M.R. James fue un conocido escritor inglés, que destacó en el género de Fantasmas, publicó esta historia (el 6 de diciembre de 1924 en la revista literaria Snapdragon) y posteriormente fue integrada en su antología "Historias de Fantasmas".
Está narrado a la manera clásica de "ghost story" (un personaje comparte la historia de un protagonista testigo dando la impresión de ser una leyenda) que nos habla de un hombre solitario que vive junto a un cementerio y una venganza de ultratumba que será la tensión.
Nos habla del miedo a los cementerios, que es fomentado de alguna manera por e temor a lo desconocido de la muerte. El deceso ya no se ve como el final de la vida, sino como algo macabro. De acuerdo al relato, este miedo surge por un sentimiento de culpa (a manera de "castigo" por cometer una falta) muy característico de algunos Ghost Story, el fantasma es "la reprimenda" y de ahí el miedo simbólico a los difuntos.
Había un hombre que vivía junto al cementerio (1924)
M.R. James
Ése
es, como sabéis, el principio del cuento de trasgos y duendes que
Mamilius, la mejor criatura de Shakespeare, estaba contando a su
madre la reina y a sus damas de compañía, cuando entra el rey con
su guardia y la manda a prisión. Y no hay más: Mamilius muere poco
después sin haber tenido ocasión de terminarlo. Pero ¿cómo habría
sido? Shakespeare lo sabía, claro está; y yo voy a permitirme el
atrevimiento de decir que también, no iba a ser un cuento nuevo; muy
probablemente era uno que habéis oído, incluso que habéis contado.
Cualquiera de nosotros puede situarlo en el marco que más le plazca.
Éste es el mío:
Había
un hombre que vivía junto a un cementerio. Su casa tenía una planta
baja de piedra y un piso de madera. Las ventanas delanteras daban a
la calle y las de atrás al cementerio. Antes había pertenecido al
cura de la parroquia; pero el cura (es la época de la reina Isabel)
estaba casado y quería disponer de más espacio. Además, a su mujer
no le gustaba contemplar de noche el cementerio desde la ventana de
su cuarto. Decía que veía... pero no importa lo que dijera; el caso
es que no daba tregua a su marido, hasta que éste accedió a mudarse
a una casa más amplia de la calle del pueblo. Y esta otra pasó a
ocuparla John Poole, un viudo que vivía solo. Este Poole era un
hombre mayor de vida retraída; la gente decía que era algo avaro.
Probablemente
era verdad: desde luego, tenía otras rarezas. En aquel entonces era
corriente enterrar a los muertos de noche a la luz de las antorchas;
y se había observado que cuando se acercaba un sepelio, John Poole
estaba siempre asomado a una ventana, bien de arriba o bien de abajo,
según fuera a presenciarlo mejor desde un sitio o desde otro.
Y
llegó una noche en que hubo que enterrar a una anciana. Había sido
bastante rica, aunque no querida en el lugar. En vida se había dicho
de ella que no era cristiana, que noches como la de la víspera de
San Juan y de Todos los Santos las pasaba fuera de casa y que tenía
unos ojos rojos que daba miedo mirar. Ningún mendigo se acercó
jamás a llamar a su puerta. Sin embargo, al morir había dejado a la
Iglesia una bolsa de dinero.
No
hubo tormenta la noche que la enterraron: fue una noche cálida y
tranquila. Pero costó encontrar quienes la llevaran, y hombres que
alumbraran con antorchas, a pesar de que había dejado más dinero
del que solía pagarse por ese trabajo. La enterraron sin ataúd,
envuelta en un paño de lana. Sólo estuvieron presentes los hombres
imprescindibles... y John Poole que miraba desde su ventana. Antes de
empezar a echar tierra, el cura se inclinó y dejó caer algo sobre
el cadáver —algo que tintineó—, murmuró unas palabras que
sonaron algo así como: «Púdrase tu dinero contigo», y se fue a
continuación; y lo mismo los demás, quedándose sólo uno a
alumbrar al sepulturero y su hijo para que acabasen de cubrir el
hoyo. No fue un trabajo esmerado; porque al día siguiente, que era
domingo, los que acudieron al servicio religioso reconvinieron al
sepulturero, diciéndole que era la sepultura más desastrosa del
cementerio. Y efectivamente, cuando él fue a verla, la encontró
peor de lo que creía haberla dejado.
Entre
tanto, John Poole andaba con una expresión muy rara en la cara,
medio exultante, medio nerviosa por así decir. Empezó a pasar
alguna que otra velada en la taberna, cosa totalmente contraria a sus
hábitos; y dio a entender a los que solían hablar con él que había
heredado cierto dinero y que iba a ver si encontraba una casa mejor.
—Bueno,
no me sorprende —dijo el herrero una noche—. A mí no me gustaría
vivir en esa casa que tienes. Me pasaría las noches imaginando
cosas».
El
tabernero preguntó qué clase de cosas.
—Bueno,
pues que alguien subía a la ventana de mi cuarto y cosas así —dijo
el herrero—; la vieja Wilkins, por ejemplo, que fue enterrada hace
hoy una semana, ¿eh?
—Vamos,
vamos; deberías tener más en cuenta los sentimientos de las
personas —dijo el tabernero—. Eso no es muy considerado con el
señor Poole, ¿no crees?
—Al
señor Poole le tiene eso sin cuidado —dijo el herrero—. Lleva
viviendo ahí lo bastante como para estar curado de espanto. Yo lo
único que digo es que no escogería esa casa. Entre los desfiles con
campanilla y antorchas cada vez que hay un entierro, y el silencio de
las tumbas cuando no lo hay... Aunque dicen que se ven luces... ¿Ve
usted luces, señor
Poole?
—No;
nunca he visto luces —dijo el señor Poole arrugando el ceño. Y
pidió otro vaso, y regresó a su casa tarde ya.
Esa
noche, acostado arriba en su cuarto, empezó a gemir un viento
alrededor de la casa que no le dejaba conciliar el sueño. Se
levantó, fue a una pequeña alacena que había en la pared, sacó
algo que tintineaba, y se lo metió bajo la pechera del camisón.
Después
fue a la ventana y se asomó al cementerio.
¿Habéis
visto alguna vez esa antigua estatua de bronce que hay en una
iglesia, que es una figura humana envuelta en un sudario? ¿Con el
sudario fruncido y atado en lo alto de la cabeza de manera singular?
Pues algo así vio John Poole emerger del suelo, en un lugar del
cementerio que él conocía bien. Corrió a meterse en la cama, y
allí se quedó completamente quieto.
Un
instante después oyó retemblar débilmente la ventana. Muerto de
miedo y contra su voluntad, John Poole volvió los ojos en esa
dirección. ¡Horror! Entre él y la luz de la luna se alzaba la
negra silueta de cabeza tapada con el lienzo fruncido... Y de
repente, la figura estaba en la habitación. Sonaron un repiqueteo de
tierra seca en el suelo, una voz cascada que preguntó: «¿Dónde
está?», y unos pasos que iban de un lado para otro, unos pasos
vacilantes, como de alguien que camina con dificultad. John Poole la
vio registrar los rincones, agacharse a mirar bajo las sillas; por
último, la oyó manotear en las puertas de la alacena, abrirlas de
par en par. Sus uñas largas arañaron las baldas vacías. Y entonces
la figura se volvió súbitamente, se quedó inmóvil un instante
junto a la cama, alzó los brazos, y con una ronca exclamación: «¡Lo
TIENES TÚ!»...
Al
llegar a este punto, su alteza el príncipe Mamilius (que habría
acortado este cuento bastante más que yo) se arrojó con un alarido
sobre la más joven de las damas presentes, que respondió con un
grito igualmente penetrante. Al punto lo agarró su majestad la reina
Hermione y, reprimiendo unas ganas enormes de echarse a reír, lo
zarandeó y le dio una sonora bofetada. Completamente colorado y al
borde del llanto, estuvo a punto de ser enviado a la cama. Pero por
intercesión de su víctima, que se había recobrado del susto, se le
permitió finalmente quedarse hasta su hora habitual de retirarse;
para entonces se había tranquilizado lo bastante como para afirmar,
al dar las buenas noches a la reunión, que sabía otro cuento el
triple de horripilante, y que lo contaría en la primera ocasión.
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