Compartimos otro relato del autor William Hope Hodgson, una aventura más del cazador de fantasmas Carnacki que forma parte del libro "Carnacki, Cazador de Fantasmas". Esta vez el detective paranormal debe investigar el caso de una familia que ha padecido, desde generaciones atrá, la maldición de una criatura inhumana. Los elementos de Ciencia Ficción y Relato Policíaco están presentes una vez más en la siguiente narración, sin dejar de lado el misterio.
Aquella
tarde había recibido una invitación de Carnacki. Cuando llegué a
su casa, le encontré sentado, solo. Al entrar en la habitación, se
levantó con evidentes muestras de afectación y me tendió la mano
izquierda. Su rostro presentaba numerosos arañazos y contusiones, y
llevaba vendada la otra mano. Estrechó la mía y me ofreció el
periódico que estaba leyendo, que rechacé. Entonces me pasó un
montón de fotografías y volvió a su lectura. Todo había sucedido
en el más puro estilo Carnacki. Sin decir una palabra y sin que yo
le hiciese ninguna pregunta. Ya nos lo contaría todo más tarde.
Pasé cerca de media hora viendo las fotografías, en su mayoría
«instantáneas», de una joven extraordinariamente hermosa. Sin
embargo, lo que sorprendía en algunas era ver que esa hermosura se
acentuaba por el espanto y el terror que reflejaba su expresión,
hasta el punto de que no resultaba difícil creer que hubiera sido
fotografiada en presencia de algún peligro inminente y abrumador.
El Caballo Invisible (1910), William Hope Hodgson
La
mayor parte de las fotografías eran de interior y habían sido
realizadas en habitaciones y pasillos. En todas ellas salía la
joven, ya de cuerpo entero o en primer plano; a veces aparecía en la
fotografía poco más de una mano o un brazo, o parte de la cabeza o
del vestido. Era evidente que todas las fotos habían sido tomadas
con algún propósito definido, que en principio no era el de
retratar a la joven, sino su entorno, lo que despertó mi curiosidad
como se puede imaginar. Casi a punto de acabar de estudiar aquel
montón, me tropecé con algo definitivamente extraordinario. Se
trataba de una fotografía de la joven, de pie, tomada de improviso,
y perfectamente clara por efecto del gran fogonazo del flash, como
podía observarse. Había vuelto ligeramente el rostro, como si de
repente algún ruido la hubiese asustado. Exactamente encima de ella,
materializada a medias y surgiendo de las sombras, podía verse la
forma de una única y enorme pezuña. Examiné aquella fotografía
durante largo tiempo, sin llegar a ninguna conclusión, aunque era
más que probable que tuviese que ver con alguno de los extraños
casos en que se interesaba Carnacki.
Cuando
llegaron Jessop, Arkright y Taylor, Carnacki tendió la mano en
silencio hacia las fotografías, que yo le devolví de la misma
forma. Luego nos fuimos todos a cenar. Cuando llevábamos una hora en
la mesa, completamente felices, nos dirigimos hacia nuestros
sillones, y tras acomodarnos en ellos Carnacki comenzó a hablar.
—He
estado en el Norte —dijo, hablando lenta y dificultosamente, entre
dos caladas a su pipa—. A ver a los Hisgins, al este de Lancashire.
He estado ocupado en un asunto condenadamente extraño, como estoy
seguro de que os parecerá a todos vosotros, queridos compañeros, en
cuanto haya terminado de contároslo. Antes de ir hasta allí, había
oído algo de la «historia del caballo», como la llamaban; pero
jamás se me habría ocurrido suponer que llegaría a tener que ver
algo con ella. Como comprenderéis, nunca había pensado seriamente
en el asunto..., a pesar de mi máxima de tener siempre la mente bien
abierta a todo. ¡Cuan curiosas criaturas somos los humanos! Bueno,
pues la cuestión es que recibí un telegrama en el que se me
solicitaba una entrevista, lo que vino a decirme que alguien estaba
en apuros. A la hora fijada, el viejo capitán Hisgins en persona
vino a verme. Me contó la historia del caballo con todo lujo de
detalles, algunos nuevos para mí, aunque ya conocía en líneas
generales los puntos principales, y sabía que si el primer hijo era
chica, esta sería «embrujada» por el Caballo mientras durase su
noviazgo.
"Como
veis, se trata de una historia extraordinaria. Aunque la conociese
desde hacía tiempo, nunca había pensado que pudiese ser más que
una leyenda de los viejos tiempos, como creo que ya os he dicho.
Además, como durante siete generaciones la familia Hisgins sólo
había tenido primogénitos varones, ellos mismos habían considerado
que la historia no era más que un mito. Pero ahora, para llegar al
momento presente, sucede que el primogénito de la familia es una
chica. Con mucha frecuencia, amigos y conocidos la han importunado,
advirtiéndola en tono de chanza del hecho de que, siendo la primera
hija primogénita en siete generaciones, debería mantenerse bastante
lejos de sus amigos varones o meterse a monja para escapar al
encantamiento. Lo cual nos demuestra que, con el transcurso del
tiempo, la historia ha dejado de ser tomada en serio. ¿No os parece?
"Hace
dos meses, la señorita Hisgins se comprometió con un tal Beaumont,
un joven oficial de Marina, y, la misma tarde del día del
compromiso, antes de que fuese anunciado formalmente, sucedió una
cosa extraordinaria, que impelió al capitán Hisgings a
entrevistarse conmigo y a mí mismo a acercarme hasta aquel lugar
para echar un vistazo a la Cosa. Tras consultar los antiguos
registros y documentos de la familia, que me fueron confiados,
descubrí que no había duda posible de que, más de ciento cincuenta
años atrás, habían sucedido algunas coincidencias tan
extraordinarias como desagradables, por enfocar el asunto de forma
emotiva. En el curso de los dos siglos anteriores a aquella fecha, de
un total de siete primogénitos en la familia, cinco fueron chicas.
Las cinco jóvenes llegaron a la edad de tener novio y no tardaron en
comprometerse, pero todas murieron durante el noviazgo: dos se
suicidaron, una se cayó por una ventana, a otra se le «rompió el
corazón» (posiblemente, el registro quería decir «paro cardiaco»,
como resultado de algún shock causado por un susto). La quinta fue
encontrada muerta una tarde en el parque que rodea la casa; jamás se
supo de manera precisa la causa de su muerte, aunque se tuvo la
impresión de que podría haber recibido la coz de algún caballo.
Cuando la descubrieron ya estaba muerta.
"Como
veis, todas aquellas muertes —incluso los suicidios— bien podrían
haberse atribuido a causas naturales, quiero decir, no
sobrenaturales. De cualquier modo, en todos y cada uno de los casos
las jóvenes habían sufrido alguna experiencia extraordinaria y
aterradora en el transcurso de sus noviazgos; pues en todos los
registros de la familia se hacía mención del relincho de un caballo
invisible o del galopar de un caballo que nadie veía, además de
muchas otras manifestaciones peculiares y totalmente inexplicables.
Creo que ahora comenzaréis a comprender lo extraordinario de aquel
asunto del que me habían encargado que me ocupase. Gracias a un
testimonio escrito, supe que el «encantamiento» de las jóvenes era
tan constante y terrible que dos de sus enamorados las dejaron sin
más. Creo que fue ese dato, mucho más que cualquier otro, el que me
hizo presentir que en aquel caso había algo más que una mera
sucesión de inquietantes coincidencias.
"Conocí
aquellos hechos al poco tiempo de llegar al castillo, aunque bastante
antes de que me informaran de manera precisa de lo que le había
ocurrido a la señorita Hisgins la noche de su compromiso con
Beaumont. Al parecer, cuando los dos enamorados recorrían el gran
corredor de la planta baja poco después del atardecer (aún no se
había encendido el alumbrado), oyeron un súbito y terrible relincho
en el corredor, muy cerca de ellos. Al instante, Beaumont recibió un
golpe tremendo, o una coz, que le rompió el antebrazo derecho. Los
demás miembros de la familia y todo el servicio llegaron corriendo,
para enterarse de lo que ocurría. Llevaron luces, registraron el
corredor y después toda la casa, pero no encontraron nada anormal.
Os podréis imaginar la excitación en que se encontraba la casa, y
los comentarios, medio incrédulos y medio convencidos, que suscitó
la antigua leyenda. Más tarde, a medianoche, el viejo capitán fue
despertado por el sonido de un pesado caballo que galopaba una y otra
vez alrededor de la casa. Algún tiempo después, Beaumont y la joven
dijeron que también ellos habían oído el sonido de unos cascos de
caballo cerca, después del atardecer, en algunos de los corredores y
habitaciones. Tres noches después, Beaumont fue despertado de
madrugada por un extraño relincho, que parecía provenir del
dormitorio de su enamorada. Corrió precipitadamente a ver a su padre
y ambos se dirigieron hacia la habitación de la joven. La
encontraron despierta y presa de terror, pues la había despertado un
relincho que parecía estar muy cerca de su cama.
"La
noche antes de que yo llegara, acababa de ocurrir un nuevo incidente,
y todos se hallaban en un deplorable estado de nervios, como podéis
imaginar. Dediqué la mayor parte de mi primer día de estancia, como
creo que ya os he dicho, a recoger el mayor número de detalles;
pero, después de cenar, decidí distenderme, y pasé la velada
jugando al billar con Beaumont y la señorita Hisgins. Lo dejamos a
eso de las diez y, mientras tomábamos un café, le pedí a Beaumont
que me contase detalladamente lo que había sucedido la víspera. Él
y la señorita Hisgins estaban tranquilamente sentados en el gabinete
de su tía, mientras la anciana hacía de carabina delante de un
libro. Había comenzado a atardecer y la lámpara estaba al otro
extremo de la mesa. El resto de la casa aún no estaba iluminado, ya
que se había hecho de noche antes de lo usual. Bien, pues, al
parecer, la puerta de la habitación se abrió de repente, y la joven
preguntó:
"—¡Eh!
¿Quién anda por ahí?
Prestaron
atención y entonces a Beaumont le pareció oír... el ruido de un
caballo fuera de la puerta principal.
"—¿Es
tu padre? —preguntó.
Pero
ella le recordó que su padre no montaba a caballo. No puede negarse
que, después de lo ocurrido, ambos estaban predispuestos a dar
crédito a cualquier tipo de sensaciones extrañas, pero Beaumont
hizo un esfuerzo por ser objetivo y se dirigió al vestíbulo para
ver si había alguien en la entrada. Dentro del vestíbulo estaba muy
oscuro, por lo que podía ver los cristales emplomados de la puerta
de entrada, recortándose sobre la negrura del interior. Se acercó
hasta ellos y miró hacia dentro, sin conseguir ver nada. Se sentía
nervioso y perplejo, de suerte que abrió la puerta y avanzó por el
interior de la casa, donde solían dejarse los carruajes. De repente,
la gran puerta del vestíbulo se cerró violentamente tras él. Más
tarde me dijo que tuvo la súbita impresión de sentirse, en cierta
forma, atrapado. Rápidamente giró en redondo y cogió el pomo de la
puerta, pero le pareció que algo tiraba de ella al otro lado con
tremenda fuerza. Pero antes de que hubiese llegado a darse cuenta de
aquel pensamiento, pudo girarlo y abrir la puerta. Se detuvo un
momento en el umbral y escrutó el interior del vestíbulo, pues aún
no se había recobrado lo suficiente para saber si estaba realmente
asustado o no. Entonces oyó el sonido de un beso que su enamorada le
enviaba. Era evidente que le había seguido desde el gabinete y que
en aquellos momentos se encontraba en medio de la penumbra del enorme
y poco iluminado vestíbulo. Él devolvió el beso, de la misma
manera, y comenzó a andar hacia fuera del vestíbulo, con intención
de ir a su encuentro. De repente, como en un relámpago de lucidez
atroz, comprendió que no era su enamorada quien le enviaba el beso.
Supo que algo estaba intentando atraerle hacia la oscuridad y que la
joven no había abandonado el gabinete. Retrocedió y en el mismo
instante volvió a oír el sonido de un beso muy cerca de él. Así
pues, gritó lo más alto que pudo:
"—¡Mary,
quédate en el gabinete, y no te muevas de allí hasta que yo llegue!
La
oyó decir algo, a modo de respuesta, desde la otra habitación y
encendió una especie de antorcha que hizo con una docena de
cerillas, encendiéndolas todas a la vez y manteniéndolas sobre su
cabeza para echar un vistazo al vestíbulo. No había nadie, pero en
cuanto comenzaron a apagarse las cerillas le llegó el sonido de un
caballo de buen tamaño galopando por el campo, fuera de la casa.
Como veis, él y la joven habían oído el sonido del caballo al
galope; pero cuando les pregunté con más insistencia, me di cuenta
de que la tía no había oído nada, aunque realmente estaba un poco
sorda y se encontraba en un rincón alejado de la habitación. La
verdad es que él y la señorita Hisgins habían estado en un
agitadísimo estado de nervios, predispuestos a oír cualquier cosa.
La puerta se podría haber cerrado bruscamente por una súbita ráfaga
de viento, producida al abrir cualquier puerta de la casa; y la
resistencia del pomo quizá se debiera a que el picaporte había
quedado bloqueado. Respecto a los sonidos de los besos y del galopar
del caballo, les hice la observación de que les habrían parecido
sonidos ordinarios si hubiesen podido razonar fríamente. Tal como le
dije a Beaumont, sin descubrirle nada nuevo, los sonidos de un
caballo al galope son llevados muy lejos por el viento, de modo que
lo que él había oído quizá no fuera más que un caballo galopando
a lo lejos. Y en lo que concierne al beso, hay muchísimos sonidos,
por lo general muy tenues —como el roce de un papel o el
estremecimiento de la hoja de un árbol—, que resultan muy
parecidos, especialmente cuando uno se encuentra en un estado de
tensión extrema y se imagina cosas.
"Acabé
mis comentarios predicándoles el viejo sermón de mantener el
sentido común y no dejarse llevar por la histeria, mientras
apagábamos las luces y salíamos de la sala de billar. Pero ni
Beaumont ni la señorita Hisgins quisieron reconocer que lo ocurrido
no había sido más que una alucinación. A todo esto, habíamos
salido de la sala de billar y caminábamos por el largo pasillo, sin
que yo me hubiese dado por vencido de intentar convencerles de que
viesen las explicaciones banales y totalmente naturales de lo que les
había sucedido. Entonces, como suele decirse, me di cuenta de que
«no había atinado ni una», porque en la sala de billar, que
acabábamos de dejar a oscuras, se oyó el ruido de unos cascos de
caballo. Sentí que se me ponía la carne de gallina y que un
escalofrío me recorría el espinazo para terminar en la nuca. La
señorita Hisgins lanzó un grito, que sonó como el de un niño con
tos convulsa, y salió corriendo por el pasillo. Beaumont dio media
vuelta rápidamente y retrocedió un par de yardas. También yo hice
lo mismo, como podréis comprender.
"—Ese
es el ruido —dijo en voz baja y casi sin resuello—. quizá ahora
nos crea.
"—Desde
luego que hay alguien —musité, sin quitar ojo de la cerrada puerta
de la sala de billar.
"—¡Sshh!
—murmuró—. Ahí viene otra vez.
Parecía
como si hubiese un caballo enorme marchando al paso alrededor de la
sala de billar, de manera deliberadamente lenta. Un horrible
escalofrío se apoderó de mí, de suerte que casi no podía ni
respirar —supongo que conocéis esa sensación— y no tuvimos más
remedio que retroceder como los cangrejos; y así, de repente nos
encontramos en la entrada del largo pasillo. Nos detuvimos y
escuchamos. Los sonidos prosiguieron con una especie de motivación
maligna, como si el bruto sintiese una suerte de gusto malicioso en
pasearse alrededor de la habitación que acabábamos de ocupar.
¿Comprendéis lo que quiero decir? Hubo una pausa y un largo momento
de silencio absoluto, excepto por los excitados murmullos de algunas
personas que habían acudido al gran vestíbulo de la planta baja, y
que llegaban, escaleras arriba, hasta nosotros. Me imaginé que
debían de haberse congregado todas alrededor de la señorita
Hisgins, con intención de protegerla. Supongo que Beaumont y yo
permanecimos en el extremo del pasillo cerca de cinco minutos,
aguzando el oído para escuchar cualquier ruido que proviniese de la
sala de billar. Entonces me di cuenta de lo asustado que estaba y
dije:
"—Voy
a ver qué hay dentro.
"—Yo
también —me respondió.
"Estaba
terriblemente pálido, pero era muy valiente. Le indiqué que me
esperase un instante y me precipité hacia mi habitación, para coger
la cámara y el flash. Deslicé mi revólver en el bolsillo derecho
de la americana y protegí los nudillos de la mano izquierda con un
puño de hierro, para poder operar con la cámara sin que me
molestara. Volví corriendo hacia donde estaba Beaumont. Tendió
hacia mí su mano derecha, para que viera que empuñaba un revólver,
y yo asentí, susurrándole que no fuese demasiado rápido en
disparar, no fuera a tratarse de alguna broma estúpida. Había
cogido una lámpara de la consola del vestíbulo del piso de arriba,
que mantenía cogida con su brazo enyesado, de manera que disponíamos
de la luz suficiente. Seguimos el pasillo en dirección a la sala de
billar, y ya os podéis imaginar la pareja de asustados que hacíamos.
Durante todo aquel tiempo no se había oído ni un simple ruido. De
pronto, cuando estábamos a menos de dos yardas de la puerta, oímos
el súbito golpear de unos cascos de caballo sobre el sólido parqué
de la sala de billar.
Instantes
después, me pareció que todo el lugar se estremecía bajo el sonoro
resonar de los cascos de alguna cosa enorme que se dirigía hacia la
puerta. Beaumont y yo retrocedimos uno o dos pasos y, tras pensarlo
dos veces, sacamos fuerzas de flaqueza, como suele decirse, y
esperamos. El pesado sonido llegó derecho hasta la puerta y se
detuvo. Hubo un instante de silencio absoluto, excepto en lo que a mí
concernía, pues el latido del corazón, sonándome en los oídos y
en las sienes, por poco me deja sordo. Me atrevería a decir que
esperamos más de medio minuto hasta que oímos el sonido discordante
de unos grandes cascos de caballo. Inmediatamente después el sonido
se acercó, como si alguna cosa invisible hubiese atravesado la
puerta cerrada, y se dirigió a nuestro encuentro. Cada uno de
nosotros saltó hacia el lado del pasillo que le venía más cerca, y
recuerdo que me aplasté todo lo que pude contra la pared. El
clip-clop,
clip-clop
de aquellos enormes cascos pasó justamente entre nosotros, y con
mortal y lenta deliberación se perdió en el pasillo. Pude
escucharlo por debajo de la confusión de los latidos que sonaban en
mis oídos. Tenía todo mi cuerpo tan extraordinariamente rígido y
lleno de calambres, que casi no podía respirar. Permanecí en
aquella posición durante un momento y volví la cabeza para poder
ver el pasillo. Sólo era consciente de que bien cerca había un
terrible peligro. ¿Lo comprendéis? Y entonces, sin previo aviso,
recobré el coraje. Fui consciente de que el repiquetear de los
cascos sonaba cerca del otro extremo del pasillo, así que me di la
vuelta rápidamente, apunté mi cámara y disparé el flash.
Inmediatamente después, Beaumont envió una granizada de balas por
el pasillo y echó a correr, gritando:
"—¡Va
a buscar a Mary! ¡Corra! ¡Corra!
Se
precipitó hacia el otro extremo del pasillo y yo le seguí. Llegamos
al descansillo principal y oímos el sonido de los cascos subiendo
por las escaleras, desvaneciéndose. Y a partir de aquel instante,
absolutamente nada. Debajo de nosotros, en el enorme vestíbulo, gran
número de domésticos rodeaban a la señorita Hisgins, que parecía
haberse desmayado. Algunos formaban un grupo algo apartado, sin dejar
de mirar en silencio al descansillo principal. Y como a unos veinte
peldaños por encima de ellos, el capitán Hisgins se mantenía
inmóvil, con una espada desenvainada, justo debajo del último lugar
donde se había oído el ruido de los cascos. Creo que jamás vi cosa
más hermosa que aquel hombre mayor interponiéndose de tal suerte
entre su hija y aquella cosa infernal. Supongo que comprenderéis la
extraña sensación de horror que sentí cuando dejé atrás el lugar
de la escalera donde se había oído aquel sonido por última vez.
Era como si el monstruo siguiese allí, pero invisible. Y lo más
curioso de todo fue que no volvimos a oírlo, ni en la parte superior
ni en la inferior de las escaleras.
Después
de llevarse a la señorita Hisgins a su habitación, le envié recado
de que iría a verla en cuanto estuviese en disposición de
recibirme. Apenas me comunicaron que podía acercarme cuando lo
desease, pedí a su padre que me echara una mano con la maleta de los
aparatos, y entre los dos la llevamos al dormitorio de la joven.
Dispuse el lecho justamente en mitad de la habitación y coloqué el
pentáculo eléctrico a su alrededor. Di instrucciones de que
colocasen luces alrededor de la habitación, advirtiendo que no
encendieran ninguna dentro del pentáculo y que nadie entrara o
saliera de él. La madre de la joven se había situado dentro del
pentáculo, por orden mía, mientras que su doncella estaba sentada
fuera de él, para llevar un mensaje en cualquier momento, de suerte
que la señora Hisgins no tuviese que abandonar el pentáculo.
También sugerí que el padre de la joven permaneciera aquella noche
en la habitación, preferiblemente armado. Cuando salí del
dormitorio de la joven, encontré a Beaumont esperando al otro lado
de la puerta, en un lamentable estado de ansiedad. Le dije lo que
había dispuesto, explicándole que la señorita Hisgins estaba con
bastante seguridad a salvo dentro de la «protección», y que,
además de que su padre pasaría la noche dentro de la habitación,
yo estaba decidido a montar guardia fuera de ella; añadí que me
gustaría que me hiciese compañía, pues sabía que en su estado no
podría conciliar el sueño, y que, personalmente, no me importaría
contar con un compañero. La verdad es que lo que quería era tenerle
directamente bajo mi propia observación, ya que tenía mis dudas
sobre si en aquellos momentos, y en cierta manera, no corría mayor
peligro que la joven. Al menos esa era mi opinión, y aún lo sigue
siendo. Creo que más tarde coincidiréis conmigo.
Le
pregunté si tenía que objetar algo al hecho de, durante la noche,
trazara alrededor de él un pentáculo. Me contestó que no. Pero vi
que no sabía si considerarlo como algo supersticioso o como un
ejemplo de superchería infantil; no obstante, se lo tomó con
bastante más seriedad cuando le expliqué algunos detalles de «El
caso del Velo Negro», durante el cual murió el joven Aster.
Recordaréis que comentó que no era más que una superstición tonta
y no entró en el pentáculo. ¡Pobre diablo! La noche transcurrió
con relativa tranquilidad hasta poco antes del alba, cuando oímos el
sonido de un gran caballo galopando constantemente alrededor de la
casa, exactamente como el viejo capitán Hisgins lo había descrito.
Imaginaos lo raro que me sentí cuando, poco después, oí que algo
se movía dentro del dormitorio. Llamé a la puerta, pues me sentía
inquieto, y el capitán acudió a abrirme. Le pregunté si todo iba
bien y me contestó que sí. Pero inmediatamente después me preguntó
si había oído galopar al caballo: supe así que no había sido yo
el único en escucharlo. Le sugerí que quizá resultase conveniente
dejar entreabierta la puerta del dormitorio hasta que se hiciese de
día, pues era evidente que fuera había algo. Así lo hizo,
volviendo a entrar en la habitación para estar cerca de su esposa y
de su hija.
Creo
que debería añadir que no las tenía todas conmigo respecto al
hecho de que la «defensa» resultase válida para la señorita
Hisgins, puesto que lo que designaré con el término de «sonidos
personales» de la manifestación eran tan extraordinariamente
materiales que me sentía inclinado a establecer paralelismos con el
asunto de Harford, cuando la mano del niño consiguió materializarse
dentro del pentáculo y dar golpecitos en el suelo. Como recordaréis,
aquel fue un caso de lo más terrible. Sin embargo, como suele
suceder en ocasiones, después de aquello no ocurrió nada; así que
en cuanto se hizo de día, Beaumont y yo nos fuimos a dormir.
Precisamente fue Beaumont quien acudió a despertarme a mediodía, de
modo que el desayuno nos sirvió de comida. La señorita Hisgins nos
acompañó, pues parecía haber recobrado el ánimo. Me dijo que
gracias a mí era la primera vez que se sentía segura desde hacía
muchos días. También me contó que su primo, Harry Parsket, estaba
a punto de llegar de Londres y que haría todo lo posible por
ayudarnos a combatir al fantasma. Después de aquella charla, ella y
Beaumont se fueron a pasear por el parque, para estar a solas un
rato.
Yo
hice lo mismo, dando la vuelta a la casa, sin conseguir ver huellas
de los cascos del caballo. Y aunque pasé el resto del día
examinando la mansión, no encontré nada. Acabé la investigación
poco antes del anochecer, y me fui a mi habitación con idea de
cambiarme de ropa para la cena. Cuando bajé, el primo acababa de
llegar. Me pareció uno de los hombres más elegantes que hubiera
visto desde hacía tiempo. Un individuo con una tremenda dosis de
valor, de ese tipo de hombres que me gustaría tener al lado en un
caso tan difícil como el que me ocupaba. Comprobé que lo que más
le intrigaba era nuestra credulidad en lo genuino del embrujamiento,
por lo que yo mismo me sorprendí al descubrir que estaba deseando
que ocurriese cualquier cosa para demostrarle que estábamos en lo
cierto. Y, casualmente, algo se produjo, con el sentido casi de una
venganza. Beaumont y la señorita Hisgins habían salido al parque a
dar una vuelta, poco antes del crepúsculo. El capitán me había
rogado que fuese a su estudio para charlar un rato, y Parsket subió
solo por las escaleras con sus maletas, porque había venido sin
criado.
Tuve
una larga conversación con el viejo capitán, en el curso de la cual
hice hincapié en el hecho de que resultaba evidente que el
«embrujamiento» no guardaba particular conexión con la casa, sino
exclusivamente con la joven; así pues, lo mejor sería que se casara
en seguida, ya que ello le daría a Beaumont el derecho a estar
constantemente a su lado; e incluso existía la posibilidad de que
cesasen las manifestaciones en cuanto se consumara el matrimonio. El
hombre asintió con la cabeza al oír aquello, sobre todo en lo que
se refería a la primera parte de mis observaciones, y me recordó
que tres de las jóvenes de las que se había dicho que estaban
«embrujadas» habían sido enviadas lejos de la casa y encontrado la
muerte mientras se hallaban fuera de ella. De repente, en medio de
aquella conversación, fuimos interrumpidos de una manera que nos
espantó muchísimo, pues el viejo mayordomo irrumpió en la
habitación, tremendamente pálido.
"—¡La
señorita Mary, señor! ¡La señorita Mary, señor! —dijo,
atragantándose—. ¡Está gritando en el parque, señor! ¡Dicen
que están oyendo al Caballo...!
El
capitán saltó hacia su panoplia, tomó su vieja espada y salió de
la habitación como una exhalación, desenvainándola mientras
corría. Yo salí precipitadamente escaleras arriba para recoger mi
cámara con flash y un revólver de gran calibre, gritando: «¡El
Caballo!», al pasar junto a la puerta de Parsket, y bajé de nuevo
las escaleras para dirigirme hacia el parque. A lo lejos, en la
oscuridad, en medio de un confuso griterío, pude distinguir varias
detonaciones, procedentes de un bosquecillo. Y entonces, a mi
izquierda, surgiendo de un pozo de negrura, súbitamente se oyó un
gutural e infernal relincho. Giré en redondo al instante y disparé
el flash. La resplandeciente luz iluminó momentáneamente el lugar,
mostrándome las hojas de un enorme árbol muy cercano,
estremeciéndose con la brisa nocturna, pero no conseguí ver nada
más. Las tinieblas, decuplicadas, me envolvieron, y pude oír a
Parsket que me preguntaba casi a gritos si había podido ver algo.
Instantes después estaba a mi lado. Me sentí más seguro en su
compañía, porque alguna cosa increíble había estado muy cerca de
nosotros y también porque me encontraba temporalmente cegado por el
brillo del flash.
"—¿Qué
era? ¿Qué era? —no dejaba de repetir, con voz excitada.
Y
yo no dejaba de intentar penetrar las tinieblas, mientras le
contestaba mecánicamente:
"—No
lo sé, no lo sé.
Alguien
dio un grito terrible en algún lugar delante de nosotros, y después
se oyó un disparo. Corrimos hacia donde había sonado, diciendo a
gritos a todos que no disparasen, pues a oscuras y en medio del
pánico general resultaba peligroso. Entonces aparecieron dos
guardias jurados, armados de fusiles, que recorrieron el parque con
sus linternas; inmediatamente vimos una fila de luces procedentes de
la casa, que avanzaban como bailando hacia nosotros: eran los
sirvientes que venían con lámparas. Según fueron acercándose las
luces, vi que habíamos llegado muy cerca de Beaumont. Estaba
inclinado sobre la señorita Hisgins y tenía el revólver en la
mano. Entonces vi su rostro: una gran herida le surcaba la frente. A
su lado estaba el capitán, tirando molinetes con su espada desnuda
en medio de la negrura; ligeramente detrás de él se hallaba el
viejo mayordomo: tenía en las manos un hacha de combate, descolgada
de una de las panoplias del vestíbulo. Aparte de aquello, no pude
ver nada que me pareciese extraño.
"Llevamos
a la joven a la casa y la dejamos al lado de su madre y de Beaumont,
mientras un criado iba a buscar al médico. Los que quedábamos,
además de cuatro guardias, todos con armas de fuego y provistos de
linternas, registramos el parque que rodeaba la casa. Pero no
encontramos nada. Cuando volvimos, supimos que el médico ya había
efectuado su visita. Tras vendar la herida de Beaumont, que
afortunadamente no era profunda, había ordenado a la señorita
Hisgins que se fuese inmediatamente a la cama. Subí por las
escaleras, junto con el capitán, y encontré a Beaumont montando
guardia fuera de la habitación de la joven. Le pregunté cómo se
sentía y, en cuanto la joven y su madre pudieron recibirnos, el
capitán y yo entramos en el dormitorio e instalamos nuevamente el
pentáculo alrededor de la cama. Ya habían dispuesto luces en toda
la habitación, por lo que repetí las mismas órdenes que la noche
anterior y me reuní con Beaumont al otro lado de la puerta.
Parsket
había subido mientras yo estaba dentro de la habitación, y entonces
pudimos hacernos una idea de lo que le había ocurrido a Beaumont en
el parque. Al parecer, la pareja regresaba a casa después de su
paseo hacia West Lodge. Se había hecho de noche muy deprisa.
Entonces la señorita Hisgins dijo: «¡sshh!», y se detuvo. Él
hizo lo mismo y aguzó el oído, sin conseguir oír nada durante los
primeros instantes. Entonces pudo captar... el sonido de un caballo,
al parecer muy lejos, pero galopando hacia ellos sobre la hierba. Le
dijo a la joven que no tenía importancia, instándola a que se fuese
a casa. Por supuesto, ella no le creyó. En menos de un minuto lo
oyeron muy cerca de ellos, en medio de la negrura, y echaron a
correr. Entonces, la señorita Hisgins dio un mal paso y cayó al
suelo. Comenzó a gritar y eso fue lo que oyó el mayordomo. Cuando
Beaumont la ayudaba a levantarse, oyó que los cascos se le echaban
encima, retumbando sobre el suelo. Se arrojó sobre ella para
protegerla y disparó las cinco balas del revólver en dirección al
sonido. Nos contó que, a la luz del fogonazo del último disparo,
estaba seguro de haber visto algo, que parecía una enorme cabeza de
caballo, abalanzarse sobre él. Inmediatamente después recibió un
tremendo golpe que le dejó sin sentido. El capitán y el mayordomo
habían llegado enseguida, corriendo y gritando. El resto de la
historia ya lo conocíamos.
Hacia
las diez, el mayordomo nos llevó una bandeja que me causó gran
placer, pues la noche anterior me había quedado más bien con
hambre. No obstante, advertí a Beaumont que pusiese especial cuidado
en no beber ningún tipo de licor, y que me entregase sus cerillas y
su pipa. A medianoche tracé un pentáculo a su alrededor y Parsket y
yo nos sentamos a derecha e izquierda de él, pero fuera del
pentáculo, pues estaba seguro de que no habíamos de temer que las
manifestaciones, si es que se daban, fuesen dirigidas contra nadie,
excepto contra Beaumont o la señorita Hisgins. Tras aquellos
preparativos, mantuvimos un completo silencio. El pasillo estaba
iluminado por dos grandes lámparas, una en cada uno de sus extremos,
de forma que no había ninguna sombra; por otra parte, todos nosotros
estábamos armados. Yo disponía, además de mi revólver, de la
cámara con su flash. De vez en cuando, intercambiamos algunas
palabras en voz baja, y en dos ocasiones el capitán salió del
dormitorio de su hija para charlar con nosotros. Hacia la una y media
dejamos de hablar; de repente, unos veinte minutos más tarde,
levanté la mano sin pronunciar palabra: me había parecido oír
fuera el sonido del galope de un caballo en medio de la noche. Llamé
a la puerta de la habitación, para que me abriese el capitán, y le
susurré que acabábamos de oír al Caballo. Durante algún tiempo
permanecimos a la escucha, de suerte que Parsket y el capitán
pensaron que, en efecto, lo oían; pero yo no pude estar seguro, lo
mismo que Beaumont. Sin embargo, poco después me pareció oírlo
otra vez.
Le
dije al capitán Hisgins que creía que lo más acertado sería que
volviese al dormitorio de su hija y que dejase la puerta
entreabierta. Así lo hizo, pero no conseguimos oír nada, por lo que
nos fuimos a la cama en cuanto se hizo de día, tremendamente
aliviados. Cuando me llamaron a la hora de comer, me sorprendí
ligeramente, pues el capitán Hisgins me contó que habían celebrado
un consejo de familia y decidido seguir mi consejo y celebrar la boda
sin pérdida de tiempo. Beaumont acababa de irse a Londres para pedir
una autorización especial, de manera que pudieran realizar la
ceremonia al día siguiente. Aquello me agradó, pues me parecía la
cosa más sensata que podía hacerse en tan extraordinarias
circunstancias; sin embargo, no por ello abandoné mis
investigaciones: hasta que no se celebrase la boda, mi principal
preocupación sería tener a la señorita Hisgins cerca de mí.
Después de comer, y en plan de experimento, se me ocurrió tomar
algunas fotos de la señorita Hisgins y sus alrededores. En
ocasiones, la cámara ve cosas que suelen escapar al ojo humano. Con
esta intención, y también para tener una excusa para vigilarla más
de cerca, pedí a la señorita Hisgins que me ayudase en mis
experimentos. Aquello la hizo sentirse muy contenta y así pasamos
varias horas juntos, vagabundeando por toda la casa de habitación en
habitación, de manera que cuando me sentía inspirado, tomaba una
foto con flash de ella y de la habitación, o del corredor, que era
donde nos encontrábamos en aquel momento.
Después
de haber recorrido la casa, le pregunté si se sentía lo
suficientemente animada para repetir la experiencia en las bodegas.
Me contestó que sí, y pedí al capitán Hisgins y a Parsket que nos
acompañasen, pues no quería aventurarme con ella en lo que
podríamos llamar «tinieblas artificiales» sin ayuda ni compañeros
a mi lado. Cuando estuvimos dispuestos, bajamos a la bodega de los
vinos. El capitán Hisgins llevaba una escopeta de caza y Parsket una
pantalla especial y una linterna. Pedí a la joven que se quedase en
el centro de la bodega mientras Parsket y el capitán sostenían tras
ella la pantalla. Entonces hice varias fotografías con flash y nos
dirigimos a la bodega siguiente, donde repetí el mismo proceso. Pero
en la tercera bodega, un lugar lúgubre, negro como la pez, algo
extraordinario y horrible decidió manifestarse. Había dejado a la
señorita Hisgins en mitad de aquel lugar, mientras su padre y
Parsket sostenían detrás de ella la pantalla como antes. Cuando
todo estaba a punto y presionaba el disparador del flash, resonó en
la bodega el espantoso y abominable relincho que había oído en el
parque. Parecía provenir de algún lugar encima de la joven, y al
resplandor de la súbita luz, vi que ella miraba fijamente en
completa tensión hacia arriba, hacia algo invisible. Entonces, en la
relativa oscuridad que siguió, grité al capitán y a Parsket que
sacaran rápidamente a la señorita Hisgins a la luz del día.
Así
lo hicieron al punto, y cerré y eché la llave a la puerta, haciendo
los signos Primero
y Octavo del Ritual Saaamaaa
ante cada uno de sus montantes, uniéndolos a través del umbral por
una línea triple. Mientras tanto, Parsket y el capitán Hisgins
llevaron a la joven al lado de su madre, dejándola con ella, medio
desvanecida. Seguí de guardia al otro lado de la puerta de las
bodegas, sintiéndome fatal, pues sabía que dentro había algo
abominable; al mismo tiempo, experimentaba cierto sentimiento de
culpabilidad poco gratificante, por haber expuesto a la señorita
Hisgins a aquel peligro. Había cogido la escopeta de caza del
capitán, y cuando él y Parsket regresaron, no lo hicieron de vacío,
pues traían pistolas y linternas. No podría describiros el alivio
tan tremendo de cuerpo y alma que sentí cuando los oí llegar...
Intentad imaginaros la escena, esperando fuera de las bodegas. ¿A
que podéis? Recuerdo haber notado, justo antes de echar la llave a
la puerta, lo pálido y fantasmal que parecía Parsket y lo gris de
la mirada del viejo capitán. Me preguntaba si mi rostro sería como
los suyos. Pero, lo que son las cosas, la aparición tuvo un efecto
distinto sobre mis nervios, pues lo bestial de aquella cosa pareció
darme ánimos. Sé que sólo fue mi fuerza de voluntad la que me
impulsó a acercarme hasta la puerta y a girar la llave en su
cerradura.
Me
detuve un instante y, después, con fuerza y decisión, di un empujón
a la puerta, abriéndola y manteniendo la linterna sobre mi cabeza.
Parsket y el capitán se pusieron uno a cada lado y levantaron
también sus linternas, pero aquel lugar se hallaba absolutamente
vacío. Como jamás me fío de una mirada tan superficial como
aquella, invertí varias horas, ayudado por mis compañeros, en
sondear cada pie cuadrado de suelo, techo y paredes. Al fin tuve que
admitir que el lugar era absolutamente normal, por lo que salimos de
las bodegas sin nada concreto. A pesar de ello, precinté la puerta
y, fuera, enfrente de cada montante, tracé los signos Primero
y Último del Ritual Saaamaaa,
uniéndolos como antes con una línea triple. ¿Os imagináis lo
terrible que había sido estar dentro de la bodega, sin saber lo que
estábamos buscando? Después de subir por la escalera, pregunté,
realmente preocupado, por el estado de la señorita Hisgins. La joven
apareció en persona para decirme que se encontraba perfectamente y
que no tenía que preocuparme, ni reprocharme nada por lo que le
había ocurrido, como yo le había confesado. Me sentí mucho mejor y
fui a cambiarme para la cena. Después, Parsket y yo nos fuimos a un
cuarto de baño para revelar los negativos que había tomado. Pero
ninguna fotografía pudo decirnos nada hasta que llegamos a la que
correspondía a la bodega. Parsket se ocupaba del revelado y ya había
tendido una hilera de fotos que nos disponíamos a examinar a la luz
de una lámpara roja.
Estaba
entretenido de aquella suerte, cuando oí una exclamación de
Parsket; al acercarme a su lado, vi que estaba mirando una fotografía
aún no revelada del todo, que acercaba a la lámpara. En ella se
veía claramente a la joven, mirando hacia arriba, como ambos
recordábamos; pero lo que me desconcertó fue la sombra de una
enorme pezuña, justo encima de ella, como si fuese a golpearla
saliendo de las sombras. Lo peor es que yo era el responsable de
haberla expuesto a tal peligro, por lo que no podía apartar aquel
pensamiento de mi imaginación. En cuanto quedó revelada, la fijé y
la examiné con mejor luz. No había duda: la cosa que se inclinaba
sobre la señorita Hisgins era una enorme y sombría pezuña de
caballo. Sin embargo, aquello no me aportaba nada nuevo, y lo único
que se me ocurrió fue advertir a Parsket que no contara a la joven
nada de aquello, ya que sólo serviría para aumentar su espanto,
aunque a su padre sí que le enseñé la foto, pues creí que tenía
derecho a verla. Aquella noche adoptamos las mismas precauciones
respecto a la señorita Hisgins que las dos noches precedentes, y
Parsket me hizo compañía; pero también se nos hizo de día sin que
ocurriese nada fuera de lo corriente, así que nos fuimos a dormir.
Cuando
bajé a comer, me enteré de que Beaumont había enviado un telegrama
avisando que estaría de vuelta poco después de las cuatro y que
habían ido a buscar al párroco. Creo que habría acabado
enterándome por mí mismo, ya que las mujeres de la casa se hallaban
dominadas por una frenética actividad. El tren de Beaumont llegó
con retraso y él no estuvo en la casa hasta las cinco. A esa hora
todavía no se había presentado el párroco, y el mayordomo nos
comunicó que el cochero había regresado sin él, porque acababa de
ausentarse para atender una llamada urgente. Aquella tarde, el coche
iría otras dos veces en su busca, volviendo de vacío, porque el
clérigo seguía sin regresar, de suerte que hubo que dejar la boda
para el día siguiente. Aquella noche, preparé la «defensa»
alrededor de la cama de la joven, mientras el capitán y su señora
se sentaban como los días anteriores. Beaumont, como era de esperar,
insistió en montar guardia conmigo, a pesar de parecer peculiarmente
asustado; no por él, hay que decirlo, sino por la señorita Hisgins.
Según me contó, tenía el horrible presentimiento de que esa misma
noche tendría lugar un último y espantoso intento contra su
bienamada.
"Aquello
—desde luego, así se lo dije— no eran más que nervios; pero en
realidad me hizo sentirme muy preocupado, ya que había visto
demasiadas cosas para no saber que, en circunstancias parecidas, la
convicción premonitoria de un peligro inminente no debe ser achacada
enteramente a los nervios. De hecho, como Beaumont estaba lisa y
llanamente convencido de que aquella noche traería alguna
manifestación sorprendente, pedí a Parskett que atara una cuerda
larguísima a la campanilla que servía para llamar al mayordomo y
que la tendiera a lo largo del pasillo para tenerla al alcance de la
mano. Yo mismo di instrucciones al mayordomo de no quitarse la ropa y
de que ordenase lo propio a otros dos criados. Si le llamaba, debía
acudir al instante con los criados, trayendo linternas, por lo que
debía tenerlas preparadas y encendidas durante toda la noche. Si por
cualquier razón la campanilla no sonase, tocaría mi silbato, y
entonces habría de comportarse como si hubiera oído la campanilla.
Después de haber arreglado aquellos detalles menores, tracé un
pentáculo alrededor de Beaumont, advirtiéndole enfáticamente que
permaneciese en su interior, pasara lo que pasase. Cuando acabé de
dibujarlo, no me quedó más que esperar y rogar para que aquella
noche fuese tan tranquila como la precedente.
"Hablamos
muy poco, y a eso de la una nos sentíamos tan tensos y nerviosos,
que al final Parsket acabó por levantarse y dar un paseo, yendo y
viniendo a lo largo del corredor para distenderse un poco. Entonces
cambié mis zapatillas por unos zapatos y me reuní con él; durante
algo más de una hora estuvimos caminando de un lado para otro,
susurrando ocasionalmente, hasta el momento en que metí el pie en la
cuerda de la campanilla y me caí de bruces, pero sin hacerme daño
ni ocasionar ningún ruido. Cuando me levanté, Parsket me tocó
ligeramente en el hombro.
"—¿Se
ha dado cuenta de que no ha sonado la campanilla? —dijo en voz muy
baja.
"—¡Por
Júpiter! —exclamé—. Tiene razón.
"—Espere
un momento —añadió—. La cuerda debe de haberse retorcido en
algún sitio.
"Dejó
su escopeta, se deslizó por el pasillo, llevando cogida la linterna
por su extremo inferior, y llegó de puntillas hasta el interior de
la casa; todo esto sin soltar el revólver de Beaumont, que llevaba
en la mano derecha. Pensé que era un tipo valiente, no sólo
entonces, sino después. En ese momento, Beaumont me hizo señas de
que guardase absoluto silencio. De inmediato, pude escuchar lo que
estábamos esperando: el ruido de un caballo galopando en medio de la
noche. Creo que puedo deciros que me sentí espeluznado. El sonido
murió rápidamente, dejando una sensación de horror, desolación y
tremenda extrañeza en el aire que nos rodeaba. Acerqué la mano
hacia la cuerda de la campanilla, esperando que Parsket hubiese
conseguido desenredarla, y me mantuve a la espera, sin dejar de mirar
delante y detrás.
Quizá
pasaron dos minutos, dominados por lo que me parecía un silencio
sobrenatural. Súbitamente, en el extremo iluminado del corredor,
resonó el estruendo de unos enormes cascos, e instantáneamente la
lámpara cayó al suelo, rompiéndose con tremendo estrépito. Nos
quedamos a oscuras. Tiré violentamente de la cuerda y toqué mi
silbato; acto seguido, levanté la cámara y oprimí el disparador
del flash. El corredor refulgió por la brillante luz, pero no vi
nada en él, y la oscuridad volvió a caer con la fuerza del trueno.
Oí al capitán en el dormitorio y le dije a gritos que nos llevase
deprisa algo con qué alumbrarnos; pero, por toda respuesta, algo
comenzó a dar golpes en la puerta. Oí gritar al capitán y, poco
después, también a las mujeres. Me asaltó el miedo repentino de
que el monstruo hubiese conseguido entrar en la habitación, pero, en
ese mismo instante, desde el corredor me llegó el vil y obsceno
relincho que habíamos oído en el parque y en las bodegas. Soplé
nuevamente mi silbato y busqué a tientas la cuerda, diciéndole a
gritos a Beaumont que se quedara dentro del pentáculo, a pesar de lo
que pudiese ocurrir. Grité de nuevo, esta vez al capitán,
pidiéndole que nos trajese alguna luz y entonces oí el sonido de
algo que hacía fuerza contra la puerta del dormitorio. Saqué las
cerillas para alumbrarnos, antes de que aquella increíble e
invisible criatura se nos echase encima.
Rasqué
una de ellas en el costado de la caja. Se encendió con una luz cruda
y, en ese mismo instante, oí un débil sonido a mi espalda. Me volví
rápidamente, presa de un terror absurdo y, bajo aquella luz, vi...
una monstruosa cabeza de caballo cerca de Beaumont.
"—¡Cuidado,
Beaumont! —grité, desesperadamente—, ¡está detrás de usted!
La
cerilla se apagó de repente. En el mismo instante, se oyó la brutal
detonación de la escopeta de Parsket (los dos cartuchos a la vez),
que Beaumont había disparado, evidentemente con una sola mano, muy
cerca de mi oreja. Vislumbré momentáneamente la monstruosa cabeza
gracias al fogonazo, y una enorme pezuña, en medio de las llamas y
del humo, pareció abatirse sobre Beaumont. En el mismo instante,
vacié tres recámaras de mi revólver. Hubo un golpe sordo, y aquel
horrible y gutural relincho sonó muy cerca de mí. Algo me golpeó y
me desplomé, casi desvanecido. Caí de rodillas y pedí auxilio a
voz en cuello. Oía a las mujeres gritando detrás de la cerrada
puerta del dormitorio y fui vagamente consciente de que estaban
empujándola desde el interior; poco después vi que, cerca de mí,
Beaumont luchaba contra alguna cosa repugnante. Por un instantes me
quedé sin saber qué hacer, como pasmado, paralizado de miedo, y
entonces, a ciegas y con la carne de gallina, acudí a ayudarle,
gritando su nombre. Puedo deciros que estaba muerto de miedo. En
aquel momento, un grito como en sordina taladró la tiniebla, y yo
salté hacia él. Toqué una enorme oreja peluda, y entonces me
asestaron otro golpe que me hizo bastante daño. Retrocedí, débil y
sin ver nada, y me agarré con la otra mano a aquella cosa increíble.
De repente oí un fuerte golpe a mi espalda y una explosión de luz.
Llegaban más luces por el pasillo, además de ruidos de pisadas y de
gritos. Alguien me obligó a soltar la cosa a la que me había asido;
cerré los ojos, aturdido, y oí un violento aullido encima de mí, a
continuación el ruido de un fuerte golpe, como el de un carnicero
partiendo carne, y entonces algo me cayó encima.
El
capitán y el mayordomo me ayudaron a ponerme de rodillas. En el
suelo yacía una enorme cabeza de caballo, de la que salían las
piernas y el tronco de un hombre. En las muñecas llevaba atados unos
enormes cascos. Era el monstruo. El capitán dio un tajo con la
espada que empuñaba, se inclinó y le quitó la máscara, pues de
eso se trataba. Entonces vi el rostro del hombre que la había
llevado. Era el de Parsket. Tenía una fea herida en la frente, donde
la espada del capitán había cortado la máscara. Miré alucinado a
Parsket, después a Beaumont, que se estaba levantando, apoyándose
contra el muro del corredor. Y volví a mirar a Parsket.
"—¡Por
Júpiter! —dije al fin.
Y
me quedé en silencio, pues me sentía avergonzado de aquel hombre.
Creo que lo comprenderéis. Entonces abrió los ojos. Había llegado
a tomarle afecto. Justamente cuando Parsket comenzaba a recuperarse y
su mirada iba de uno a otro de nosotros, comenzando a recordar,
sucedió una cosa extraña e increíble. De repente, en el extremo
del corredor, sonó el pesado sonido de unos enormes cascos de
caballo. Miré hacia aquel lugar y a continuación a Parsket, y vi
reflejarse en su rostro y en su mirada un miedo espantoso. Hizo un
esfuerzo por volverse y miró enloquecido hacia la parte del corredor
donde se había escuchado el sonido, mientras los demás parecíamos
habernos quedado helados al seguir la dirección de su mirada.
Recuerdo vagamente los sollozos contenidos y los susurros procedentes
del dormitorio de la señorita Hisgins, que no dejaron de sonar
mientras yo miraba fijamente, lleno de espanto, el extremo del
corredor.
El
silencio duró varios segundos. Bruscamente, volvió a oírse el
pesado sonido del enorme caballo al final del corredor. E
inmediatamente después, el clip-clop,
clip-clop
de los poderosos cascos que se acercaban por el pasillo hacia
nosotros. Incluso entonces, fijaos, la mayor parte de los presentes
pensamos que se trataba de algún mecanismo de Parsket que aún
seguía funcionando, por lo que sentíamos una cierta perplejidad,
mezcla de miedo y de duda. Creo que todos miramos hacia él. Y de
repente el capitán exclamó:
"—¡Deja
tus locuras de una maldita vez! ¿No te basta ya con lo que has
hecho?
Por
mi parte, debo decir que yo estaba espantado, pues sentía que allí
había algo terrible, algo que estaba fuera de lugar. Entonces
Parsket consiguió gritar:
"—¡No
soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo!
Fue
como si cada uno de los presentes comprendiese que realmente había
alguna cosa malvada aproximándose por el pasillo. Todo el mundo echó
a correr, incluso el viejo capitán Hisgins retrocedió, igual que el
mayordomo y los domésticos. Beaumont se desmayó, como pude
constatar después, ya que había recibido un fuerte golpe. Yo me
aplasté contra la pared, mientras seguía arrodillado, demasiado
perplejo y aturdido para echar a correr. Y prácticamente en el mismo
instante, las poderosas pisadas sonaron cerca de mí, haciendo casi
estremecer el sólido piso mientras pasaban. De repente cesó el
tremendo ruido, y supe, casi muerto de miedo, que la cosa se había
detenido frente a la puerta del dormitorio de la joven. Observé que
Parsket estaba vacilante ante la puerta, con los brazos extendidos,
como si quisiera impedir con su cuerpo que entrara en ella. Entonces
lo vi con claridad. Parsket estaba extraordinariamente pálido, y la
sangre le corría por el rostro, de la herida que tenía en la
frente; en aquel momento me di cuenta de que parecía mirar algo en
el pasillo, con una mirada peculiar, desesperada, fija e
increíblemente intensa. Pero allí no se veía nada. De repente, el
clip-clop,
clip-clop
comenzó de nuevo y se alejó por el pasillo. Entonces Parsket se
derrumbó ante la puerta y se golpeó la cabeza con el suelo. Los que
se habían congregado al otro extremo del pasillo comenzaron a
gritar, y los dos domésticos y el mayordomo echaron a correr sin
más, llevándose sus linternas; pero el capitán se apoyó con la
espalda en la pared y levantó la linterna que llevaba sobre la
cabeza. El pesado paso del caballo llegó a su altura, se desvió a
su izquierda, y pude oír el monstruoso sonido de unos cascos
perderse a lo lejos en el silencio de la casa. Después... un
silencio de muerto.
Entonces
el capitán vino hacia nosotros, muy lentamente, con paso seguro. Su
rostro estaba extraordinariamente pálido. Me arrastré al lado de
Parsket, y el capitán acudió a ayudarme. Le dimos la vuelta entre
dos dos, y al verlo supe que estaba muerto; supongo que os imagináis
lo que sentí entonces. Miré al capitán, quien dijo de repente:
"—¡Eso...,
eso..., eso!
Comprendí
que lo que intentaba decirme era que Parsket se había interpuesto
entre su hija y lo que quiera que fuese que avanzaba por el pasillo.
Me puse de pie y le sostuve, aunque no fuera capaz de tenerme ni a mí
mismo. Y entonces su rostro acusó la emoción que le embargaba y
cayó de rodillas al lado de Parsket, llorando como un chiquillo
desconsolado, de suerte que las mujeres salieron del dormitorio para
ocuparse de él. Yo les dejé hacer y me acerqué a Beaumont.
Prácticamente, ésta es toda la historia. Sólo quedan por explicar
algunos puntos complicados aquí y allá. Supongo que habréis
comprendido que Parsket estaba enamorado de la señorita Hisgins y
que esto es la clave de todo lo que en ella hay de extraordinario.
Sin duda, él era responsable de buena parte del «embrujamiento»;
de hecho, creo que de casi toda. Pero como no puedo probar nada, lo
que ahora os cuente será fundamentalmente resultado de una
deducción.
En
primer lugar, resulta obvio que la intención de Parsket era asustar
a Beaumont para que se fuese y, al ver que no lo conseguía, creo que
se desesperó tanto que realmente intentó matarle. Odio decir esto,
pero los hechos me obligan a pensarlo. Estoy totalmente seguro de que
fue Parsket quien le rompió el brazo a Beaumont. Conocía al dedillo
la llamada «Leyenda del Caballo», y tuvo la ocurrencia de utilizar
la antigua historia para sus propios fines. Es evidente que tenía
algún medio de entrar y salir furtivamente de la casa, quizá a
través de alguna de las muchas ventanas bajas de la mansión, o
quizá porque dispusiera de la llave de una de las dos puertas del
parque; entonces, cuando se suponía que se había ido, lo que
realmente hacía era eclipsarse y esconderse en las proximidades. El
incidente del beso en el vestíbulo oscuro debo achacarlo por
completo a la imaginación demasiado soliviantada de Beaumont y de la
señorita Hisgins. Sin embargo, debo reconocer que el sonido del
caballo proviniendo de la puerta de entrada me resulta un tanto
difícil de explicar. Pero yo sigo dispuesto a aceptar mi primera
idea al respecto, o sea, que en ello no hubo nada sobrenatural.
El
ruido de cascos en la sala de billar y después en el pasillo fueron
hechos por Parsket desde el piso inferior, golpeando contra los
paneles del techo con un trozo de madera enganchado a uno de los
picaportes de las ventanas. Lo he comprobado al examinar las marcas
dejadas en la carpintería del techo. Los sonidos del caballo
galopando alrededor de la casa posiblemente fueron hechos por
Parsket, quien debió disponer de un caballo atado cerca del parque;
a no ser que él mismo hiciese esos sonidos, pero no veo cómo habría
podido moverse tan deprisa para producir una ilusión tan lograda. En
cualquier caso, no estoy muy seguro de este punto, ya que no conseguí
localizar ninguna huella de cascos, como recordaréis. El horrible
relincho del parque debió ser toda una hazaña de ventriloquia por
parte de Parsket, y el ataque que sufrió Beaumont también debe
imputársele a él, pues mientras yo creía que se encontraba en su
habitación, debía de estar fuera todo el tiempo, acercándose a mí
después de verme salir por la puerta principal. Es bastante probable
que Parsket fuese el causante de los incidentes que se produjeron
entonces, pues, si hubiesen ido a más, él no habría seguido con
aquel juego tan peligroso, sabiendo que ya no tenía necesidad de
ponerlo en práctica. Lo que no puedo comprender es cómo consiguió
escapar después de disparar sobre él en el parque, y más tarde, en
el curso de su última fechoría en el corredor, como acabo de
contaros. Como habéis podido ver, era tan intrépido que no había
nada que le hiciese sentir miedo, al menos por sí mismo. La vez que
Parsket estaba con nosotros, cometimos un error al pensar que
habíamos oído al Caballo galopar alrededor de la casa. Ninguno
estábamos seguro de haberlo oído, excepto, claro está, Parsket,
quien naturalmente dio visos de realidad a nuestra ilusión. Creo que
el relincho que sonó en la bodega introdujo por primera vez en la
mente de Parsket la sospecha de que había en acción algo más que
su embrujamiento de pacotilla. El relincho fue obra suya, al igual
que en el parque; pero, al recordar lo raro que le vi, estoy seguro
de que si puso esa cara fue porque los sonidos alcanzaron alguna
cualidad infernal, además de la que él les había dado, que le
espeluznó. Más tarde, supongo, acabaría persuadiéndose a sí
mismo de que todo se lo había imaginado. Por supuesto que no olvido
que el efecto que causó a la señorita Hisgins le debió hacerse
sentir como un miserable.
Por
lo que respecta al sacerdote a quien fueron a buscar, descubrimos que
se trataba de un recado ficticio, detrás del cual se encontraba
Parsket, ya que ello le permitiría ganar unas horas más para la
consecución de su propósito, puesto que —como cualquiera con una
pizca de imaginación habrá comprendido a estas alturas— había
descubierto que jamás podría asustar a Beaumont ni conseguir que se
fuera. Odio tener que pensarlo, pero no tengo más remedio. De
cualquier modo, es obvio que aquel hombre había perdido
temporalmente el normal uso de sus facultades. ¡El amor es una
extraña enfermedad!
Después
de todo aquello, no pongo en duda que Parsket torció o ató la
cuerda de la campanilla del mayordomo en algún sitio, para disponer
de una excusa para irse con toda naturalidad. Ello también le daba
la oportunidad de apagar una de las lámparas que iluminaban el
pasillo, con lo que sólo tendría que romper la otra para que el
lugar quedase completamente a oscuras y así poder atentar contra la
vida de Beaumont. Del mismo modo, fue él quien cerró con llave la
puerta del dormitorio, guardándosela (pues la tenía en el
bolsillo). Así impedía al capitán que viniera a ayudarnos trayendo
alguna luz. Pero el capitán Hisgins rompió la puerta con el pesado
guardafuegos de la chimenea, y el estruendo de tal operación fue lo
que causó tanta confusión y espanto en la negrura en que se
encontraba el pasillo. La fotografía de la monstruosa pezuña que se
cernía sobre la señorita Hisgins en la bodega es una de las cosas
que más difíciles me resultan de explicar. Quizá se trató de
algún truco de Parsket, preparado por él mientras estaba fuera de
la habitación, fácil de hacer para alguien que supiera cómo
llevarlo a cabo. Pero no me pareció un montaje. Sin embargo, las
probabilidades a favor y en contra se equilibran; por otra parte,
como la imagen es demasiado imprecisa para examinarla a fondo, me
mantendré en suspensión de juicio. Lo cierto es que la fotografía
es realmente horrible.
Y
ahora llego al último punto, realmente al más espantoso. Después
de lo sucedido ya no hubo ninguna otra manifestación de nada
anormal, de modo que mis conclusiones reposan en una extraordinaria
incertidumbre. Si no hubiera oído aquellos sonidos finales y Parsket
no hubiese demostrado un miedo tan terrible, todo aquel caso habría
podido ser aclarado según lo dicho. De hecho, como habéis visto,
soy de la opinión de que casi todos los detalles pueden ser
explicados, pero no veo la manera de pasar por alto la cosa que
vimos, al final de todo, y el miedo manifestado por Parsket. Su
muerte... no prueba nada. La posterior investigación forense,
bastante rápida por cierto, fue atribuida a un «espasmo cardíaco».
Resulta bastante natural y nos sigue dejando entre tinieblas, pues
también cabe preguntarse si murió por interponerse entre la joven y
alguna monstruosidad completamente increíbles.
La
expresión del rostro de Parsket y lo que dijo cuando escuchó el
martilleo de los grandes cascos avanzando por el pasillo parecen
demostrar que comprendió la realidad de lo que hasta entonces no
había sido más que una horrible sospecha. Y ese miedo y la
estimación de un tremendo peligro aproximándose fueron acaso más
nítidos que los míos. Entonces fue cuando tuvo aquel gesto único,
sublime y magnífico".
—¿Y
la causa? —pregunté—. ¿Cuál fue la causa de aquella aparición?
Carnacki
movió la cabeza.
—Sólo
Dios lo sabe —contestó, con una reverencia singular y sincera.—.
Si aquello era lo que parecía ser, podría dar una explicación que
no creo que ofenda a la razón de nadie, pero que podría ser
completamente falsa. Sin embargo, he pensado (aunque ello me
obligaría a daros una clase intensiva sobre la inducción del
pensamiento, para que fueseis capaces de apreciar mis razonamientos)
que Parsket había producido lo que se podría designar con el
término de «embrujamiento inducido», una especie de simulación
inducida de sus conceptos mentales, debida a lo desesperado de su
ánimo y de sus cavilaciones. Resulta imposible explicarlo más
claramente con tan pocas palabras.
—Pero
la vieja leyenda... —comenté—. ¿Por qué no iba a contener
parte de verdad?
—Sí,
podría ser cierta —dijo Carnacki—, pero no creo que tenga nada
que ver con eso. Todavía no he conseguido aclararlo todo, de
momento; pero creo que dentro de poco podré explicaros por qué
pienso así.
—¿Y
la boda? ¿Y la bodega...? ¿Se encontró algo dentro de ella?
—preguntó Taylor.
—Sí,
aquel mismo día se celebró la boda, a pesar de la tragedia —aclaró
Carnacki—. Era lo más sensato..., considerando los detalles que
aún no he conseguido explicar. En efecto, hice excavar en el fondo
de la gran bodega, pues tenía el presentimiento de que quizá
encontraría algo que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso. Pero
no encontramos nada. Como veis, todo este asunto es espantoso y
extraordinario. Nunca olvidaré la expresión del rostro de Parsket.
Ni, a continuación, los repulsivos sonidos de aquellos grandes
cascos, yendo y viniendo por la casa en silencio.
Carnacki
se levantó.
—¡Fuera
todo el mundo! —dijo, de manera amistosa, usando la fórmula de
siempre.
Nos
sumergimos en el silencio del Embankment y, desde allí, nos
dirigimos a nuestras respectivas casas.
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