La Madonna, Clive Barker (1985) (parte 2)



Dominado por la curiosidad, se volvió a mirar al agua. El vapor se arremolinaba; una corriente jugaba con la espuma. Y allí... sus ojos captaron una silueta oscura, anónima, que se deslizaba debajo de la piel del agua. Pensó en la criatura que había matado, en su cuerpo informe y en los lazos colgantes de sus miembros. ¿Sería otra de la misma especie? El brillo del líquido lamió el borde de la piscina; los continentes de espuma se deshicieron en archipiélagos. No vio señales del nadador.
Irritado, apartó la vista del agua. Ya no estaba solo. Tres muchachas habían aparecido de la nada, y avanzaban hacia él por el borde de la piscina. Una de ellas era la que había visto la primera vez. A diferencia de sus hermanas, llevaba un vestido. Tenía un pecho desnudo. Lo miró muy seria y se fue acercando; a su lado arrastraba una cuerda adornada con cintas manchadas, atadas en lazos flojos pero extravagantes.
Al llegar estas tres gracias las aguas fermentadas de la piscina se agitaron locamente cuando sus ocupantes salieron a recibir a las mujeres. Garvey logró ver tres o cuatro siluetas inquietas sacudir la superficie sin romperla. Quedó atrapado entre su instinto, que le aconsejaba huir (la cuerda, aunque embellecida, seguía siendo una cuerda), y el deseo de quedarse a ver lo que contenía la piscina. Echó un vistazo hacia la puerta. Se encontraba a menos de diez metros de ella. Una rápida carrera y saldría a la fresca atmósfera del pasillo. Desde allí podría gritarle a Chandaman.
Las muchachas se detuvieron muy cerca de él y lo observaron. Les devolvió las miradas. Todos los deseos que lo habían conducido hasta allí se habían evaporado. Ya no quería sostener en sus manos los pechos de aquellas criaturas, ni acariciar la intersección de sus muslos relucientes. Aquellas mujeres no eran lo que parecían. Su silencio no era docilidad, sino el trance inducido por alguna droga; su desnudez no era sensualidad, sino una horrible indiferencia que lo ofendía. Incluso su juventud, y todo lo que traía aparejado la suavidad de la piel, el brillo del pelo, hasta eso parecía de algún modo corrupto. Cuando la muchacha del vestido tendió una mano y le tocó la cara sudorosa, Garvey lanzó un gritito de asco, como si lo hubiera lamido una serpiente. No se mostró molesta por su reacción, sino que se le acercó más, sin apartar los ojos de los suyos; no olía a perfume como su amante, sino a frescura. A pesar de sentirse agraviado no podía apartarse de ella. Se quedó quieto, sin apartar la vista de los ojos de aquella furcia, mientras ella le besaba la mejilla y con la cuerda engalanada de lazos le envolvía el cuello.
Jerry telefoneó al despacho de Garvey a intervalos de media hora durante todo el día. Al principio le dijeron que no estaba en la oficina, y que regresaría esa misma tarde. Pero a medida que avanzaba el día, el mensaje cambió. Garvey no iba a estar en el despacho en todo el día. El señor Garvey, le dijo la secretaria, no se encontraba bien y se había marchado a su casa a descansar. Le pidió que telefoneara al día siguiente. Jerry solicitó a la secretaria que tomara nota de un recado: había conseguido los planos de las Piscinas y estaría encantado de hablar del proyecto cuando al señor Garvey le pareciera oportuno.
A últimas horas de la tarde le telefoneó Carole.
¿Salimos esta noche? ¿Que te parece si vamos al cine?
Pues no se me había ocurrido ir tan lejos repuso él. Hablaremos esta noche, ¿vale?
Finalmente fueron a ver una película francesa que, aparentemente, por lo que Jerry logró captar, carecía de argumento; consistía en una serie de diálogos entre los personajes, en los que discutían sus traumas y aspiraciones, siendo los primeros directamente proporcionales al fracaso de las últimas. La película le dejó una sensación de apatía.
No te ha gustado...
No demasiado. Todos esos diálogos intimidadores...
Y nada de tiros.
Nada de tiros.
Carole sonrió para sí.
¿Qué tiene de gracioso? -quiso saber él.
Nada...
No digas que nada.
No he hecho más que sonreír, eso es todo dijo ella, encogiéndose de hombros. ¿No puedo sonreír?
Cielos. Lo unico que le falta a esta conversación son subtítulos.
Caminaron un rato por la calle Oxford.
¿Quieres comer algo? le preguntó Jerry cuando llegaron a la esquina de la calle Poland. Podríamos ir al Red Fort.
No, gracias, no me gusta cenar tan tarde.
Por el amor del cielo, no discutamos por una maldita película.
¿Quién discute?
Eres exasperante.
Pues es algo que tenemos en común le espetó.
Se le sonrojó el cuello.
Esta mañana dijiste... empezo él.
¿Qué dije?
Hablaste de que no debíamos perder lo que hay entre nosotros...
Eso fue esta mañana replicó Carole con ojos acerados. Y de repente, agregó: Me importa un bledo, Jerry. De mí, de nadie.
Se quedó mirándolo como desafiándolo a que no contestara. Cuando no lo hizo, se mostró curiosamente satisfecha.
Buenas noches... dijo, y se apartó de él.
Jerry observó cómo daba cinco, seis, siete pasos y se alejaba de él. En lo más hondo deseaba llamarla, pero una docena de irrelevancias el orgullo, la fatiga, la inconveniencia se lo impidieron. Finalmente, lo que lo hizo reaccionar y le puso su nombre en los labios fue la idea de pasar otra noche en la cama vacía, pensar en las sábanas cálidas sólo en donde él yaciera, y frías como mil demonios a su derecha o a su izquierda.
Carole.
No se volvió, ni siquiera aminoró la marcha. Tuvo que correr para alcanzarla, consciente de que la escena llamaría la atención de los transeúntes.
Carole repitió, y la sujetó del brazo.
Se detuvo. Cuando se puso frente a ella para verle la cara, se sorprendió al comprobar que estaba llorando. Aquello lo desarmó; detestaba las lágrimas de Carole una pizca menos de lo que detestaba las suyas propias.
Me rindo le dijo, intentando sonreír. La película era una obra de arte. ¿Qué te parece?
Se negó a permitir que sus payasadas la calmaran; tenía la cara hinchada de desdichas.
No llores le dijo, por favor, no llores. No me...
(«No me salen bien las disculpas», quiso decir, pero en realidad se le daban tan mal que ni siquiera logro expresarlo.)
Es igual dijo ella en voz baja.
Jerry notó que no estaba enfadada, simplemente se sentía triste.
Anda, volvamos a mi piso.
No quiero.
Pues yo quiero que vengas le dijo él. Al menos lo decía con sinceridad. No me gusta hablar en la calle.
Llamó un taxi y regresaron a Kentish Town, sin decirse palabra. En mitad de la escalera, antes de llegar a la puerta del apartamento, Carole dijo:
Qué perfume más asqueroso.
En la escalera flotaba un olor fuerte y ácido.
Alguien ha estado aquí arriba dijo Jerry.
De pronto le entró una ansiedad inexplicable y subió rápidamente el tramo restante hasta plantarse ante la puerta del apartamento. Estaba abierta; habían forzado la cerradura sin reparos y astillado la madera de la jamba. Lanzó una maldición.
¿Qué ocurre? inquirió Carole, yendo tras él.
Han entrado en mi piso.
Entró en su casa y encendió la luz. El interior era un caos. Lo habían destrozado todo a conciencia. Por todas partes se observaban pequeños actos de vandalismo: cuadros rotos, almohadas despanzurradas, muebles reducidos a astillas. Jerry se quedó de pie, en medio del desastre, meneando la cabeza, mientras Carole iba de cuarto en cuarto, descubriendo en cada uno la misma prolija destrucción.
Es algo personal, Jerry.
Él asintió.
Llamaré a la policía se ofreció Carole. Fíjate en qué se han llevado.
Hizo lo que le ordenó con el rostro completamente pálido. El golpe de aquella invasión lo había aturdido. Mientras caminaba sin rumbo por el apartamento para comprobar el pandemónium dándoles la vuelta a los objetos rotos, colocando los cajones en su sitio, se imaginó a los intrusos en plena tarea, riéndose mientras revisaban sus ropas y sus recuerdos. En un rincón del dormitorio encontró todas las fotos amontonadas. Habían orinado encima de ellas.
La policía está en camino le informó Carole. Han dicho que no tocásemos nada.
Demasiado tarde murmuró.
¿Qué se han llevado?
Nada replicó.
Los objetos de valor el estéreo y el vídeo, las tarjetas de crédito, las pocas joyas estaban allí. Sólo entonces recordó los planos. Regresó a la sala y empezó a buscar entre el desastre, aunque sabía con certeza que no iba a encontrarlos.
Garvey dijo.
¿Qué pasa con Garvey?
Vino a buscar los planos de las Piscinas. O envió a alguien.
¿Por qué? inquirió Carole, contemplando el caos. De todos modos ibas a dárselos.
Fuiste tú la que me advirtió que no me relacionara con él... dijo Jerry, meneando la cabeza.
Nunca imaginé una cosa así.
Ya somos dos.
La policía llegó y se marchó, ofreciéndole unas magras disculpas cuando le comentaron que no creían probable que arrestaran al culpable.
Últimamente, hay muchos actos de vandalismo le explicó el oficial. Su vecino de abajo no estaba...
No, están fuera.
Era la última esperanza. Recibimos muchas llamadas como ésta. ¿Tiene el piso asegurado?
Sí.
Bueno, al menos es algo.
En la entrevista, Jerry no comentó nada de sus sospechas, aunque en repetidas ocasiones sintió la tentación de lanzar sus acusaciones. En aquellas circunstancias no tenía demasiado sentido acusar a Garvey. Por una parte, éste tendría sus coartadas preparadas; por otra, ¿qué lograrían unas acusaciones sin fundamento sino alimentar aún mas la locura de aquel hombre?
¿Qué vas a hacer? le preguntó Carole cuando los policías terminaron de encogerse de hombros con indiferencia y se marcharon.
No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de que fuera Garvey. Por un momento es todo dulzura y luz, y al siguiente, esto. ¿Cómo hacer frente a una mente así?
No se le hace frente. Se la deja correr repuso Carole. ¿Quieres quedarte aquí o venirte a casa?
Quiero quedarme.
Realizaron un superficial intento por restablecer la situación anterior; devolvieron los muebles no demasiado rotos a su sitio, y quitaron los cristales rotos. Le dieron la vuelta al colchón destrozado, buscaron dos cojines intactos y se fueron a la cama.
Carole quiso hacer el amor, pero esa seguridad, igual que gran parte de la vida de Jerry, estaba destinada a fracasar. Bajo las sábanas no lograron componer lo que se había echado a perder fuera de ellas. La rabia de Jerry lo tornó brusco, y su brusquedad enfureció a Carole. Debajo de él, Carole frunció el ceño y sus besos se tornaron reacios y poco espontáneos. La renuencia de Carole hizo que Jerry la desdeñase con mayor tosquedad.
Dejémoslo dijo Carole, cuando Jerry se disponía a penetrarla. No quiero esto.
Él sí, y cómo. Empujó antes de que ella volviera a protestar.
He dicho que lo dejemos, Jerry.
Jerry procuró no oírla. Y se mostró más pesado que ella.
Déjalo ya.
Jerry cerró los ojos. Carole volvió a pedirle que lo dejara, pero él empujó con más fuerza, con una furia verdadera, en la forma que a veces le había pedido ella cuando estaban muy excitados, rogándoselo casi.
Pero en ese momento lo maldecía, lo amenazaba, y con cada palabra proferida Jerry se convencía de que no se dejaría engañar esta vez, aunque en la entrepierna no sentía más que plenitud e incomodidad, y la urgencia de acabar.
Carole empezó a luchar; le arañó la espalda y le tiró del pelo para apartar la cara de Jerry de su cuello.
Mientras continuaba moviéndose a Jerry se le ocurrió pensar que lo odiaría por aquello, y en eso, al menos, estarían de acuerdo, pero la idea no tardó en dar paso a las sensaciones.
Concluido el veneno, se apartó de ella.
Bastardo...
A Jerry le ardía la espalda. Cuando se levantó de la cama, dejó manchas de sangre en las sábanas.
Buscando en el caos de la sala logró encontrar una botella de whisky intacta. Pero las copas estaban todas rotas, y de repente le invadió el absurdo melindre de que no quería beber a morro. Se agachó contra la pared, con la espalda helada, y no se sintió ni desdichado ni orgulloso. La puerta principal se abrió y se cerró con estrépito. Esperó un rato y oyó los pasos de Carole al bajar la escalera. Entonces surgieron las lágrimas, aunque también se sintió completamente alejado de ellas. Finalmente, concluido el ataque, fue a la cocina, lo revisó todo hasta encontrar una taza y bebió de ella hasta perder el sentido.
El estudio de Garvey era un cuarto impresionante. Lo había hecho decorar imitando el de un abogado experto en asuntos fiscales que había conocido; las paredes estaban tapizadas de libros comprados por metros, el color de la alfombra y la pintura se había apagado, por la acumulación del humo de cigarro y de sabiduría. Cuando le costaba dormirse, como ahora, se retiraba al estudio, se sentaba en la silla de respaldo de cuero detrás del enorme escritorio, y soñaba con la legitimidad. Sin embargo, esa noche no fue así; esa noche, sus pensamientos estaban invadidos por otras preocupaciones. Por más que se esforzara en conducirlos por otro camino, ellos regresaban a Leopold Road.
No se acordaba demasiado de lo ocurrido en las Piscinas. Eso ya era de por sí angustiante; siempre se había enorgullecido de poseer una aguzada memoria. De hecho, su memoria para las caras vistas y los favores realizados le había ayudado en gran medida a conseguir su actual poder. Se jactaba de que no había un solo portero, ni una sola mujer de la limpieza, entre los cientos de empleados que tenía al que no pudiera dirigirse por su nombre de pila.
Pero de los hechos acaecidos en Leopold Road hacía escasamente treinta y seis horas, de cómo se le habían acercado las mujeres, de cómo la cuerda le había apretado el cuello, de cómo lo habían conducido por el borde de la piscina hasta una cámara cuya abyección le había despojado prácticamente de sus sentidos, conservaba apenas un vago recuerdo. Lo ocurrido allí después se movía en su memoria como lo hacían las siluetas en la mugre de la piscina: de un modo oscura y terriblemente inquietante. Había experimentado humillaciones y horrores. Pero aparte de eso, no recordaba nada.
No era hombre que se inclinara ante tales ambigüedades sin plantarles cara. Si había misterios que desvelar, él los desvelaría, y aceptaría las consecuencias de la revelación. Su primera ofensiva había consistido en enviar a Chandaman y a Fryer a destrozar el piso de Coloqhoun. Si, tal como sospechaba, toda aquella empresa era una elaborada trampa pergeñada por sus enemigos, entonces Coloqhoun estaba implicado. Sin duda no sería más que una tapadera, y con toda seguridad no era la mente maestra que ideara el plan. Pero Garvey se sintió satisfecho de que la destrucción de los bienes muebles de Coloqhoun advirtiera a sus jefes de que estaba dispuesto a pelear. También había dado otros frutos. Chandaman había regresado con los planos de las Piscinas; estaban desplegados sobre el escritorio de Garvey. Había trazado la ruta seguida a través del complejo una y otra vez con la esperanza de azuzar su memoria. Pero se sintió defraudado.
Cansado, se puso de pie y se dirigió a la ventana del estudio. El jardín de la casa era inmenso, y severamente cuidado. Aunque en aquel momento apenas lograba distinguir los bordes inmaculados; la luz de las estrellas describía rudimentariamente el mundo exterior. Lo único que lograba ver era su propio reflejo en el cristal pulido.
Cuando se concentró en su imagen, su silueta se onduló, y sintió una flojedad en el bajo vientre, como si se le hubiera desatado algo. Se llevó la mano al abdomen. Le picaba, temblaba, y por un instante se vio otra vez en las Piscinas, desnudo; algo abultado se movía ante sus ojos. A punto estuvo de gritar, pero se controló apartándose de la ventana y observando la habitación, las alfombras, los libros y los muebles, la realidad sólida y sobria. No obstante, las imágenes se negaban a abandonar su cabeza. Los pliegues de sus intestinos siguieron temblando.
Tardó varios minutos en reunir el coraje suficiente como para volver a mirar su reflejo proyectado en la ventana. Finalmente, cuando lo hizo, había desaparecido todo rastro de vacilación. No volvería a soportar otras noches insomnes como aquélla, perseguido por los fantasmas. Con las primeras luces del amanecer le llegó la convicción de que aquél sería el día en que destrozaría al señor Coloqhoun.
Esa mañana, Jerry intentó telefonear a Carole a la oficina. En repetidas ocasiones le dijeron que no podía ponerse. A la larga, dejó de intentarlo, y dedicó sus atenciones a la hercúlea tarea de devolver un poco de orden al piso. Pero le faltaron la concentración y las energías necesarias para hacer un buen trabajo. Tras una hora fútil durante la cual apenas logró hacer mella en el problema, se dio por vencido. El caos reflejaba perfectamente la opinión que tenía de sí mismo. Lo mejor sería dejarlo estar.
Poco antes de mediodía, recibió una llamada.
¿El señor Coloqhoun? ¿Gerard Coloqhoun?
Sí, soy yo.
Me llamo Fryer. Llamo de parte del señor Garvey...
¿Ah, sí?
¿Aquella llamada sería para regodearse o acaso amenazaba con ulteriores desgracias?
El señor Garvey esperaba que le hiciera ciertas proposiciones le dijo Fryer.
¿Proposiciones?
Está muy entusiasmado con el proyecto de Leopold Road, señor Coloqhoun. Tiene la impresión de que se puede sacar buen dinero.
Jerry no dijo nada; aquella palabrería lo confundía.
Al señor Garvey le gustaría mantener otra reunión lo antes posible.
¿De veras?
En las Piscinas. Hay unos cuantos detalles arquitectónicos que le gustaría enseñar a sus colegas.
Entiendo.
¿Estará usted disponible para este mismo día?
Sí, claro.
¿Qué le parece a las cuatro y media?
La conversación terminó más o menos allí. Jerry quedó perplejo. En los modales de Fryer no notó rastros de enemistad; ni una pizca, por más sutil que fuera, de mala fe entre las partes. Tal vez, como había sugerido la policía. Los acontecimientos de la noche anterior habían sido obra de unos vándalos anónimos y el robo de los planos un capricho de los responsables. Se animó un poco. No todo estaba perdido.
Volvió a telefonear a Carole, animado por aquel giro de los acontecimientos. Esta vez no aceptó las excusas de sus colegas e insistió en hablar con ella. Finalmente, se puso.
No quiero hablar contigo, Jerry. Vete al diablo.
Escúchame...
Le colgó antes de que lograra agregar nada más. Volvió a llamarla. Cuando contestó y oyó su voz. Se mostró desconcertada de que estuviera tan ansioso por disculparse.
¿Por qué lo intentas? Dios santo, ¿de qué sirve?
Jerry notó que a Carole se le agolpaban las lágrimas en la garganta.
Quiero que comprendas lo enfermo que me siento. Deja que lo arregle, por favor, déjame que lo arregle.
No contestó a su súplica.
No me cuelgues. Por favor, no me cuelgues. Sé que fue imperdonable, Cristo, lo sé...
Carole siguió en silencio.
Pero piénsatelo, ¿quieres? Dame una oportunidad de arreglar las cosas. ¿Lo harás?
La oyó suspirar.
¿Me dejas?
Sí. Sí.
Y colgó.
Partió hacia la cita en Leopold Road tres cuartos de hora antes de lo previsto, pero a mitad de camino se puso a llover torrencialmente, tanto que el limpiaparabrisas no daba abasto. El tráfico marchaba lento; durante más de medio kilómetro avanzó despacio. Lo único que lograba distinguir eran las luces de freno del vehículo de delante. Los minutos pasaron y su ansiedad fue en aumento. Cuando por fin logró abandonar el atasco para tomar otro camino, ya se le había hecho tarde. Nadie lo esperaba en la escalinata de las Piscinas; pero el Rover verdeazulado de Garvey estaba aparcado en el camino. No había señales del chófer. Jerry encontró un sitio para aparcar en el lado opuesto del camino, y cruzó la calle bajo la lluvia.
Desde el coche hasta las Piscinas no habría más de veinticinco metros, pero llegó empapado y sin aliento.
La puerta estaba abierta. Era evidente que Garvey había manipulado la cerradura y se había guarecido de la lluvia torrencial. Jerry entró.
Garvey no estaba en el vestíbulo, pero había otra persona. Un hombre de la altura de Jerry, pero mucho más fornido. Llevaba guantes de cuero. Su rostro, a no ser por la ausencia de costuras, podría haber sido del mismo material.
¿Coloqhoun?
Sí.
El señor Garvey lo espera dentro.
¿Quién es usted?
Chandaman repuso el hombre. Entre.
Al final del pasillo había una luz. Jerry abrió las puertas de paneles acristalados del vestíbulo y fue hacia la luz. A sus espaldas oyó la puerta principal cerrarse con un chasquido, y luego el eco de los pasos del lugarteniente de Garvey.
Garvey hablaba con otro hombre, más bajo que Chandaman, que llevaba una enorme linterna. Cuando los dos oyeron acercarse a Jerry miraron en su dirección; la conversación cesó de repente. Garvey no le tendió la mano ni le ofreció ningún comentario de bienvenida; simplemente se limitó a decirle:
Ya era hora.
Es que la lluvia... se excusó Jerry.
Luego se lo pensó mejor y no dio una explicación que resultaba evidente.
Ese remojón puede causarle la muerte comentó el de la linterna.
Jerry reconoció inmediatamente el tono dulzón.
Fryer.
El mismo replicó el hombre.
Encantado de conocerlo.
Se estrecharon la mano, y al hacerlo, Jerry vio que Garvey lo observaba como si le buscara una segunda cabeza. No dijo nada durante un buen rato, limitándose a examinar la creciente inquietud reflejada en el rostro de Jerry.
No soy un estúpido dijo por fin Garvey.
El comentario surgido así, de repente, exigía una respuesta.
Ni siquiera creo que sea usted el cabecilla de este asunto prosiguió Garvey. Estoy dispuesto a ser caritativo.
¿A qué viene todo esto?
Caritativo repitió Garvey. Porque creo que se ha metido usted en honduras. ¿Me equivoco?
Jerry frunció el ceño.
Creo que tiene razón repuso Fryer.
Me parece que ni siquiera en estos momentos comprende el lío en que está metido, ¿verdad? inquirió Garvey.
De repente, Jerry fue consciente de su vulnerabilidad y de que Chandaman se encontraba detrás de él.
Sin embargo, no creo que la ignorancia deba confundirse con el arrobamiento continuó Garvey. Quiero decir que aunque no entienda nada, eso no lo hace menos culpable, ¿no le parece?
No tengo ni idea de lo que me está hablando protestó levemente Jerry.
Bajo la luz de la linterna, la cara de Garvey aparecía crispada y pálida; tenía todo el aspecto de necesitar unas vacaciones.
De este lugar replicó Garvey. Le estoy hablando de este lugar. De las mujeres que ha puesto aquí... para mi beneficio. ¿A qué viene todo esto, Coloqhoun? Es todo lo que quiero saber. ¿A qué viene todo esto?
Jerry se encogió ligeramente de hombros. Cada palabra pronunciada por Garvey lo dejaba más y más perplejo; pero ya le había advertido que la ignorancia no constituía una excusa legítima. Tal vez la mejor respuesta fuese una pregunta.
¿Ha visto usted mujeres?
Furcias, más bien replicó Garvey. El aliento le olía a ceniza de cigarro viejo. ¿Para quién trabaja usted, Coloqhoun?
Trabajo por mi cuenta. La propuesta que le hice...
Olvídese de su maldita propuesta. No estoy interesado en hacer tratos con usted.
Ya entiendo repuso Jerry. Entonces no le veo sentido a esta conversación.
Dio un paso para alejarse de Garvey, pero éste tendió un brazo y lo sujetó por la americana empapada de lluvia.
No le he dicho que se fuera le dijo.
Tengo asuntos que atender...
Tendrán que esperar le contestó Garvey sin soltarlo.
Jerry supo que si intentaba quitarse de encima a Garvey y correr hacia la puerta principal, Chandaman se lo impediría antes de que diera tres pasos; por otra parte, si no intentaba huir...
No me gustan los de su clase prosiguió Garvey, soltándolo. Sabelotodos con vista para las buenas oportunidades. Se creen ustedes muy listos. Sólo porque tienen un acento extravagante y corbatas de seda. Permítame que le diga una cosa... Con el dedo le dio una estocada en la garganta. Me importan ustedes una mierda. Sólo quiero saber para quién trabaja. ¿Entendido?
Ya se lo he dicho...
¿Para quién trabaja? insistió Garvey, señalando cada palabra con una nueva estocada. Hable o se va a sentir usted muy, pero que muy mal.
Por el amor de Dios..., no trabajo para nadie. Y no sé nada de esas mujeres.
No empeore usted las cosas le aconsejó Fryer con fingida preocupación.
Estoy diciendo la verdad.
Me parece que quiere que lo lastimen dijo Fryer. ¿Es eso lo que quiere?
Chandaman lanzó una risotada sin alegría.
Sólo dígame algunos nombres le pidió Garvey. O le romperemos las piernas.
La amenaza, aunque inequívoca, no contribuyó a aclararle la mente a Jerry. No veía otra forma de salir del embrollo más que insistir en su inocencia. Si nombraba a algún jefe supremo ficticio, descubrirían la mentira en seguida, y el engaño no haría sino empeorar las consecuencias.
Compruebe mis credenciales suplicó. Usted cuenta con recursos. Averigüe por ahí. No soy hombre de formar sociedades, Garvey, nunca lo he sido.
Garvey dejó de mirar a Jerry a la cara y se fijó en su hombro. Jerry captó el significado de la señal demasiado tarde como para prepararse a recibir el golpe en los riñones del hombre que tenía a sus espaldas. Cayó hacia adelante, pero antes de que chocara con Garvey, Chandaman lo sujetó por el cuello y lo arrojó contra la pared. Se dobló; el dolor no le dejó pensar en nada. Vagamente, oyó a Garvey preguntarle otra vez quién era su jefe. Jerry negó con la cabeza. Tenía el cráneo lleno de cojinetes, le matraqueaban entre las orejas.
Dios..., Dios... dijo, esforzándose por encontrar alguna palabra en su defensa para que no le pegaran.
Pero lo incorporaron violentamente antes de que se le ocurriera ninguna. Lo iluminaron con la linterna. Se avergonzó de las lágrimas que le bañaban las mejillas.
Quiero nombres repitió Garvey.
Los cojinetes continuaron matraqueando.
Dale más dijo Garvey.
Chandaman se le acercó para entrenar los puños. Garvey le ordenó que parara cuando Jerry estaba ya a punto de desmayarse. La cara de cuero se apartó.
Póngase de pie cuando le hablo le ordenó Garvey.
Jerry intentó obedecerle, pero su cuerpo no se mostró dispuesto. Temblaba, sentía ganas de morir.
Póngase de pie reiteró Fryer, interponiéndose entre Jerry y su verdugo para asegurarse de que lo entendiera.
Al tenerlo tan cerca, Jerry olió el aroma ácido que Carole había descubierto en la escalera: era la colonia de Fryer.
¡Póngase de pie! gritó el hombre.
Jerry levantó débilmente una mano para escudarse del haz cegador. No lograba verles las caras, pero fue levemente consciente de que Fryer impedía que Chandaman se le acercara. A la derecha de Jerry, Garvey encendió una cerilla y acercó la llama a un cigarro. Era su oportunidad: Garvey estaba ocupado, y el matón obstaculizado. Jerry la aprovechó.
Se agachó por debajo del haz de la linterna y se lanzó contra la pared, al tiempo que le arrancaba a Fryer la linterna de la mano. La fuente luminosa rodó con estrépito por los mosaicos y se apagó.
En la repentina oscuridad, Jerry hizo un esfuerzo por conseguir la libertad. A sus espaldas oyó maldecir a Garvey, y a Chandaman y Fryer chocar entre sí al abalanzarse sobre la linterna caída. Tanteó las paredes y llegó hasta el final del corredor. Evidentemente, no había manera segura de deshacerse de sus verdugos y llegar a la puerta principal; su única esperanza residía en perderse en la red de corredores que se extendía delante de él.
Llegó a una esquina y giró a la derecha, recordando vagamente que se alejaba de las instalaciones principales y se dirigía a los corredores de servicio. La paliza que le habían propinado, aunque interrumpida antes de quedar incapacitado, lo había dejado magullado y sin aliento. A cada paso que daba sentía un dolor agudo en la espalda y la parte baja del abdomen.
Cuando resbaló y cayó sobre los viscosos mosaicos a punto estuvo de lanzar un grito.
A sus espaldas, Garvey volvía a rugir. Habían encontrado la linterna. Su luz se bamboleaba por el laberinto; iba en su busca. Jerry se apresuró, contento de la escasa luz, pero no de su fuente. Lo seguirían.
Y si como Carole había dicho, el lugar era una simple espiral y los corredores describían un giro incesante sin salida, entonces estaba perdido, condenado. Mareado por el creciente calor, avanzó rogando encontrar una salida de incendios que le permitiera huir de aquella trampa.
Ha ido por aquí dijo Fryer. Seguro que ha ido por aquí.
Garvey asintió; sin duda era el camino más probable, y Coloqhoun lo habría seguido. Se alejaba de la luz y se adentraba en el laberinto.
¿Vamos tras él? preguntó Chandaman. Al hombre se le hacía la boca agua al pensar en terminar con la paliza que había empezado a propinarle a Jerry. No puede haber ido muy lejos.
No dijo Garvey.
Nada, ni siquiera la promesa de convertirlo en caballero, lo hubiera inducido a seguirlo.
Fryer ya había empezado a avanzar por el pasillo, iluminando con la linterna las paredes relucientes.
Hace calor dijo.
Garvey sabía muy bien cuánto calor hacía. No era un calor natural, no para Inglaterra. Inglaterra era una isla templada; por eso nunca la había abandonado. El calor sofocante de otros continentes alimentaba cosas grotescas de las que no quería enterarse.
¿Qué hacemos? preguntó Chandaman. ¿Esperamos a que salga?
Garvey sopesó esa opción. El olor del corredor empezaba a angustiarle. El vientre le ardía y tenía la piel de gallina. Instintivamente se llevó la mano a la entrepierna. Su virilidad se había encogido, azorada.
No repuso repentinamente.
¿No?
No vamos a esperar.
No se quedará ahí dentro para siempre.
¡He dicho que no!
No había imaginado cuán profundamente lo haría sufrir el sudor que le producía aquel lugar. Aunque le fastidiaba dejar que Coloqhoun se le escapara de aquel modo, sabía que si permanecía allí durante más tiempo, se arriesgaba a perder el autocontrol.
Podéis esperarle en su piso le dijo a Chandaman. Tarde o temprano tendrá que volver a su casa.
Qué lástima murmuró Fryer al salir del pasillo, con lo que me gustan las persecuciones.
Tal vez no lo estuvieran siguiendo. Habían pasado varios minutos desde que Jerry oyera las voces a sus espaldas. Su corazón había dejado de latir con furia. La adrenalina ya no le incitaba a correr; sus músculos cargados de magulladuras lo obligaron a arrastrarse. Su cuerpo se rebeló incluso ante ese leve movimiento.
Cuando dar un paso más se convirtió en una agonía insoportable, se dejó caer por la pared y quedó acurrucado en el pasillo. La ropa empapada se le pegó al cuerpo y a la garganta; sintió frío y calor al mismo tiempo. Se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el chaleco y la camisa. La calidez del aire del laberinto le acarició la piel. El contacto le resultó agradable.
Cerró los ojos e intentó la autohipnosis para no sentir el dolor. ¿Qué eran las sensaciones sino un truco de las terminaciones nerviosas? Existían técnicas que permitían separar la mente del cuerpo, y dejar atrás las agonías. En cuanto cerró los ojos oyó unos sonidos apagados que provenían de muy cerca. Pasos, murmullo de voces. No eran Garvey y sus secuaces; eran voces femeninas. Jerry levantó la agobiada cabeza y abrió los ojos. O se había acostumbrado a la oscuridad en aquellos escasos momentos de meditación o en el pasillo había aparecido una luz; sin duda sería eso último.
Se puso de pie. La chaqueta le pesaba como un muerto; se la quitó con esfuerzo y la dejó caer donde había estado acostado. Entonces fue en dirección a la luz. El calor había aumentado considerablemente en los últimos minutos; le producía ligeras alucinaciones. Las paredes daban la impresión de haber abandonado la verticalidad; en el aire, la transparencia se había convertido en una rielante aurora.
Giró en una esquina. La luz se tornó más brillante. Otra esquina más y llegó a una diminuta cámara azulejada, donde el calor lo dejó sin aliento. Boqueó como un pez varado en la playa y miró con esfuerzo hacia la puerta que había en el otro extremo; el aire se iba tornando cada vez más denso. La luz amarillenta que se colaba por la puerta era aún más brillante, pero no logró reunir fuerzas suficientes para avanzar; el calor lo derrotó. Presintió que se encontraba al borde del desmayo y tendió una mano para sostenerse, pero la palma resbaló por los azulejos mojados y Jerry cayó al suelo, aterrizando sobre un costado. Lanzó un grito de dolor.
Gimiendo sus desdichas, encogió las piernas contra el cuerpo y permaneció donde había caído. Si Garvey había oído su grito, y había enviado a sus lugartenientes en su persecución, le daba igual. Ya no le importaba nada.
Desde el otro lado de la cámara le llegó el sonido de un movimiento. Levantó la cabeza del suelo y abrió un poco los ojos. En el vano de la puerta había una muchacha desnuda, o al menos eso era lo que sus aturdidos sentidos le indicaban. Le brillaba la piel como si la tuviera aceitada; en los pechos y los muslos tenía unas manchas de lo que podía haber sido sangre añeja. Aunque no parecía suya. No había herida alguna que le desfigurara el cuerpo reluciente.
La muchacha había comenzado a reírse de él con una risa suave y fácil que lo hizo sentir muy tonto. Su musicalidad lo embriagó, y se esforzó por mirarla mejor. Había empezado a cruzar la cámara en dirección a él, sin dejar de reírse; entonces advirtió que detrás de ella había otras. Aquéllas eran las mujeres de las que Garvey le había hablado; aquélla era la trampa de la que le había acusado.
¿Quién eres? murmuró cuando la muchacha se le acercó.
A ésta la falló la risa cuando vio sus facciones crispadas por el dolor.
Jerry intentó sentarse derecho, pero tenía los brazos entumecidos y volvió a resbalar por los mosaicos.
La mujer no respondió a su pregunta ni tampoco intentó ayudarlo. Se limitó a mirarlo fijamente como haría un peatón a un borracho tendido en la cuneta; su rostro era inescrutable. Jerry le devolvió la mirada y sintió que iba perdiendo el tenue asidero a la conciencia. El calor, el dolor y aquella repentina erupción de belleza eran demasiado. Las mujeres más alejadas se dispersaron en la oscuridad; toda la cámara se plegó como la caja de un mago hasta que la criatura sublime que tenía delante exigió toda su atención. Ante su muda insistencia, Jerry sintió que la imaginación abandonaba su cabeza y que se deslizaba sobre la piel de la muchacha, que aquella carne era un paisaje y que cada poro era una fosa y cada cabello un pilón. Jerry fue suyo por completo. La mujer lo ahogó en sus ojos y lo desolló con sus pestañas; lo revolcó por su abdomen y lo hizo descender por el suave canal de su espalda. Lo recogió entre las nalgas y lo introdujo en su calor para volverlo a sacar mientras Jerry creía que se quemaría vivo. La velocidad lo regocijaba. Notó que su cuerpo, metido en alguna parte muy abajo, se hiperventilaba en el terror; pero su imaginación, a la que no le importaba respirar, se dirigía deseosa adonde la muchacha la condujera, y hacía rizos como un pájaro, hasta que, mareado y maltrecho, fue arrojado de nuevo al cáliz de su cráneo. Antes de que lograse aplicar la frágil herramienta de la razón a los fenómenos que acababa de experimentar, sus ojos se cerraron y se desmayó.
El cuerpo no necesita de la mente. Cuenta con infinidad de procesos llenar y vaciar los pulmones, bombear la sangre y asimilar los alimentos que no requieren la autoridad del pensamiento. Sólo cuando uno o más de esos procesos fallan, la mente adquiere conciencia de lo intrincado de los mecanismos que habita. El desmayo de Coloqhoun sólo duró unos minutos, pero cuando volvió en sí tuvo conciencia de su cuerpo como jamás la había tenido: como una trampa. Y no logro salir de ella; estaba atado con grilletes a esa miseria, o mejor dicho, en esa miseria.
Estos pensamientos iban y venían. Y en medio se producían breves visiones a través de las cuales caía, y momentos más breves aún, durante los cuales atisbaba el mundo exterior.
Las mujeres lo habían recogido. La cabeza le colgaba, el pelo le arrastraba por el suelo. «Soy un trofeo», pensó en un instante más coherente. Luego otra vez la oscuridad. Nuevamente luchó por alcanzar la superficie y vio cómo lo transportaban por el borde de la piscina grande. La nariz se le llenó de aromas contradictorios, a la vez deliciosos y fétidos. Por el rabillo del ojo logró ver el agua, más brillante que nunca, lamer las orillas de la piscina; y algo más, unas sombras que se movían dentro del brillo.
«Quieren ahogarme pensó. Y luego: Me estoy ahogando ya.»
Imaginó que el agua le llenaba la boca; imaginó las formas que había entrevisto en la piscina invadirle la garganta y deslizarse hasta su vientre. Se esforzó por vomitarlas en medio de convulsiones.
Le pusieron una mano sobre la cara. La palma era divinamente fresca.
Calla le murmuró alguien.
Y al oír esa palabra, sus delirios desaparecieron. Consiguieron apartarlo de sus miedos y devolverle la conciencia.
La mano había desaparecido de su frente. Miró a su alrededor, en la penumbra de la sala, para buscar a su salvadora, pero sus ojos no fueron muy lejos. Al otro lado de la cámara que parecía haber sido una ducha comunitaria, varios tubos colocados en lo alto de la pared despedían sólidos arcos acuosos sobre los mosaicos, y desaguaban por unos canales. Un fino rocío producido por las fuentes llenó el aire. Jerry se incorporó. Tras la cascada del velo líquido se produjo un movimiento; una silueta demasiado enorme para ser humana. Espió a través de la llovizna e intentó encontrar algún sentido a aquellos pliegues de carne.
¿Era un animal? Había allí un olor penetrante que tenía algo de zoológico.
Jerry se movió con considerable cautela para no llamar la atención de la bestia e intentó ponerse de pie. Sin embargo, sus piernas no estuvieron a la altura de sus intenciones. Lo único que logró fue arrastrarse un trecho por la sala sabre las manos y las rodillas y espiar una bestia a otra a través del velo de agua.
Presintió que lo presentían, que la oscura criatura reclinada había vuelto los ojos en su dirección.
Cuando lo miró, sintió que se le erizaba la piel, pero no logró apartar la vista. Y cuando él se disponía a examinarla mejor, en la sustancia de la criatura se formó un chispazo fosforescente que se esparció en olas de luz amarillenta por toda su tremenda silueta, revelándola en su totalidad a Coloqhoun.
Supo sin lugar a dudas que se trataba de una hembra, aunque no se parecía a ninguna especie o género que él conociera. Mientras las olas de luminosidad recorrían el físico de la criatura, descubrieron con cada nueva ráfaga una configuración también nueva y fenomenal. Al observarla, a Jerry se le ocurrió pensar en algo lento y fundido, vidrio tal vez, o piedra, como si su carne adquiriera formas complicadas para ser devuelta al horno y moldeada otra vez. Carecía de cabeza y piernas reconocibles como tales, pero sus contornos estaban plagados de racimos de burbujas brillantes que podían haber sido ojos, y aquí y allá despedía cintas iridiscentes unas llamaradas lentas de color pastel que parecían encender por momentos el aire.
Aquel cuerpo emitió entonces una serie de suaves sonidos: suspiros y burbujeos. Se preguntó si se estaría dirigiendo a él, y si era así, cómo esperaba que respondiera. Al oír unas pisadas detrás de él, se volvió hacia una de las mujeres en busca de apoyo.
No tengas miedo le dijo.
No tengo miedo repuso Jerry.
Era verdad. El prodigio que tenía delante resultaba electrificante, pero no le producía ningún temor.
¿Qué es? preguntó.
La mujer se mantuvo cerca de él. Su piel, bañada por la luz que despedía la criatura, era dorada. A pesar de las circunstancias, o tal vez precisamente a causa de ellas, sintió un temblor de deseo.
Es la Madonna. La Virgen Madre.
¿Madre? repitió Jerry, volviéndose otra vez para ver a la criatura.
Las olas de fosforescencia habían dejado de recorrer el cuerpo. La luz latía ahora en una parte concreta de su anatomía, y en esa región, siguiendo el ritmo del pulso, la sustancia de la Madonna se hinchó y se partió. A sus espaldas Jerry oyó más pasos; el eco de unos susurros, de risas y aplausos llenó la cámara.
La Madonna estaba pariendo. La carne hinchada se abría. Una luz líquida comenzó a manar; un olor a fuego y sangre llenó la sala de duchas. Una muchacha lanzó un grito, como en armonía con la Madonna.
Los aplausos arreciaron, y de repente, del corte abierto en la Madonna salió una criatura una mezcla de calamar y cordero esquilado, que cayó sobre los mosaicos. El agua que salía de los tubos la despertó inmediatamente; la criatura echó la cabeza hacia atrás para mirar a su alrededor con su único ojo, enorme y perfectamente lúcido. Se retorció sobre los mosaicos durante unos instantes antes de que la chica que estaba al lado de Jerry avanzara entre el velo de agua y la recogiera. Su boca desdentada buscó rápidamente el pecho. La muchacha le acercó al pezón.
No es humana... murmuró Jerry. No estaba preparado para ver una criatura tan extraña y, sin embargo, tan inequívocamente inteligente. Los niños... ¿son todos iguales?
Arrobada, la madre sustituta miró el saco de vida acurrucado entre sus brazos.
Nadie es igual a nadie repuso Nosotras los alimentamos. Algunos mueren. Otros viven y se van en busca de sus destinos.
¿Adónde, por el amor de Dios?
Al agua. Al mar. A los sueños.
La muchacha arrulló a la criatura. Un miembro aflautado, recorrido por la luz como había ocurrido con su madre, se agitó en el aire lleno de placer.
¿Y el padre?
No necesita marido repuso. Podría hacer hijos con un chubasco si quisiera.
Jerry volvió a mirar a la Madonna. En ella apenas quedaban vestigios de luz. El enorme cuerpo lanzó un zarcillo llameante color azafrán, que se mojó bajo la cascada de agua y dibujó unas formas danzarinas sobre la pared. Después se quedó quieta. Cuando Jerry se volvió, la madre sustituta y la criatura se habían ido. Se habían marchado todas menos una. Era la muchacha que se le había aparecido la primera vez. Su rostro volvía a lucir la misma sonrisa; estaba sentada al otro extremo de la habitación, con las piernas separadas. Jerry entrecerró los ojos para verle la entrepierna y luego le miró otra vez a la cara.
¿De qué tienes miedo? le preguntó la chica.
No tengo miedo.
¿Por qué no vienes a mí entonces?
Jerry se puso de pie, atravesó la cámara y fue hasta donde ella estaba sentada. A sus espaldas, el agua seguía manando y corriendo por los mosaicos, y detrás de las fuentes, las carnes de la Madonna murmuraban. Su presencia no lo intimidaba. Los de su clase seguramente no merecían la atención de semejante criatura. Y si lo veía, seguramente lo consideraría un ser ridículo. ¡Cielos! Si hasta él mismo se consideraba ridículo. Ya no le quedaban ni dignidad ni esperanzas que perder.
Mañana, todo aquello sería un sueño: el agua, las criaturas, la belleza que se incorporaba para abrazarlo. Mañana creería que había estado muerto durante un día y visitado unos baños para ángeles.
Pero ahora, tenía que aprovechar la oportunidad.
Después de hacer el amor con la muchacha sonriente, cuando intentó recordar los detalles del acto, no logró precisar con exactitud si había llegado a algo. Sólo le quedaron los más vagos recuerdos, y no se acordaba de los besos de la muchacha ni del acoplamiento, sino de la leche que le goteaba de los pechos y de la forma en que ella murmuraba: «Nunca..., nunca...» mientras se entrelazaban. Cuando terminaron, ella se mostró indiferente. Ya no hubo palabras ni sonrisas. La muchacha lo dejó solo en medio de la llovizna de la cámara. Jerry se abrochó los sucios pantalones y dejó a la Madonna con su fecundidad.
Un corto pasillo conducía de la sala de duchas a la piscina grande. Tal como comprobara vagamente cuando las muchachas lo llevaron en presencia de la Madonna, estaba llena a rebosar. Los hijos de la Madonna jugaban en el agua radiante; sus formas eran innumerables. Las mujeres no estaban por ninguna parte, pero la puerta que daba al corredor exterior estaba abierta. La traspuso, y no había dado más de seis pasos cuando se cerró tras él.
Ezra Garvey se dio cuenta demasiado tarde de que regresar a las Piscinas (aunque fuera para un acto de intimidación del que normalmente hubiera disfrutado) había sido un error. Había vuelto a abrirle una herida que creía a punto de cicatrizar, y le había traído los recuerdos de su segunda visita, de las mujeres y de lo que le habían hecho ver (recuerdos que intentó aclarar hasta comprender su verdadera naturaleza) cerca de la superficie. Lo habían drogado, de un modo u otro lo habían drogado, y cuando estaba débil y había perdido todo sentido del decoro, lo habían explotado para divertirse. Lo habían amamantado como a un niño y lo habían convertido en su juguete. Esos recuerdos lo dejaban perplejo; pero había otros, demasiado profundos como para distinguirlos, que lo consternaban. Recuerdos de una cámara, de agua que caía en forma de cortina, de una oscuridad terrible y de una luminiscencia más terrible aún.
Sabía que había llegado la hora de destrozar esos sueños bajo los pies y de poner fin a semejante desconcierto. Era un hombre que no olvidaba los favores recibidos ni realizados; poco antes de las once hizo dos llamadas telefónicas para hacer valer dos de esos favores. Fuera lo que fuese lo que vivía en las Piscinas de Leopold Road, no continuaría prosperando. Satisfecho con sus maniobras nocturnas, subió a acostarse.
Desde el incidente con Coloqhoun se había bebido gran parte de una botella de aguardiente; tenía frío y se sentía inquieto. El alcohol comenzó a hacerle efecto. Le pesaban las piernas y la cabeza. Ni siquiera se molestó en desvestirse, y se acostó en la cama grande durante unos minutos para aclararse un poco.
Cuando se despertó era la una y media de la madrugada.
Se incorporó. El estómago volvía a hacerle cabriolas; en realidad, todo el cuerpo parecía traumatizado.
En sus cincuenta y tantos años rara vez había estado enfermo; el éxito había mantenido a raya los achaques. Pero ahora se sentía fatal. Tenía un dolor de cabeza espantoso; tambaleándose, fue desde el dormitorio a la cocina tanteando las paredes. Se sirvió un vaso de leche, se sentó a la mesa y se lo llevó a los labios. Pero no bebió. Sus ojos se posaron en la mano que sostenía el vaso. La miró a través de la bruma del dolor. No se parecía a su mano; era demasiado delicada, demasiado suave. Dejó el vaso; temblaba de tal modo que derramó la leche sobre la mesa de teca y el charco formado empezó a caer al suelo.
Se puso de pie. El sonido de la leche al caer sobre los mosaicos de la cocina despertó en él unos pensamientos muy curiosos. Se dirigió vacilante hacia su estudio. Necesitaba la compañía de alguien, de cualquiera. Tomó la agenda telefónica e intentó descifrar los garabatos de las páginas, pero los números no le resultaban claros. El pánico fue en aumento. ¿Sería aquello la locura? El delirio de la mano transformada, las sensaciones extrañas que le recorrían el cuerpo. Se desabrochó la camisa, y al hacerlo, su mano rozó otro delirio más absurdo que el anterior. Con dedos renuentes se abrió la camisa, repitiéndose una y otra vez que nada de aquello era posible.
Pero las pruebas eran bien claras. Tocó un cuerpo que ya no era el suyo. Todavía había señales de que la carne y los huesos le pertenecían una cicatriz de apendicitis en la parte baja del abdomen, la marca de nacimiento debajo del brazo, pero la sustancia de su cuerpo había sido transformada (estaba siendo transformada mientras él observaba) en formas vergonzantes. Hundió las uñas en las formas que le desfiguraban el torso, como si fueran a disolverse ante el asalto, pero sólo logró que sangraran.
En otras épocas, Ezra Garvey había sufrido mucho, y casi todos los sufrimientos habían sido autoinfligidos. Había estado en la cárcel; había estado a punto de recibir serias heridas; había soportado los engaños de mujeres hermosas. Pero esos tormentos no eran nada comparados con la angustia que sentía ahora. ¡No era él mismo! Le habían quitado el cuerpo mientras dormía y le habían dejado aquél a cambio.
El horror de aquella realidad destrozó su autoestima, y su cordura peligró.
Incapaz de frenar las lágrimas, empezó a tirar del cinturón. «Por favor, Dios mío se dijo, por favor, permite que siga entero.» Las lágrimas apenas le dejaban ver. Se las enjugó de un manotazo y se miró la entrepierna. Al ver las deformidades que allí se estaban produciendo, rugió hasta hacer temblar las ventanas.
Garvey no era hombre para engaños. Sabía que la discusión no contribuiría en nada a mejorar los hechos. No sabía con seguridad cómo había sido escrito en su cuerpo aquel tratado de transformación, y no le importaba demasiado. Lo único que se le ocurría pensar era que se moriría de vergüenza si alguna vez aquella vil condición llegaba a ver la luz del día. Regresó a la cocina y sacó un enorme cuchillo del cajón; luego se arregló la ropa y abandonó la casa. Sus lágrimas se habían secado. Llorar ahora sería un desperdicio, y él no era un derrochón. Atravesó la ciudad vacía en su coche y fue hacia el río; cruzó el puente Blackfriars. Allí aparcó y fue andando hasta la orilla. Esa noche el Támesis estaba crecido y sus aguas bajaban rápidas; en la superficie había espuma blanca.
Solo entonces, después de llegar tan lejos sin analizar demasiado sus intenciones, el temor a morir lo detuvo. Era un hombre rico en influyente, ¿acaso no habría otras salidas a aquella pesadilla a la solución a la que había lanzado de cabeza? ¿Traficantes de píldoras que pudieran revertir la locura que había invadido sus células? ¿Cirujanos que cercenaran las partes ofensivas y suturaran los retazos de su yo perdido? ¿Cuánto durarían esas soluciones? Tarde o temprano el proceso volvería a empezar, lo sabía.
Nadie podía ayudarlo.
Una ráfaga de viento levantó la espuma del agua. Fue a caerle sobre la cara y la sensación rompió el sello del olvido. Finalmente lo recordó todo: la sala de duchas, los chorros de los tubos rotos que golpeaban el suelo, el calor, las mujeres riéndose, los aplausos. Y por último, la cosa que vivía detrás de la pared de agua, una criatura que era peor que cualquier pesadilla de feminidad que su mente extraviada hubiera podido pergeñar. Allí se había acoplado en presencia de aquel monstruo, y en la furia del acto —cuando se había olvidado momentáneamente de sí mimos— las muy furcias lo habían sometido a aquel embeleso. De nada servían las lamentaciones. Estaba acabado, acabado.     
Al menos había tomado medidas para la destrucción de su guarida. Mediante la autocirugía desharía lo que ellas habían ideado con su magia, y así les negaría la posibilidad de ver el resultado de su obra.
El viento era frío, pero él tenía la sangre caliente. Lo envolvió con sus ráfagas mientras él se acuchillaba el cuerpo. El Támesis recibió la libación con entusiasmo. A sus pies, lamía la orilla formando remolinos. No había concluido el trabajo, cuando la pérdida de sangre lo venció. «Da igual pensó, mientras se le doblaban las rodillas y caía al agua, ahora no me verán más que los peces.» Cuando el río se cerró sobre él, rogó por que la muerte no fuera mujer.
Mucho antes de que Garvey hubiera despertado en mitad de la noche y descubierto la rebelión de su cuerpo, Jerry había abandonado las Piscinas, había subido a su coche e intentado regresar a su casa. Pero le había costado un gran esfuerzo llevar a cabo esa tarea tan simple. Tenía los ojos nublados, y el sentido de la dirección trastocado. En una intersección estuvo a punto de provocar un accidente, por lo que aparcó el coche y empezó a caminar hasta su casa. Los recuerdos de lo que acababa de ocurrirle no eran en absoluto claros, aunque los acontecimientos apenas tenían horas de vida. Tenía la cabeza plagada de extrañas asociaciones. Andaba en el mundo real como en sueños. Sin embargo, cuando vio a Chandaman y a Fryer esperándole en el dormitorio de su apartamento, volvió a la realidad como si le hubieran dado de bofetadas. No esperó a que lo saludasen; se volvió y echó a correr. Durante la espera le habían vaciado las reservas de bebidas alcohólicas y reaccionaron con lentitud. Jerry había bajado la escalera y abandonado la casa antes de que ellos salieran en su persecución.
Fue andando hasta casa de Carole, pero no estaba. No le importó esperar. Se sentó en los escalones de la entrada y allí estuvo durante media hora: cuando llegó el inquilino del piso superior, logró convencerlo de que lo dejase entrar y esperó en la relativa calidez de la casa. Se sentó en la escalera y en la duermevela volvió sobre sus pasos y regresó a la intersección donde había abandonado el coche. Una multitud pasaba por allí. «¿Adónde van?», inquirió. «A ver los yates», le respondieron. «¿Qué yates?», quiso saber, pero la gente se alejaba charlando. Siguió andando durante un rato. El ciclo estaba oscuro, pero las calles se hallaban iluminadas por una luz azulada, carente de sombras. Cuando ya iba a ver las Piscinas, oyó como un chapaleo y, al doblar una esquina, descubrió que la marea iba subiendo por la calle Leopold. ¿Qué clase de mar era aquél?, preguntó a las gaviotas que volaban en el cielo, porque el olor a salitre del aire denotaba que aquellas aguas eran del océano y no del río. ¿Acaso importaba qué mar era?, replicaron las gaviotas. En definitiva, ¿no eran todos los mares un mismo mar? Se quedó mirando cómo las olas iban subiendo por el asfalto. Su avance, aunque delicado, derribó farolas y erosionó los cimientos de los edificios con tanta rapidez que éstos se derrumbaban en silencio, bajo la marea glacial. Las olas no tardaron en bañarle los pies. Los peces, pequeños dardos plateados, se movían en el agua.
¿Jerry?
Carole estaba en la escalera, mirándolo fijamente.
¿Qué diablos te ha pasado?
Estuve a punto de ahogarme repuso.
Le habló de la trampa que Garvey le había tendido en Leopold Road, de la paliza recibida y de la presencia de los maleantes en su propia casa. Carole le ofreció su fría comprensión. Jerry no le contó nada sobre la persecución por la espiral, ni de las mujeres, ni de la cosa que había visto en las duchas. Le habría resultado imposible referirlo, aunque hubiera querido; cada hora que pasaba desde que abandonara las Piscinas estaba menos seguro de haber visto nada.
¿Quieres quedarte aquí? ofreció Carole cuando Jerry terminó su relato.
Creí que nunca me lo preguntarías.
Será mejor que tomes un baño. ¿Estás seguro de que no te han roto ningún hueso?
Creo que a estas alturas ya lo sentiría si lo hubieran hecho.
Seguramente no tendría huesos rotos, pero no había salido incólume. El torso era una colección de morados, y le dolía todo, desde la cabeza a los pies. Tras permanecer media hora en remojo, salió de la bañera y se miró en el espejo; tenía el cuerpo hinchado por la paliza, y la piel del pecho se veía suave y tensa. No era un bonito panorama.
Mañana deberás ir a la policía le dijo Carole más tarde, cuando estaban acostados. Y harás que arresten al bastardo de Garvey...
Supongo...
Carole se inclinó sobre él. Tenía la cara blanda por la fatiga. Lo besó suavemente.
Me gustaría quererte le dijo. Jerry no la miró. ¿Por qué me lo pones tan difícil?
¿Te lo pongo difícil? inquirió; los ojos se le cerraban.
Carole deseó deslizar la mano por debajo de la bata que llevaba puesta nunca había logrado comprender la timidez de Jerry, pero le resultaba atractiva y acariciarlo. Pero en la forma en que yacía Jerry había cierto aislamiento que dejaba entrever su deseo de no ser tocado, y ella lo respetó.
Apagaré la luz le dijo.
Pero él no la oyó, ya se había dormido.
La marea no fue amable con Ezra Garvey. Recogió su cuerpo y jugueteó con él, lanzándolo a la orilla y volviendo a llevarlo hacia el interior durante un rato, picoteándolo como un comensal harto que escarba la comida. Llevó el cuerpo río abajo durante más de un kilómetro y luego se cansó de su peso. La corriente lo relegó al remanso de las orillas, y allí, a la altura de Battersea, quedó enganchado en una cuerda de amarre; su cuerpo exangüe se reveló en toda su extensión cuando lo abandonó la marea y vino la madrugada a espiar. A las ocho su audiencia se componía de alguien más que la mañana. Jerry se despertó con el ruido de la ducha proveniente del baño contiguo. Las cortinas del dormitorio todavía estaban echadas. Sólo un diminuto haz luminoso logró filtrarse hasta donde yacía. Se dio la vuelta y sepultó la cabeza en la almohada, para que la luz no le molestase, pero su cabeza, una vez agitada, comenzó a darle vueltas. Le esperaba un día muy difícil; tendría que explicar los acontecimientos recientes a la policía. Le harían preguntas y algunas resultarían incómodas. Cuanto antes recapitulara su versión, más hermética sería. Volvió a darse la vuelta y apartó las sábanas.
Lo primero que se le ocurrió pensar cuando se miró fue que no se había despertado del todo, sino que continuaba con la cara sepultada en la almohada y soñaba ese despertar. Que soñaba el cuerpo en el cual habitaba, con sus pechos florecientes y el vientre suave. Aquel cuerpo no le pertenecía; el suyo era del otro sexo.
Sacudió la cabeza e intentó despertarse, pero no existía nada a lo cual despertar. Estaba allí. Aquella anatomía transformada era la suya aquella raja, aquella suavidad, aquel extraño peso, todo era suyo. En las horas transcurridas desde la medianoche lo habían destejido para volver a hacerle otra imagen.
Desde el cuarto de baño, el sonido de la ducha le devolvió el recuerdo de la Madonna. Y de la mujer que lo había persuadido con halagos para que la poseyera y le había susurrado, mientras él fruncía el ceño y continuaba con las arremetidas, «Nunca..., nunca...», diciéndole, aunque entonces estaba lejos de sospecharlo, que aquél sería su último acoplamiento como hombre. Habían conspirado la mujer y la Madonna para someterlo a aquel hechizo. Y el no poder siquiera aferrarse a su propio sexo, el hecho de que la virilidad, al igual que la influencia y la riqueza, le fueran prometidas para serle arrebatadas después, ¿acaso todo aquello no representaba el fracaso más perfecto de su vida?
Salió de la cama; hizo girar las manos para admirar su nueva delicadeza y se pasó las palmas por los pechos. No tenía miedo, pero tampoco sentía júbilo. Aceptó aquel fait accompli como un bebé acepta su condición, sin tener idea del bien o del mal que podía hacerle.
Tal vez habría más hechizos de donde provenía éste. Si así era, volvería a las Piscinas y los buscaría él mismo; seguiría la espiral hasta su corazón caliente y discutiría acerca de los misterios con la Madonna.
¡En el mundo había milagros! Fuerzas que podían volver la carne del revés sin producir sangre, que podían destruir la tiranía de lo real y jugar con sus ruinas.
En el cuarto de baño, el agua de la ducha continuaba cayendo. Se aproximó a la puerta del lavabo, ligeramente entreabierta, y espió. Aunque la ducha estaba abierta, Carole no se encontraba debajo de ella. Estaba sentada en el borde de la bañera y con las manos se cubría la cara. Lo oyó aproximarse a la puerta.
Su cuerpo dio un respingo. No levantó la vista.
Te he visto... le dijo. Su voz era gutural, llena de un horror que no lograba domeñar. ¿Me estoy volviendo loca?
No.
¿Entonces qué ocurre?
No lo sé repuso Jerry, sencillamente. ¿Tan terrible es?
Es repugnante, odioso. No quiero mirarte. ¿Me oyes? No quiero verte.
No intentó discutir. Carole no quería saber nada de él, y era su prerrogativa.
Volvió al dormitorio, se vistió con sus ropas sucias y regresó a las Piscinas.
Nadie reparó en él, o mejor dicho, si por el camino alguien notó algo extraño en aquel peatón una disparidad entre las ropas que vestía y el cuerpo que las llevaba, se limitó a mirar hacia otra parte, sin deseos de enfrentarse a semejante problema a una hora tan temprana y sobrio.
Cuando llegó a Leopold Road, en la escalinata había varios hombres. Hablaban, aunque él no lo supo, de la inminente demolición. Jerry se detuvo en el portal de una tienda, al otro lado de la calle, hasta que el trío se alejó; entonces, fue hasta la puerta principal de las Piscinas. Temía que hubieran cambiado la cerradura, pero no lo habían hecho. Entró fácilmente y cerró la puerta tras de sí.
No llevaba linterna, pero cuando se internó en el laberinto se dejó guiar por el instinto y éste no le falló.
Al cabo de unos minutos de exploración por los corredores sumidos en la oscuridad tropezó con la chaqueta que había dejado el día anterior; unos giros más adelante, llegó a la cámara donde la muchacha risueña lo había encontrado. Había una ligera luz proveniente de la piscina. Habían desaparecido casi todos los vestigios de luminiscencia que lo habían conducido hasta allí.
Atravesó la cámara de prisa, lleno de aprensión. La piscina seguía llena a rebosar, pero la luz se había apagado casi por completo. Examinó el caldo: no había movimiento en sus profundidades. Se habían ido.
Las madres, los hijos. También se habría ido su causa primera, la Madonna.
Se dirigió a las duchas. Sí, se había marchado. Más aún, la cámara había sido destruida, como en un rapto de rabia. Habían arrancado los azulejos de las paredes y destrozado las tuberías. Aquí y allá vio manchas de sangre.
Le dio la espalda a la destrucción y regresó a la piscina, preguntándose si habría sido su invasión lo que las había alejado de aquel templo provisional. Fuera cual fuese el motivo, las brujas se habían ido, y él, su criatura, se encontraba abandonado y privado de los misterios.
Desesperado, vagó por el borde de la piscina. La superficie del agua no estaba del todo en calma: en ella había despertado un círculo de olas que aumentaba como un latido. Se quedó mirando cómo el oleaje iba ganando impulso y extendía sus brazos por la piscina. De repente, el nivel del agua comenzó a descender. El oleaje se convirtió rápidamente en un remolino de aguas espumosas. En el fondo de la piscina habían abierto alguna boca y el agua estaba drenando. ¿Habría huido por allí la Madonna? Corrió hasta el extremo opuesto de la piscina y examinó los azulejos. ¡Sí! Al abandonar su altar para lanzarse a la seguridad de la piscina, había dejado tras ella un rastro de fluido. Y si por ahí se había marchado la Madonna, ¿acaso las demás no la habrían seguido?
No tenía manera de saber adónde iban a desembocar las aguas. Tal vez a las cloacas y de allí al río y, finalmente, al mar. Ahogándose hasta morir, hacia la extinción de la magia. O a través de algún canal secreto, hacia la tierra, a algún santuario seguro, apartado de los curiosos, donde el éxtasis no estaba prohibido.
Las aguas enloquecían rápidamente a medida que la succión las reclamaba. El vórtice giraba, hervía, escupía. Estudió la forma que describía. Una espiral, por supuesto. Elegante, inevitable. Las aguas bajaban de prisa y el chapaleo pasó a ser rugido. Pronto no quedaría nada, y la puerta hacia otro mundo quedaría sellada y se perdería.
No tenía alternativa: saltó. La corriente arremolinada tiró de él hacia abajo y dio vueltas y más vueltas, descendiendo más y más. Se sintió lanzado contra el suelo de la piscina y dio varias volteretas a medida que la corriente tiraba inexorablemente de él aproximándolo a la salida. Abrió los ojos. La corriente lo arrastró hasta el borde y más allá. El torrente lo acogió bajo su custodia y con su furia lo lanzó hacia atrás y hacia adelante.
Más adelante había luz. No logró calcular a qué distancia se encontraba, pero ¿qué importancia tenía? Si se ahogaba antes de alcanzarla y moría antes de concluir el viaje, ¿qué? La muerte no era más segura que el sueño de masculinidad que había vivido durante todos esos años. Los términos de la descripción no servían para otra cosa que para ser trastocados, cambiados radicalmente. La tierra estaría brillante, ¿no?, y probablemente plagada de estrellas. Abrió la boca y gritó en el remolino, a medida que la luz crecía y crecía, cual himno en alabanza de la paradoja.

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