Publicado en 1890, como parte de su antología "Cuentos de Soldados y Civiles" Ambrose Bierce nos demuestra, una vez más, su habilidad para el cuento de horror sobrenatural. Bierce fue muy reconocido por sus relatos de fantasmas, pero especialmente por su habilidad para narrar, que en esta ocasión juega con los tiempos del desarrollo del cuento para hilar los acontecimientos. Con una adecuada ambientación sobre la casa embrujada y sin tanto lujo de detalles, nos deja sin aliento con la escena final.
El pasado siempre regresa, y el relato es un claro ejemplo de ello.
En este relato Bierce juega con los tiempos y nos narra una venganza de ultratumba
"El Dedo Medio del Pie Derecho"
(Cuentos de Soldados y Civiles, 1890) por Ambrose Bierce
Es
bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el
distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una
milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda
alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas
opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como
esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del
Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de
dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba
ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y
descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que
pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero
los hechos observables por todos son reales y convincentes.
En
primer lugar, la casa Manton no ha sido ocupada por mortales en más
de diez años, y junto con sus edificios anexos, está decayendo
lentamente —una circunstancia en sí mismo a que alguien con juicio
no se atreverá a ignorar—. Está a poca distancia de la parte más
solitaria del camino a Marshall y Harriston, en un espacio abierto
que alguna vez fue una granja y que aún está desfigurado con
porciones de cercas en descomposición y medio cubierto de zarzas que
se extienden sobre un terreno pedregoso y estéril que hace mucho que
no conoce el arado. La casa misma está en condiciones tolerablemente
buenas, aunque muy maltratada por el clima y en urgente necesidad de
atención por parte del vidriero, ya que la parte más pequeña de la
población masculina de la región ha expresado de la manera común
en su especie su desaprobación de una morada sin moradores. Tiene
dos plantas, es casi cuadrada, con el frente atravesado por una sola
puerta flanqueada en cada lado por una ventana cubierta de tablas
hasta la parte superior. Arriba, ventanas correspondientes sin
protección admiten luz y lluvia a las habitaciones del piso
superior.
Hierbas
y maleza crecen por todas partes, y algunos árboles de sombra, algo
maltratados por el viento, e inclinados todos en la misma dirección,
parecen hacer un esfuerzo concertado por escapar.
En
pocas palabras, como explicó el humorista del poblado de Marshall en
las columnas del periódico Advance, "la proposición de
que la casa Manton está seriamente embrujada es la única conclusión
lógica de las premisas". El hecho de que en esta morada el
señor Manton consideró adecuado cierta noche hace diez años
levantarse y cercenar las gargantas de su esposa y sus dos hijos
pequeños, huyendo inmediatamente después a otra parte del país, ha
contribuido sin duda a dirigir la atención pública a lo adecuado
del lugar para los fenómenos sobrenaturales.
A
esta casa, en una tarde de verano, llegaron cuatro hombres en un
carruaje. Tres de ellos descendieron de inmediato, y el que había
conducido el vehículo ató los animales al único poste restante de
lo que había sido una cerca. El cuarto permaneció sentado en el
vehículo.
—"Venga",
—dijo uno de sus compañeros, aproximándose a él, mientras los
otros se alejaban en dirección de la casa — "éste es el
lugar".
El
aludido no se movió.
—"¡Por
Dios!", —dijo rudamente—, "este es un truco, y me
parece que ustedes están involucrados".
—"Quizá
lo estoy" —dijo el otro, mirándolo directo a la cara y
hablando en un tono que contenía algo de desprecio—. "Recordará
usted, sin embargo, que la elección del lugar fue, con asentimiento
de usted, dejada a la otra parte. Por supuesto, si tiene miedo a los
fantasmas".
—"No
tengo miedo de nada", —interrumpió el hombre con otro
juramento, y saltó al suelo. Los dos se unieron entonces a los otros
en la puerta, que uno de ellos ya había abierto con algo de
dificultad, causada por el óxido en la cerradura y las bisagras.
Todos entraron. El interior estaba oscuro, pero el hombre que había
abierto la puerta sacó una vela y cerillas y encendió una luz.
Abrió
después el cerrojo de una puerta que estaba la derecha del pasillo.
Esto les dio entrada a una habitación grande y cuadrada que la vela
alumbraba débilmente. El piso tenía una gruesa cubierta de polvo,
que atenuaba parcialmente sus pisadas. Había telarañas en los
ángulos de las paredes y colgando del techo como tiras de encaje
antiguo, haciendo movimientos ondulatorios en el perturbado aire. La
habitación tenía dos ventanas en paredes adyacentes, pero desde
ninguna podía verse nada salvo la rústica superficie interior de
las tablas a pocos centímetros del cristal. No había chimenea ni
muebles; no había nada: además de las telarañas y el polvo, los
cuatro hombres eran los únicos objetos ahí que no eran parte de la
estructura.
Se
veían bastante extraños a la amarilla luz de la vela. El que había
descendido del carruaje tan reticentemente era especialmente
espectacular —podría calificarse de sensacional—. Era de mediana
edad, de constitución gruesa, con pecho poderoso y anchos hombros.
Al ver su figura, se habría pensado que tenía la fuerza de un
gigante; sus facciones expresaban que la usaría como un gigante.
Estaba bien rasurado, su cabello muy corto y gris. Su estrecha frente
estaba cubierta de arrugas sobre los ojos, que sobre la nariz se
volvían verticales. Las pesadas cejas negras seguían la misma ley,
salvándose de encontrarse sólo gracias a un giro hacia arriba en lo
que de otro modo habría sido el punto de contacto. Profundamente
hundido bajo ellas, brillaba en la oscura luz un par de ojos de color
incierto, pero obviamente demasiado pequeños. Había algo imponente
en su expresión, que no ayudaban a suavizar la boca cruel y la ancha
mandíbula. La nariz no estaba mal, para ser una nariz; uno no espera
mucho de las narices. Todo lo que de siniestro tenía el rostro del
hombre parecía acentuarse por una palidez innatural —parecía no
tener sangre—.
La
apariencia de los otros hombres era bastante común: eran personas
como las que uno conoce y después olvida haber conocido. Todos eran
más jóvenes que el hombre descrito, y entre él y el mayor de los
otros, que se mantenía apartado, había claramente poca simpatía.
Ambos se evitaban mutuamente la mirada.
—"Caballeros",
—dijo el hombre que sostenía la vela y las llaves—, "creo
que todo está correcto. ¿Está listo, señor Rosser?"
El
hombre que se mantenía apartado del grupo hizo una reverencia y
sonrió.
—"¿Y
usted, señor Grossmith?".
El
hombre pesado se inclinó y frunció el ceño.
—"Me
harán el favor de quitarse sus abrigos".
Sus
sombreros, abrigos, chalecos y bufandas fueron rápidamente retirados
y lanzados por la puerta, hacia el pasillo. El hombre de la vela
asintió con la cabeza, y el cuarto hombre —el que había urgido a
Grossmith a salir del carruaje— sacó del bolsillo de su gabardina
dos largos cuchillos Bowie de aspecto asesino, que sacó ahora de sus
fundas de cuero.
—"Son
exactamente iguales", —dijo presentando uno a cada uno de los
protagonistas, pues a estas alturas hasta el observador más lento
habría comprendido la naturaleza de la reunión. Sería un duelo a
muerte.
Cada
combatiente tomó un cuchillo, lo examinó cuidadosamente cerca de la
vela y probó la fuerza de la hoja y empuñadura sobre su rodilla
levantada.
Sus
personas fueron registradas después, por turnos, por el segundo de
su rival.
—"Si
le place, señor Grossmith", —dijo el hombre que sostenía la
luz—, "se colocará en esa esquina".
Señaló
al ángulo de la habitación que estaba más lejos de la puerta,
hacia donde Grossmith se dirigió después de que el segundo se
despidió de él con un apretón de manos que no tenía nada de
cordial. En el ángulo más cercano a la puerta se colocó el señor
Rossner y después de una susurrada consulta su segundo lo dejó,
uniéndose al otro cerca de la puerta. En ese momento la vela se
extinguió súbitamente, dejando todo en una profunda oscuridad.
Quizá la causa fue una ráfaga de viento proveniente de la puerta
abierta; cualquiera que fuera la causa, el efecto fue inquietante.
—"Caballeros",
—dijo una voz que sonó extrañamente poco familiar en la alterada
condición que afectaba a las relaciones de los sentidos—
"caballeros, no se moverán hasta que escuchen que se cierra la
puerta exterior".
Se
escuchó el sonido de trastabilleos, después cómo se cerraba la
puerta interior; y finalmente la exterior se cerró con un golpe que
estremeció al edificio entero.
Pocos
minutos después, el hijo de un granjero que regresaba tarde se
encontró con un carruaje ligero que era conducido furiosamente hacia
el poblado de Marshall. Declaró que detrás de las dos figuras en el
asiento delantero se sentaba una tercera, con las manos sobre los
hombros inclinados de los otros, que parecían luchar en vano por
liberarse de sus dedos. Esta figura, a diferencia de las otras,
estaba vestida de blanco, y sin duda había subido al carruaje
mientras pasaba frente a la casa embrujada. Ya que el muchacho podía
presumir de una considerable experiencia con lo sobrenatural, su
palabra tenía el peso justamente otorgado al testimonio de un
experto. La historia (en conexión con los sucesos del día
siguiente) eventualmente apareció en el Advance, con algunos
ligeros retoques literarios y una sugerencia al final de que el
caballero aludido recibiría la oportunidad de usar las columnas del
periódico para dar su versión de la aventura nocturna. Pero el
privilegio quedó sin reclamar.
II
Los
eventos que llevaron a este "duelo en la oscuridad" fueron
de lo más sencillos. Una tarde tres jóvenes del poblado de Marshall
estaban sentados en una tranquila esquina del porche del hotel,
fumando y discutiendo el tipo de asuntos que tres jóvenes educados
de un pueblo sureño encontrarían naturalmente interesantes. Sus
nombres eran King, Sancher y Rosser. A poca distancia, dentro del
rango auditivo pero sin participar en la conversación, se sentaba un
cuarto. Era un extraño para los otros. Sólo sabían que al llegar
en la diligencia esa tarde se había registrado en el hotel como
Robert Grossmith. No se le había visto hablar con nadie excepto con
el encargado del hotel. Parecía, de hecho, singularmente contento
con su propia compañía —o, como el personal del Advance lo
expresó, "muy adicto a las compañías malignas". Pero
también debe decirse en justicia al extraño que el personal era de
una disposición demasiado sociable como para juzgar con justicia a
alguien de diferente talante, y había, además, experimentado cierto
rechazo al intentar hacer una "entrevista".
—"Odio
cualquier tipo de deformidad en una mujer", —dijo King—, "ya
sea natural o adquirida. Tengo la teoría de que cualquier defecto
físico tiene su correspondiente defecto mental y moral".
—"Infiero
entonces", —dijo Rosser gravemente— "que una dama que
carece de la ventaja moral de una nariz encontraría en la lucha por
convertirse en la señora King una ardua empresa".
—"Por
supuesto que puedes ponerlo así", —fue la respuesta—;
"pero, seriamente, una vez abandoné a una joven de lo más
encantador al enterarme por accidente de que había sufrido la
amputación de un dedo del pie. Mi conducta fue brutal, si lo desean,
pero si me hubiera casado con ella habría sido miserable toda mi
vida, y la habría hecho miserable a ella".
—"En
cambio", —dijo Sancher, con una ligera risa—, "al
casarse con un caballero de opiniones más liberales terminó con una
garganta cercenada".
—"Ah,
sabes a quién me refiero. Sí, se casó con Manton, pero no creo que
fuera tan liberal; no me extrañaría que le hubiera cortado la
garganta porque descubrió que le faltaba esa cosa tan excelente en
una mujer, el dedo medio del pie derecho".
—"¡Miren
a ese tipo!", —dijo Rosser en voz baja, su mirada fija en el
extraño.
Ese
tipo estaba obviamente escuchando con interés la conversación.
—"¡Maldita
sea su impudencia!", —murmuró King—, "¿qué debemos
hacer?".
—"Eso
es fácil", —replicó Rosser, levantándose—. "Señor",
—continuó, dirigiéndose al extraño—, "creo que sería
mejor si llevara su silla al otro lado de la veranda. La presencia de
caballeros es claramente una situación poco familiar para usted".
El
hombre se levantó de un salto y avanzó con los puños apretados, su
cara pálida de rabia.
Todos
estaban ahora de pie. Sancher se interpuso entre los beligerantes.
—"Eres
apresurado e injusto", —le dijo a Rosser—; "este
caballero no ha hecho nada para merecer ese lenguaje".
Pero
Rosser no quiso retirar ni una palabra. Por las costumbres del país
y de la época la discusión sólo podía tener una conclusión.
—"Demando
la satisfacción que merece un caballero", —dijo el extraño,
que se había tranquilizado—. "No tengo ningún conocido en
esta región. Quizá usted, señor", —haciendo una reverencia
a Sancher—, "será tan amable de representarme en este
asunto".
Sancher
aceptó la confianza —algo renuente, debe confesarse, pues la
apariencia y los modales del hombre no eran del todo de su gusto—.
King, que durante el coloquio no había retirado los ojos del rostro
del extraño ni había pronunciado palabra, consintió con un
movimiento de cabeza en actuar por Rosser, y el acuerdo final fue
que, tras retirarse los protagonistas, se arregló una cita para la
noche siguiente. La naturaleza del acuerdo ya se ha relatado. El
duelo con cuchillos en un cuarto oscuro fue en cierta época una
parte más común de la vida en el suroeste de lo que probablemente
volverá a ser. Qué tan ligera era la capa de "caballerosidad"
que cubría la esencial brutalidad del código bajo el cual eran
posibles tales encuentros es algo que veremos.
III
En
el calor de un mediodía de verano la vieja casa Manton no era fiel a
sus tradiciones. Era de la tierra, terrenal. La luz de sol la
acariciaba calurosa y afectuosamente, sin importarle, evidentemente,
su mala reputación. La hierba que pintaba de verde todo el terreno
al frente parecía crecer, no a duras penas, sino con una natural y
alegre exuberancia, y la maleza florecía como hacen las plantas.
Llenos de luces y sombras encantadoras y poblados de pájaros de
agradable voz, los descuidados árboles de sombra ya no intentaban
escapar, sino que se inclinaban reverentemente bajo sus cargas de sol
y canción. Aún en las ventanas sin vidrios de la parte superior
había una expresión de paz y contento, gracias a la luz interna.
Sobre los campos pedregosos el calor visible danzaba con un vivo
temblor incompatible con la gravedad que es atributo de lo
sobrenatural.
Tal
era el aspecto que el lugar presentaba al comisario Adams y a otros
dos hombres que habían venido de Marshall para verla. Uno de ellos
era el señor King, el ayudante del comisario; el otro, cuyo nombre
era Brewer, era hermano de la difunta señora Manton. Bajo una
benévola ley estatal referente a la propiedad que ha permanecido
abandonada por cierto tiempo por un propietario cuya residencia no
puede establecerse, el comisario era el custodio legal de la granja
Manton y todo lo que a ella pertenecía. Su visita actual era en mero
cumplimiento de alguna orden de una corte en la que el señor Brewer
había solicitado la posesión de la propiedad como heredero de su
difunta hermana. Por mera coincidencia, la visita se realizó al día
siguiente de la noche en la que el oficial King había abierto la
casa para otro propósito muy diferente. Su presencia actual no era
por propia elección: se le había ordenado acompañar a su superior
y por el momento no se le ocurría nada más prudente que simular
presteza en su obediencia a la orden.
Abriendo
sin preocupación la puerta frontal, que para su sorpresa no estaba
cerrada con llave, el comisario se sorprendió al ver, tirado en el
piso del pasillo al cual se abría, un confuso montón de ropas de
hombre. Un examen mostró que consistía de dos sombreros y la misma
cantidad de abrigos, chalecos y bufandas, todo en un notable buen
estado de conservación, aunque un tanto maltrecho por el polvo en el
que yacía. El señor Brewer estaba igualmente sorprendido, pero la
emoción del señor King no quedó registrada. Con un nuevo y vivo
interés en sus propios actos, el comisario después abrió una
puerta al lado derecho, y los tres entraron. El cuarto estaba al
parecer vacío. No conforme sus ojos se acostumbraron a la tenue luz
algo se hizo visible en el ángulo más lejano de la pared. Era una
figura humana, la de un hombre en cuclillas cerca de la esquina. Algo
en su actitud hizo que los intrusos se detuvieran cuando apenas
habían atravesado el umbral. La figura se definió más y más
claramente. El hombre estaba sobre una rodilla, con la espalda en el
ángulo de la pared, sus hombros elevados al nivel de sus orejas, sus
manos frente a su cara, no las palmas hacia afuera, los dedos
separados y torcidos como garras; el blanco rostro volteado hacia
arriba sobre el contraído cuello tenía una expresión de pánico
indescriptible, la boca a medio abrir, los ojos increíblemente
expandidos. Estaba muerto. Sin embargo, con la excepción de un
cuchillo Bowie, que evidentemente había caído de su propia mano, no
había otro objeto en la habitación.
En
el espeso polvo que cubría el piso había algunas confusas pisada
cerca de la puerta y a lo largo de la pared en la que se abría. A lo
largo de una de las paredes adyacentes, también, pasando frente a
las ventanas entabladas, estaba el rastro dejado por el propio hombre
al dirigirse hacia su esquina. Instintivamente, al aproximarse al
cuerpo, los tres hombres siguieron ese rastro. El comisario tomó uno
de los extendidos brazos; estaba tan rígido como el hierro, y la
aplicación de una ligera fuerza movió el cuerpo entero sin alterar
la relación de sus partes. Brewer, pálido de emoción, observó
fijamente el distorsionado rostro.
—"¡Dios
misericordioso!", —gritó repentinamente—"¡Es Manton!".
—"Tiene
razón", —dijo King, que claramente intentaba mantener la
calma—: "Conocí a Manton. En aquel tiempo tenía barba y
cabello largo, pero este es él".
Podría
haber agregado:
—"Lo
reconocí cuando retó a Rosser. Le dije a Rosser y Sancher quién
era antes de que le jugáramos esta horrible broma. Cuando Rosser
salió de este cuarto oscuro detrás de nosotros, olvidando su abrigo
en la emoción del momento y alejándose con nosotros en el carruaje
sólo en camisa, durante todas las despreciables acciones supimos con
quién estábamos tratando, ¡asesino y cobarde que era!".
Pero
nada de esto dijo el señor King. Con su mejor luz trataba de
penetrar el misterio de la muerte del hombre. Que no se había movido
de la esquina en que había sido colocado; que su postura no era de
ataque o defensa; que había soltado su arma; que había obviamente
perecido de puro terror por algo que vio, circunstancias todas que la
perturbada inteligencia del señor King no podía comprender con
claridad.
Debatiéndose
en la oscuridad intelectual en busca de una pista para su laberinto
de duda, su mirada, dirigida mecánicamente hacia abajo como hace uno
al ponderar asuntos importantes, cayó sobre algo que, ahí, a plena
luz de día y en presencia de compañeros vivientes, le afectó con
terror.
En
el polvo de los años que yacía espeso sobre el suelo —dirigiéndose
desde la puerta por la que habían entrado, directamente atravesando
la habitación hasta un metro del contorsionado cuerpo de Manton—,
había tres líneas paralelas de pisadas ligeras, pero definidas
impresiones de pies descalzos, los exteriores de niños pequeños, el
interior de una mujer. Desde el punto en que terminaban no
regresaban; todas apuntaban en una sola dirección. Brewer, que las
había observado en el mismo momento, se inclinaba hacia adelante en
una actitud de total atención, horriblemente pálido.
—"¡Miren
eso!", —gritó, señalando con ambas manos a la pisada más
cercana del pie derecho de la mujer, donde al parecer se había
detenido y permanecido en pie—. "Falta el dedo medio del pie ,
¡era Gertrude!".
Gertrude
era la difunta señora Manton, hermana del señor Brewer.
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