trampa que Garvey le había tendido en Leopold Road, de
la paliza recibida y de la presencia de los maleantes en su propia
casa. Carole le ofreció su fría comprensión. Jerry no le contó
nada sobre la persecución por la espiral, ni de las mujeres, ni de
la cosa que había visto en las duchas. Le habría resultado
imposible referirlo, aunque hubiera querido; cada hora que pasaba
desde que abandonara las Piscinas estaba menos seguro de haber visto
nada.
—¿Quieres
quedarte aquí? —ofreció
Carole cuando Jerry terminó su relato.
—Creí
que nunca me lo preguntarías.
—Será
mejor que tomes un baño. ¿Estás seguro de que no te han roto
ningún hueso?
—Creo
que a estas alturas ya lo sentiría si lo hubieran hecho.
Seguramente
no tendría huesos rotos, pero no había salido incólume. El torso
era una colección de morados, y le dolía todo, desde la cabeza a
los pies. Tras permanecer media hora en remojo, salió de la bañera
y se miró en el espejo; tenía el cuerpo hinchado por la paliza, y
la piel del pecho se veía suave y tensa. No era un bonito panorama.
—Mañana
deberás ir a la policía —le
dijo Carole más tarde, cuando estaban acostados—.
Y harás que arresten al bastardo de Garvey...
—Supongo...
Carole
se inclinó sobre él. Tenía la cara blanda por la fatiga. Lo besó
suavemente.
—Me
gustaría quererte —le
dijo. Jerry no la miró—.
¿Por qué me lo pones tan difícil?
—¿Te
lo pongo difícil? —inquirió;
los ojos se le cerraban.
Carole
deseó deslizar la mano por debajo de la bata que llevaba puesta
—nunca había logrado
comprender la timidez de Jerry, pero le resultaba atractiva—
y acariciarlo. Pero en la forma en que yacía Jerry había cierto
aislamiento que dejaba entrever su deseo de no ser tocado, y ella lo
respetó.
—Apagaré
la luz —le dijo.
Pero
él no la oyó, ya se había dormido.
La
marea no fue amable con Ezra Garvey. Recogió su cuerpo y jugueteó
con él, lanzándolo a la orilla y volviendo a llevarlo hacia el
interior durante un rato, picoteándolo como un comensal harto que
escarba la comida. Llevó el cuerpo río abajo durante más de un
kilómetro y luego se cansó de su peso. La corriente lo relegó al
remanso de las orillas, y allí, a la altura de Battersea, quedó
enganchado en una cuerda de amarre; su cuerpo exangüe se reveló en
toda su extensión cuando lo abandonó la marea y vino la madrugada a
espiar. A las ocho su audiencia se componía de alguien más que la
mañana. Jerry se despertó con el ruido de la ducha proveniente del
baño contiguo. Las cortinas del dormitorio todavía estaban echadas.
Sólo un diminuto haz luminoso logró filtrarse hasta donde yacía.
Se dio la vuelta y sepultó la cabeza en la almohada, para que la luz
no le molestase, pero su cabeza, una vez agitada, comenzó a darle
vueltas. Le esperaba un día muy difícil; tendría que explicar los
acontecimientos recientes a la policía. Le harían preguntas y
algunas resultarían incómodas. Cuanto antes recapitulara su
versión, más hermética sería. Volvió a darse la vuelta y apartó
las sábanas.
Lo
primero que se le ocurrió pensar cuando se miró fue que no se había
despertado del todo, sino que continuaba con la cara sepultada en la
almohada y soñaba ese despertar. Que soñaba el cuerpo en el cual
habitaba, con sus pechos florecientes y el vientre suave. Aquel
cuerpo no le pertenecía; el suyo era del otro sexo.
Sacudió
la cabeza e intentó despertarse, pero no existía nada a lo cual
despertar. Estaba allí. Aquella anatomía transformada era la suya
—aquella raja, aquella
suavidad, aquel extraño peso—,
todo era suyo. En las horas transcurridas desde la medianoche lo
habían destejido para volver a hacerle otra imagen.
Desde
el cuarto de baño, el sonido de la ducha le devolvió el recuerdo de
la Madonna. Y de la mujer que lo había persuadido con halagos para
que la poseyera y le había susurrado, mientras él fruncía el ceño
y continuaba con las arremetidas, «Nunca..., nunca...», diciéndole,
aunque entonces estaba lejos de sospecharlo, que aquél sería su
último acoplamiento como hombre. Habían conspirado —la
mujer y la Madonna— para
someterlo a aquel hechizo. Y el no poder siquiera aferrarse a su
propio sexo, el hecho de que la virilidad, al igual que la influencia
y la riqueza, le fueran prometidas para serle arrebatadas después,
¿acaso todo aquello no representaba el fracaso más perfecto de su
vida?
Salió
de la cama; hizo girar las manos para admirar su nueva delicadeza y
se pasó las palmas por los pechos. No tenía miedo, pero tampoco
sentía júbilo. Aceptó aquel fait accompli como un bebé
acepta su condición, sin tener idea del bien o del mal que podía
hacerle.
Tal
vez habría más hechizos de donde provenía éste. Si así era,
volvería a las Piscinas y los buscaría él mismo; seguiría la
espiral hasta su corazón caliente y discutiría acerca de los
misterios con la Madonna.
¡En
el mundo había milagros! Fuerzas que podían volver la carne del
revés sin producir sangre, que podían destruir la tiranía de lo
real y jugar con sus ruinas.
En
el cuarto de baño, el agua de la ducha continuaba cayendo. Se
aproximó a la puerta del lavabo, ligeramente entreabierta, y espió.
Aunque la ducha estaba abierta, Carole no se encontraba debajo de
ella. Estaba sentada en el borde de la bañera y con las manos se
cubría la cara. Lo oyó aproximarse a la puerta.
Su
cuerpo dio un respingo. No levantó la vista.
—Te
he visto... —le dijo. Su
voz era gutural, llena de un horror que no lograba domeñar—.
¿Me estoy volviendo loca?
—No.
—¿Entonces
qué ocurre?
—No
lo sé —repuso Jerry,
sencillamente—. ¿Tan
terrible es?
—Es
repugnante, odioso. No quiero mirarte. ¿Me oyes? No quiero verte.
No
intentó discutir. Carole no quería saber nada de él, y era su
prerrogativa.
Volvió
al dormitorio, se vistió con sus ropas sucias y regresó a las
Piscinas.
Nadie
reparó en él, o mejor dicho, si por el camino alguien notó algo
extraño en aquel peatón —una
disparidad entre las ropas que vestía y el cuerpo que las llevaba—,
se limitó a mirar hacia otra parte, sin deseos de enfrentarse a
semejante problema a una hora tan temprana y sobrio.
Cuando
llegó a Leopold Road, en la escalinata había varios hombres.
Hablaban, aunque él no lo supo, de la inminente demolición. Jerry
se detuvo en el portal de una tienda, al otro lado de la calle, hasta
que el trío se alejó; entonces, fue hasta la puerta principal de
las Piscinas. Temía que hubieran cambiado la cerradura, pero no lo
habían hecho. Entró fácilmente y cerró la puerta tras de sí.
No
llevaba linterna, pero cuando se internó en el laberinto se dejó
guiar por el instinto y éste no le falló.
Al
cabo de unos minutos de exploración por los corredores sumidos en la
oscuridad tropezó con la chaqueta que había dejado el día
anterior; unos giros más adelante, llegó a la cámara donde la
muchacha risueña lo había encontrado. Había una ligera luz
proveniente de la piscina. Habían desaparecido casi todos los
vestigios de luminiscencia que lo habían conducido hasta allí.
Atravesó
la cámara de prisa, lleno de aprensión. La piscina seguía llena a
rebosar, pero la luz se había apagado casi por completo. Examinó el
caldo: no había movimiento en sus profundidades. Se habían ido.
Las
madres, los hijos. También se habría ido su causa primera, la
Madonna.
Se
dirigió a las duchas. Sí, se había marchado. Más aún, la cámara
había sido destruida, como en un rapto de rabia. Habían arrancado
los azulejos de las paredes y destrozado las tuberías. Aquí y allá
vio manchas de sangre.
Le
dio la espalda a la destrucción y regresó a la piscina,
preguntándose si habría sido su invasión lo que las había alejado
de aquel templo provisional. Fuera cual fuese el motivo, las brujas
se habían ido, y él, su criatura, se encontraba abandonado y
privado de los misterios.
Desesperado,
vagó por el borde de la piscina. La superficie del agua no estaba
del todo en calma: en ella había despertado un círculo de olas que
aumentaba como un latido. Se quedó mirando cómo el oleaje iba
ganando impulso y extendía sus brazos por la piscina. De repente, el
nivel del agua comenzó a descender. El oleaje se convirtió
rápidamente en un remolino de aguas espumosas. En el fondo de la
piscina habían abierto alguna boca y el agua estaba drenando.
¿Habría huido por allí la Madonna? Corrió hasta el extremo
opuesto de la piscina y examinó los azulejos. ¡Sí! Al abandonar su
altar para lanzarse a la seguridad de la piscina, había dejado tras
ella un rastro de fluido. Y si por ahí se había marchado la
Madonna, ¿acaso las demás no la habrían seguido?
No
tenía manera de saber adónde iban a desembocar las aguas. Tal vez a
las cloacas y de allí al río y, finalmente, al mar. Ahogándose
hasta morir, hacia la extinción de la magia. O a través de algún
canal secreto, hacia la tierra, a algún santuario seguro, apartado
de los curiosos, donde el éxtasis no estaba prohibido.
Las
aguas enloquecían rápidamente a medida que la succión las
reclamaba. El vórtice giraba, hervía, escupía. Estudió la forma
que describía. Una espiral, por supuesto. Elegante, inevitable. Las
aguas bajaban de prisa y el chapaleo pasó a ser rugido. Pronto no
quedaría nada, y la puerta hacia otro mundo quedaría sellada y se
perdería.
No
tenía alternativa: saltó. La corriente arremolinada tiró de él
hacia abajo y dio vueltas y más vueltas, descendiendo más y más.
Se sintió lanzado contra el suelo de la piscina y dio varias
volteretas a medida que la corriente tiraba inexorablemente de él
aproximándolo a la salida. Abrió los ojos. La corriente lo arrastró
hasta el borde y más allá. El torrente lo acogió bajo su custodia
y con su furia lo lanzó hacia atrás y hacia adelante.
Más
adelante había luz. No logró calcular a qué distancia se
encontraba, pero ¿qué importancia tenía? Si se ahogaba antes de
alcanzarla y moría antes de concluir el viaje, ¿qué? La muerte no
era más segura que el sueño de masculinidad que había vivido
durante todos esos años. Los términos de la descripción no servían
para otra cosa que para ser trastocados, cambiados radicalmente. La
tierra estaría brillante, ¿no?, y probablemente plagada de
estrellas. Abrió la boca y gritó en el remolino, a medida que la
luz crecía y crecía, cual himno en alabanza de la paradoja.
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