Había un hombre que vivía junto al cementerio, M.R. James (1931)




M.R. James fue un conocido escritor inglés, que destacó en el género de Fantasmas, publicó esta historia (el 6 de diciembre de 1924 en la revista literaria Snapdragon) y posteriormente fue integrada en su antología "Historias de Fantasmas". 
   Está narrado a la manera clásica de "ghost story" (un personaje comparte la historia de un protagonista testigo dando la impresión de ser una leyenda) que nos habla de un hombre solitario que vive junto a un cementerio y una venganza de ultratumba que será la tensión. 
   Nos habla del miedo a los cementerios, que es fomentado de alguna manera por e temor a lo desconocido de la muerte. El deceso ya no se ve como el final de la vida, sino como algo macabro. De acuerdo al relato, este miedo surge por un sentimiento de culpa (a manera de "castigo" por cometer una falta) muy característico de algunos Ghost Story, el fantasma es "la reprimenda" y de ahí el miedo simbólico a los difuntos. 

Había un hombre que vivía junto al cementerio (1924)
M.R. James
   
Ése es, como sabéis, el principio del cuento de trasgos y duendes que Mamilius, la mejor criatura de Shakespeare, estaba contando a su madre la reina y a sus damas de compañía, cuando entra el rey con su guardia y la manda a prisión. Y no hay más: Mamilius muere poco después sin haber tenido ocasión de terminarlo. Pero ¿cómo habría sido? Shakespeare lo sabía, claro está; y yo voy a permitirme el atrevimiento de decir que también, no iba a ser un cuento nuevo; muy probablemente era uno que habéis oído, incluso que habéis contado. Cualquiera de nosotros puede situarlo en el marco que más le plazca. Éste es el mío:
Había un hombre que vivía junto a un cementerio. Su casa tenía una planta baja de piedra y un piso de madera. Las ventanas delanteras daban a la calle y las de atrás al cementerio. Antes había pertenecido al cura de la parroquia; pero el cura (es la época de la reina Isabel) estaba casado y quería disponer de más espacio. Además, a su mujer no le gustaba contemplar de noche el cementerio desde la ventana de su cuarto. Decía que veía... pero no importa lo que dijera; el caso es que no daba tregua a su marido, hasta que éste accedió a mudarse a una casa más amplia de la calle del pueblo. Y esta otra pasó a ocuparla John Poole, un viudo que vivía solo. Este Poole era un hombre mayor de vida retraída; la gente decía que era algo avaro.
Probablemente era verdad: desde luego, tenía otras rarezas. En aquel entonces era corriente enterrar a los muertos de noche a la luz de las antorchas; y se había observado que cuando se acercaba un sepelio, John Poole estaba siempre asomado a una ventana, bien de arriba o bien de abajo, según fuera a presenciarlo mejor desde un sitio o desde otro.
Y llegó una noche en que hubo que enterrar a una anciana. Había sido bastante rica, aunque no querida en el lugar. En vida se había dicho de ella que no era cristiana, que noches como la de la víspera de San Juan y de Todos los Santos las pasaba fuera de casa y que tenía unos ojos rojos que daba miedo mirar. Ningún mendigo se acercó jamás a llamar a su puerta. Sin embargo, al morir había dejado a la Iglesia una bolsa de dinero.
No hubo tormenta la noche que la enterraron: fue una noche cálida y tranquila. Pero costó encontrar quienes la llevaran, y hombres que alumbraran con antorchas, a pesar de que había dejado más dinero del que solía pagarse por ese trabajo. La enterraron sin ataúd, envuelta en un paño de lana. Sólo estuvieron presentes los hombres imprescindibles... y John Poole que miraba desde su ventana. Antes de empezar a echar tierra, el cura se inclinó y dejó caer algo sobre el cadáver —algo que tintineó—, murmuró unas palabras que sonaron algo así como: «Púdrase tu dinero contigo», y se fue a continuación; y lo mismo los demás, quedándose sólo uno a alumbrar al sepulturero y su hijo para que acabasen de cubrir el hoyo. No fue un trabajo esmerado; porque al día siguiente, que era domingo, los que acudieron al servicio religioso reconvinieron al sepulturero, diciéndole que era la sepultura más desastrosa del cementerio. Y efectivamente, cuando él fue a verla, la encontró peor de lo que creía haberla dejado.
Entre tanto, John Poole andaba con una expresión muy rara en la cara, medio exultante, medio nerviosa por así decir. Empezó a pasar alguna que otra velada en la taberna, cosa totalmente contraria a sus hábitos; y dio a entender a los que solían hablar con él que había heredado cierto dinero y que iba a ver si encontraba una casa mejor.
—Bueno, no me sorprende —dijo el herrero una noche—. A mí no me gustaría vivir en esa casa que tienes. Me pasaría las noches imaginando cosas».
El tabernero preguntó qué clase de cosas.
—Bueno, pues que alguien subía a la ventana de mi cuarto y cosas así —dijo el herrero—; la vieja Wilkins, por ejemplo, que fue enterrada hace hoy una semana, ¿eh?
—Vamos, vamos; deberías tener más en cuenta los sentimientos de las personas —dijo el tabernero—. Eso no es muy considerado con el señor Poole, ¿no crees?
Al señor Poole le tiene eso sin cuidado —dijo el herrero—. Lleva viviendo ahí lo bastante como para estar curado de espanto. Yo lo único que digo es que no escogería esa casa. Entre los desfiles con campanilla y antorchas cada vez que hay un entierro, y el silencio de las tumbas cuando no lo hay... Aunque dicen que se ven luces... ¿Ve usted luces, señor Poole?
No; nunca he visto luces —dijo el señor Poole arrugando el ceño. Y pidió otro vaso, y regresó a su casa tarde ya.
Esa noche, acostado arriba en su cuarto, empezó a gemir un viento alrededor de la casa que no le dejaba conciliar el sueño. Se levantó, fue a una pequeña alacena que había en la pared, sacó algo que tintineaba, y se lo metió bajo la pechera del camisón.
Después fue a la ventana y se asomó al cementerio.
¿Habéis visto alguna vez esa antigua estatua de bronce que hay en una iglesia, que es una figura humana envuelta en un sudario? ¿Con el sudario fruncido y atado en lo alto de la cabeza de manera singular? Pues algo así vio John Poole emerger del suelo, en un lugar del cementerio que él conocía bien. Corrió a meterse en la cama, y allí se quedó completamente quieto.
Un instante después oyó retemblar débilmente la ventana. Muerto de miedo y contra su voluntad, John Poole volvió los ojos en esa dirección. ¡Horror! Entre él y la luz de la luna se alzaba la negra silueta de cabeza tapada con el lienzo fruncido... Y de repente, la figura estaba en la habitación. Sonaron un repiqueteo de tierra seca en el suelo, una voz cascada que preguntó: «¿Dónde está?», y unos pasos que iban de un lado para otro, unos pasos vacilantes, como de alguien que camina con dificultad. John Poole la vio registrar los rincones, agacharse a mirar bajo las sillas; por último, la oyó manotear en las puertas de la alacena, abrirlas de par en par. Sus uñas largas arañaron las baldas vacías. Y entonces la figura se volvió súbitamente, se quedó inmóvil un instante junto a la cama, alzó los brazos, y con una ronca exclamación: «¡Lo TIENES TÚ!»...
Al llegar a este punto, su alteza el príncipe Mamilius (que habría acortado este cuento bastante más que yo) se arrojó con un alarido sobre la más joven de las damas presentes, que respondió con un grito igualmente penetrante. Al punto lo agarró su majestad la reina Hermione y, reprimiendo unas ganas enormes de echarse a reír, lo zarandeó y le dio una sonora bofetada. Completamente colorado y al borde del llanto, estuvo a punto de ser enviado a la cama. Pero por intercesión de su víctima, que se había recobrado del susto, se le permitió finalmente quedarse hasta su hora habitual de retirarse; para entonces se había tranquilizado lo bastante como para afirmar, al dar las buenas noches a la reunión, que sabía otro cuento el triple de horripilante, y que lo contaría en la primera ocasión.

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