Publicado en octubre de 1949, Ray Bradbury nos enseña en este relato que sin importar la circunstancias lo trágico se puede convertir en algo poético, incluida la misma muerte. Una nave explota en el espacio y algunos tripulantes quedan flotando en el espacio, esperando su inevitable muerte.
Bradbury, escritor conocido de Ciencia Ficción y Fantasía, también escribió sobre relatos de miedo. Aunque Caleidoscopio en si no es propiamente de Terror encontramos elmentos en común con este género: El terror a una inevitable muerte en un espacio donde salvarse es una idea remota. ¿Imaginas lo que es estar en medio del espacio y saber que morirás sin recibir ayuda de nadie? ¿Lo que es morir y no poder evitarlo? Ante la muerte, Bradbury nos muestra como los hombres más racionales pueden volverse perversos ante la idea de morir. Aunque en aquella muerte hay algo de poético.
Disfruten el relato.
Caleidoscopio (1949) Ray Bradbury
El
primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas.
Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una
docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras
la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta
semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
—Barkley,
Barkley, ¿dónde estás?
Voces
aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
—¡Woode,
Woode!
—¡Capitán!
—Hollis,
Hollis, aquí Stone.
—Stone,
soy Hollis. ¿Dónde estás?
—¿Cómo
voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy
cayendo!
Caían.
Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y
plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta
monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces
de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos
tonos de terror y resignación.
—Nos
alejamos unos de otros.
Era
cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de
alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos
y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales,
herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las
placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades
energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas
flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a
otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla
de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades
energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados
encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron
diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma
metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el
espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a
cruzar hasta formar el tejido final.
—Stone
a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
—Depende
de tu velocidad y la mía.
—Una
hora, supongo.
—Algo
así —dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
—¿Qué
sucedió? —preguntó Hollis al cabo de un minuto.
—El
cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
—¿Hacia
dónde caes?
—Creo
que me estrellaré en el Sol.
—Yo
en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros
por hora, arderé como una cerilla.
Hollis
pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar
separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la
misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de
nieve de un invierno muy lejano.
Los
otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había
llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo.
Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera
arreglarlo todo.
—¡Oh,
esto es interminable! ¡Interminable, interminable! —exclamó una
voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
—¿Quién
habla?
—No
lo sé.
—Creo
que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
—Esto
es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
—Stimson,
aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una
pausa. Seguían separándose unos de otros.
—¿Stimson?
—Sí
—replicó por fin.
—Stimson,
tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
—No
quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
—Hay
una posibilidad de que nos encuentren.
—Si,
sí, seguro —dijo Stimson—. No creo en esto, no creo que esté
sucediendo realmente.
—Es
una pesadilla —dijo alguien.
—¡Cállate!
—ordenó Hollis.
—Ven
y hazme callar —contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda
tranquilidad, sin histeria—. Ven y hazme callar.
Por
primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de
él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa,
herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder
hacerlo..., y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente
una voz radiofónica.
¡Y
seguían cayendo y cayendo!
Dos
de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de
descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en
una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
—¡Basta!
El
hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca
se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros,
mientras se encontrara en el campo de acción de la radio.
Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis
alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al
hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta
llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si
estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
"Da
lo mismo —pensó Hollis—. El Sol, la Tierra o los meteoros lo
matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?"
Hollis
aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los
gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo
su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis
y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el
interminable remolino de un terror silencioso.
—Hollis,
¿sigues ahí?
Hollis
no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
—Aquí
Applegate otra vez.
—¿Qué
hay, Applegate?
—Hablemos.
No podemos hacer otra cosa.
El
capitán intervino.
—Ya
es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
—Capitán,
¿por qué no se calla?
—¿Qué?
—Ya
me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos
separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como
dijo Stimson, la caída es interminable.
—¡Compórtese,
Applegate!
—No
quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que
perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase
cuando llegue al Sol.
—¡Le
ordeno que se calle!
—Adelante,
vuelva a ordenarlo. —Applegate sonrió a quince mil kilómetros de
distancia. El capitán no dijo nada más—. ¿Dónde estábamos,
Hollis? Ah, sí, ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo
sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis,
desesperado, cerró los puños.
—Quiero
confesarte algo —prosiguió Applegate—. Algo que te hará feliz.
Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco
años.
Un
meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no
tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente,
advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en
los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de
su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La
rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa
podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire
volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había
brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó
aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo
esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de
Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba
sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de
Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su
afición al juego, su felicidad... Hablaba y hablaba, mientras todos
caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a
la muerte.
¡Todo
era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces
vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo
las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
—¿Estás
enfadado, Hollis?
—No.
Y
no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa
insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
—Durante
toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí.
Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti
antes de que me despidieran a mí también.
—No
tiene importancia.
Y
no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es
como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los
prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de
que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro
desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso... El resplandor
se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis
pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le
atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir
viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían
aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él,
que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les
parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí,
ahora, con escasas horas para meditar?
Uno
de los otros hombres estaba hablando.
—Bueno,
yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en
Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue
maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil
dólares en el juego.
"Pero
ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. Tenía
celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus
juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre
deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por
toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada.
Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi
final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca."
Hollis
levantó el rostro y gritó por la radio:
—¡Todo
ha terminado, Lespere!
Silencio.
—¡Como
si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
—¿Quién
habla? —preguntó Lespere temblorosamente.
—Soy
Hollis.
Se
sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la
muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a
otro. Applegate y el espacio le habían herido.
—Ahora
estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera
sucedido, ¿no es cierto?
—No.
—Cuando
llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu
vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que
cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
—¡Sí,
es mejor!
—¿Por
qué?
—Porque
conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! —gritó Lespere, muy
lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y
estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación
fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias
entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños
de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas
hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con
una precisión lenta, temblorosa.
—¿Y
para qué te sirve eso? —gritó a Lespere—. ¿De qué te sirve
ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor
que yo.
—Estoy
tranquilo —contestó Lespere—. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me
vuelvo perverso, como tú.
—¿Perverso?
Hollis
meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había
atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado
guardando su perversidad para una ocasión como la actual.
"Perverso". La palabra martilleó en su mente. Se le
saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
—Cálmate,
Hollis.
Alguien
había escuchado su voz sofocada.
Era
completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado
aconsejando a otros, a Stimson... Había sentido coraje y creído que
era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de
conmoción, y de la "serenidad", que puede acompañarla. Y
ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en
un intervalo de minutos.
—Sé
lo que sientes, Hollis —dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros
de distancia, con una voz cada vez más apagada—. No me has
ofendido.
"Pero,
¿no somos iguales? —se preguntó un aturdido Hollis—. ¿Lespere
y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué
tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra."
Pero
Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar
explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía
una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y
lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido
enteramente, ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él,
Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la
muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si
existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían
tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte,
como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha
muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal
como estaba muriendo él ahora?
Un
momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido.
Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de
su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El
meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la
muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual
tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la
rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia,
apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que
le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
—¿Hollis?
Hollis
respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
—Aquí
Applegate de nuevo —dijo la voz.
—Sí.
—He
estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en
perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad
que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
—Sí.
—Te
mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por
qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más
indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy
haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Cuando oí que tú eras
un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también
fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete
al infierno.
Hollis
sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante
cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La
conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera,
terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de
una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un
nuevo día.
—Gracias,
Applegate.
—No
hay de qué. Y anímate, bobo.
—¿Dónde
está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
—¿Stimson?
Todos
escuchaban atentamente:
—Debe
de haber muerto.
—No
lo creo. ¡Stimson!
Volvieron
a escuchar.
Y
oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta...
—Es
él. Escuchad.
—¡Stimson!
Nadie
respondió.
Sólo
podían oír una respiración lenta y bronca.
—No
contestará.
—Ha
perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
—Es
él, escuchen.
Una
respiración apenas audible, el silencio.
—Está
encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una
perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz
que nosotros.
Stimson
flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
—¡Eh!
—dijo Stone.
—¿Qué?
Hollis
había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro,
era un buen amigo.
—Estoy
entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
—¿Meteoritos?
—Creo
que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra
y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el
medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños
de todos los tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
—Me
voy con ellos —prosiguió Stone—. Me llevan con ellos. Estoy
condenado. —Y se rió de buena gana.
Hollis
trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las
grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de
esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios
confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo
increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de
meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada
cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas
durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de
Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los
colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo
hacia el sol y lo va girando.
—Adiós,
Hollis. —La voz de Stone, ya muy debilitada—. Adiós.
—Buena
suerte —gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
—No
te hagas el gracioso —dijo Stone.
Silencio.
Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas
las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta;
unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo
Hollis.
Miró
hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
—Adiós.
—Tómatelo
con calma.
—Adiós,
Hollis —dijo Applegate.
Adioses
innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se
desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado
con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave
espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno.
Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el
cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la
nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos
significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más
que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo
de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos
inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces
desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo,
cayendo.
Todos
estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de
palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán
marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos,
y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón.
Smith, Turner, Underwood... Los restos del calidoscopio, las piezas
de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
"¿Y
yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para
compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para
reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni
siquiera me daba cuenta... Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo
hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible.
Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la
Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los
continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas
y se mezclarán con la tierra."
Caía
rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa
metálica. Sereno, ni triste ni feliz... Lo único que deseaba,
cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo
que sólo él sabría.
"Cuando
entre en la atmósfera, arderé como un meteoro."
—Me
pregunto si alguien me verá —dijo en voz alta.
Desde
un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
—¡Mira,
mamá! ¡Mira! —gritó—. ¡Una estrella fugaz!
La
estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de
Illinois.
—Pide
un deseo —dijo la madre del niño—. Pide un deseo.
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