En el siglo XVII, cuando la Nueva España llegaban los primeros colonos, la muerte era escasa entre los pocos pobladores, pero todos temían al viejo Bartolomé, el sepulturero de la ciudad. Cabizbajo, con la piel adherida a los huesos y de un semblante pálido y mortuorio causaba impresión entre los pobladores. Al verlo pasar, preferían evitarlo mientras se susurraba a sus espaldas: "¡Ahí viene la muerte!" proclamaban. Tanto de día como de noche se prefería mejor no tener tratos con él.
Aunque su aspecto raquítico asustaba a todo español y criollo, el hombre de cincuenta años, cabello canoso y escaso, despilfarraba su dinero en francachelas. No le importaba que los demás le tuviesen miedo, una buena copa de vino (o mejor dicho dos, tres, cuatro...) deleitaba sus sentidos y también menguaba estas impresiones. No le importaba que los demás lo aislaran, mientras tuviera su buena bebida todo marchaba bien.
Su joven ayudante lo veía con cierta lástima, era de los únicos que no le temían, pero tenía cierta consideración al viejo mientras le ordenaba abrir fosas al siguiente difunto. Como en el cementerio había difuntos pertenecientes al abolengo, eran sepultados con sus joyas y exquisitas prendas, no faltaba el desconsiderado que ingresaba al cementerio a profanar el sueño de los muertos y hurtar los últimos recuerdos. Situación que aprovechó el viejo Bartolomé, y usando su fúnebre aspecto, se hacía pasar por un fantasma y engañaba a los bellacos, quienes huían despavoridos y después se arrepentían de sus acciones.
Cada logro era mérito de celebrar con una copa de vino, bueno, cualquier situación sea menor o mayor importancia, era motivo de celebración alcohólica para el viejo Bartolomé. Su joven asistente no era el único que temía, también estaba el tabernero, pero a diferencia del asistente veía en el sepulturero una bola de monedas. Era uno de sus clientes favoritos. Como era costumbre, cada noche asistía a la taberna de mala monta y Bartolomé degustaba del buen vino. Ambos, cliente y vendedor tomaban hasta perder el sentido. Como si se tratara de un récord, entre los dos dejaron a la mitad un tonel.
Pero la muerte no aguardaba en el cementerio, rondaba en la taberna y tenía en la mira a los dos alcoholizados hombres. Al amanecer, el viejo Bartolomé despertó de una terrible resaca que duraría poco tiempo al descubrir sin vida a su amigo el tabernero. El hombre había fallecido a causa del exceso de alcohol en una sola noche. El viejo sepulturero se sintió desgraciado al saberse responsable de la muerte de su mejor amigo, era de los pocos que no le rehuía aunque el tabernero sólo estaba con él por dinero.
Arrepentido, el viejo Bartolomé acudió con un cura y juró solemnemente que jamás tocaría una sola gota de vino. Juró que el mismo diablo se lo llevaría si se dejaba llevar de nuevo por el vicio. Así fue como el hombre abandonó la bebida... al menos durante un tiempo. Habían transcurrido seis meses desde la muerte del taberno, y el negocio no fue proclamado por nadie y permaneció abandonado, con las puertas y ventanas tapiadas. Cada vez que el viejo Bartolomé pasaba por ahí, un océano de sensaciones lo invadía: arrepentimiento, miedo, pero también tentación.
Hasta que una noche de tormenta que parecía desatada por el mismo Luzbel, el viejo Bartolomé regresaba del cementerio tras haber terminado de arreglar un mausoleo para un acaudalado hombre de negocios que había muerto tras una larga enfermedad. Era el único en las prolongadas calles que eran azotadas por la tormenta. Cansado y con frío, pasó por la calle donde vivía el tabernero. De repente la tentación había retornado para atormentar su sobria alma. El negocio lucía lúgubre, pero se percató de un extraño resplandor que salía de una de las ventanas. Era increíble, la ventana no estaba tapiada como las demás, y el fulgor parecía provenir de una vela. El viejo Bartolomé, el sepulturero que tanto hacía temer a los demás y pasarse por un fantasma, sentía un mal presentimiento, como si algo terrible fuera a suceder.
Decidió evitar la ventana abierta, sin embargo un impulso lo intentaba a obligar a ver en el interior. Sabía perfectamente que la taberna estaba clausurada y por el momento nadie había reclamado el lugar. Quiso caminar aprisa cuando una voz grave y profunda dijo: "Acompáñame con una buena copa, viejo amigo". Su corazón se congeló al escuchar aquellas palabras. Volteó hacia la ventana abierta e iluminada por el débil resplandor de una vela. En el interior se encontraba su amigo, el tabernero. El hombre que había muerto hacía seis meses, estaba sentado ahí, sosteniendo una jarra de vino mientras sonreía y la oscuridad cubría sus ojos. Éste invitaba al viejo Bartolomé a seguirlo con una buena bebida.
El terror invadió cada centímetro de su piel y el viejo Bartolomé sólo respondió huyendo del lugar. Sólo faltaba unas calles para llegar a su casa, y trataría de olvidar la horripilante escena. Por fin logró llegar a su casa, y antes extrajo la llave cuando sintió que alguien estaba a su lado. No quería hacerlo, pero una fuerza extraterrenal lo sometió y descubrió de nuevo al tabernero, parado a un lado de la puerta. Extendió su mano y trató de invitarlo a tomar un trago. El viejo Bartolomé estaba a punto de formar parte de su propio cementerio cuando vio en los febriles ojos del tabernero el mismo infierno, y vio cómo su rostro se había vuelto descarnado. El esquelético ser soltó una carcajada, se burlaba del miedo de su víctima.
El sepulturero se apartó del espanto venido de ultratumba, y el ultimátum fue cuando el espectro arrojó la jarra de vino hacia el suelo, y como de un acto de magia infernal se tratara, el vino se transformó en fuego, las llamas bloqueaban la puerta. El espectro del tabernero soltó unas macabras carcajadas que hacía cimbrar a su víctima, al tiempo que las llamas se alzaban.
El viejo Bartolomé no pudo soportar más y cayó inconsciente ante la diabólica escena. Despertó al día siguiente, sobre la acera. La gente que transitaba lo miraba de manera vergonzosa, pensaban que el viejo Bartolomé estaba ebrio, no obstante él aseguraba que no había probado ni pizca de licor.
Algunos conjeturan que el sepulturero había rotó su juramento y de nuevo se arrastró el vicio. Pero para demostrar la veracidad de los hechos, el viejo Bartolomé les enseñó a los incrédulos la evidencia: la puerta de su casa estaba chamuscada, a consecuencia de las llamas que había arrojado el espectro del tabernero. Sólo algunos creyeron, otros pensaban que él mismo había incendiado la puerta en estado etílico, o que algún antiguo enemigo le quiso dar una lección.
El viejo Bartolomé sabe la verdad, así como también evita la taberna de su viejo amigo, sí, aquella taberna que, antes de ser demolida para ser sustituida por un moderno edificio, que aquel tiempo seguía con las ventanas tapiadas, excepto la ventana donde el espectro invitaba a beber al viejo Bartolomé, y quizás lo llevaría al mismo infierno.
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