El escritor y periodista estadounidense, William Seabrook, nos presenta un escalofriante relato relacionado con zombies. Recordando que Seabrock había viajado Haíti, muy probablemente se inspiró en las historias sobre muertos resucitados por medio del vudú.
El siguiente relato nos aborda el misterio de la muerte, que aún sigue siendo un enigma para la humanidad pero que nos plantea ¿qué ocurre si, en efecto, alguien volviera de la muerte? Muy seguramente sería algo aterrador. Les dejamos esta historia y disfruten.
La pálida esposa de Toussel (1931)
William Seabrook
Un
anciano y respetado caballero haitiano, cuya esposa era de
nacionalidad francesa, tenía una hermosa sobrina llamada Camille,
una joven mulata de piel clara a quien presentó y apadrinó en la
sociedad de Port—au—Prince, donde se hizo popular, y para quien
esperaba arreglar un matrimonio brillante. Sin embargo, su propia
familia era pobre; apenas se podía esperar que su tío, lo cual
entendían, le diera una dote —era un hombre próspero, pero no
rico, y tenía una familia propia—, y el sistema francés de la dot
es el que prevalece en Haití, de modo que al tiempo que los jóvenes
apuestos de la élite se apiñaban para llenar sus citas a los
bailes, poco a poco se hizo evidente que ninguno de ellos tenía
intenciones serias.
Al
acercarse Camille a la edad de veinte años, Matthieu Toussel, un
rico cultivador de café de Morne Hôpital, se convirtió en su
pretendiente, y después de un tiempo la solicitó en matrimonio. Era
de piel oscura y la doblaba en edad, pero rico, cosmopolita y bien
educado. La casa principal de residencia de los Toussel, en la falda
de las colinas y que daba a Port—au—Prince, no tenía techo de
paja y paredes de barro, sino que era un hermoso bungalow de madera,
con techo de tejas y amplias terrazas, entre un jardín de vivas
flores de fuego, palmeras y buganvillas. Allí Matthieu Toussel había
construido un camino, guardaba su coche grande y a menudo se lo veía
en los cafés y clubes de moda.
Corría
un antiguo rumor de que estaba asociado de algún modo con el vudú o
la brujería, pero tales rumores son normales respecto a casi todos
los haitianos que han adquirido poder en las montañas, y en el caso
de los hombres como Toussel rara vez se toman en serio. No pidió
ninguna dote, prometió ser generoso, tanto con ella como con su
apremiada familia, y ésta la convenció para que se casara. El
plantador negro se llevó a su pálida esposa con él de vuelta a la
montaña, y durante casi un año, eso parece, ella no fue infeliz, o,
por lo menos, no dio muestras de ello. Aún bajaban a Port—au—Prince,
y asistían de manera esporádica a las soirées*
de los clubes. Toussel le permitió visitar a su familia siempre que
lo deseó, le prestó dinero a su padre y arregló todo para enviar a
su hermano menor a un colegio en Francia.
Pero
poco a poco su familia, y también sus amigos, comenzaron a sospechar
que no todo marchaba tan felizmente como parecía allá arriba.
Empezaron a darse cuenta de que ella se mostraba nerviosa en
presencia de su marido, que daba la impresión de que había
adquirido un vago y creciente temor de él. Se preguntaron si Toussel
la estaba maltratando o descuidándola. La madre intentó conseguir
las confidencias de su hija, y la muchacha gradualmente le abrió el
corazón. No, su marido jamás la había maltratado, jamás le había
dirigido una palabra brusca; siempre era amable y considerado, pero
había noches en las que parecía extrañamente preocupado, y en
tales noches ensillaba su caballo y cabalgaba rumbo a las colinas, a
veces sin regresar hasta después de que hubiera amanecido, momento
en el que se mostraba aún más extraño y más perdido en sus
propios pensamientos que la noche anterior. Y había algo en el modo
en que a veces se sentaba y la miraba que la hacía sentir que ella
estaba, de algún modo, relacionada con esos pensamientos secretos.
Le tenía miedo a los pensamientos y le temía a él. De modo
intuitivo sabía, como lo saben las mujeres, que en sus excursiones
nocturnas no se hallaba involucrada ninguna otra mujer. No estaba
celosa. Se encontraba poseída por un miedo irracional. Una mañana,
cuando pensaba que él se había pasado toda la noche en las colinas,
mirando por casualidad por la ventana, así se lo contó a su madre,
le había visto salir por la puerta de una construcción baja que
había en su gran jardín, apartada de los otros bloques, y que él
le había dicho que era su despacho, donde guardaba la contabilidad,
los papeles de negocios, y donde la puerta siempre estaba cerrada con
llave.
—Entonces
—comentó la madre,
aliviada y tranquila—, ¿a qué se debe todo
esto? Con toda probabilidad, esos pensamientos secretos suyos se
deben a problemas de negocios... a alguna mezcla de café que está
preparando y que, quizá, no va muy bien, así que se queda despierto
toda la noche en su despacho meditando y calculando, o se marcha a
caballo para ir a reunirse y consultar con otros. Los hombres son
así. El asunto se explica por sí solo. Lo demás no es más que tu
imaginación nerviosa.
Y
ésta fue la última conversación racional que mantuvieron madre e
hija. Lo que sucedió posteriormente allá arriba en la noche fatal
del primer aniversario de bodas lo entresacaron de los intervalos
medio lúcidos de una criatura aterrorizada, temerosa e histérica,
que finalmente se volvió loca de remate. No obstante, los
acontecimientos por los que tuvo que pasar se le quedaron grabados de
forma indeleble en la cabeza; hubo tempranos períodos en los que
parecía bastante cuerda, y la secuencia de la tragedia se pudo
deducir poco a poco.
La
noche de su primer aniversario, Toussel había partido a caballo,
diciéndole que no lo esperara, y ella había supuesto que en su
preocupación se había olvidado de la fecha, lo cual le dolió y la
hizo guardar silencio. Se fue a la cama pronto y, por último, se
quedó dormida. Cerca de la medianoche su marido la despertó; estaba
de pie junto a la cama y sostenía una lámpara. Debía de haber
vuelto hacía cierto tiempo, pues ahora se lo veía vestido de
etiqueta.
—Ponte
el vestido que usaste en la boda y arréglate —dijo—, vamos a ir
a una fiesta.
Ella
estaba somnolienta y aturdida, pero inocentemente complacida,
imaginando que un tardío recuerdo de la fecha le había hecho
prepararle una sorpresa. Supuso que la iba a llevar a cenar y a
bailar al club, donde la gente a menudo aparecía bastante después
de la medianoche—. Tómate tu tiempo —añadió él—, y ponte
tan hermosa como puedas... no hay prisa.
Una
hora más tarde, cuando se reunió con él en la terraza, preguntó:
—Pero,
¿dónde está el coche?
—No,
—repuso él—, la fiesta se va a celebrar aquí.
Y
ella notó que había luz en la cabaña, su “oficina”, en el otro
extremo del jardín. No le dio tiempo para interrogarlo o protestar.
La cogió del brazo, la condujo por el oscuro jardín y abrió la
puerta. La oficina, si alguna vez había sido tal cosa, se había
transformado en un comedor, iluminado por una luz difusa procedente
de las velas altas. Había una mesa antigua con un buffet, sobre la
que colgaba un espejo, y donde había platos de carnes frías y
ensaladas, botellas de vino y frascas de ron. En el centro de la
estancia estaba puesta una elegante mesa con un mantel de damasco,
flores y reluciente plata. Cuatro hombres, también con trajes de
etiqueta, pero que les sentaban mal, ya se hallaban sentados a la
mesa. Había dos sillas vacías en los extremos. Los hombres sentados
no se levantaron cuando la joven enfundada en su vestido de boda
entró del brazo de su marido. Se sentaban encorvados y ni siquiera
giraron las cabezas para saludarla. Delante tenían copas de vino
llenas a medias, y pensó que ya estaban borrachos.
Mientras
Camille se sentaba con movimiento mecánico en la silla a la que la
condujo Toussel, ocupando él mismo la que estaba enfrente, con los
cuatro invitados situados entre ellos, dos a cada lado, de una forma
antinaturalmente tensa, aumentando dicha tensión a medida que
hablaba, dijo:
—Te
pido... que perdones la aparente rudeza... de mis invitados. Ha
pasado mucho tiempo... desde... que... probaran el vino... y se
sentaran así a una mesa... con... una anfitriona tan hermosa...
Pero, eh, ahora... beberán contigo, sí... alzarán... sus brazos,
como yo alzo el mío... brindarán contigo... más... se levantarán
y... bailarán contigo... más... harán...
Cerca
de ella, los dedos negros de un silencioso invitado estaban cerrados
con rigidez en torno al frágil pie de una copa de vino, ladeada,
derramándose. El horror acumulado en Camille se desbordó. Cogió
una vela, la aproximó a la cara macilenta y caída, y vio que el
hombre estaba muerto. Se encontraba sentada a la mesa de un banquete
con cuatro muertos apuntalados. Sin aliento durante un instante,
luego gritando, se puso en pie de un salto y salió corriendo.
Toussel llegó a la puerta demasiado tarde para frenarla. Era pesado
y la doblaba en edad. Ella corrió gritando aún a través del jardín
oscuro, un destello blanco entre los árboles, y atravesó el portón.
La juventud y el absoluto terror le prestaron alas a sus pies, y
escapó...
Una
procesión de mujeres madrugadoras del mercado, con sus cestos llenos
cargados en burros, que bajaba por la falda de la montaña al
amanecer, la encontró allí abajo sin sentido. Su vaporoso vestido
estaba roto y desgarrado, sus pequeños zapatos de satén blanco
deshilachados y sucios, uno de los tacones arrancado allí donde
tropezó con una raíz y cayó. Le mojaron la cara para revivirla, la
subieron a un burro y caminaron a su lado, sosteniéndola. Sólo
estaba medio consciente, incoherente, y las mujeres comenzaron a
discutir entre sí, tal como lo hacen las campesinas. Algunas
creyeron que se trataba de una dama francesa que había sido tirada o
se había caído de un coche; otras que se trataba de una
Dominicaine, que había
sido sinónimo en el dialecto criollo desde los primeros días
coloniales de “prostituta de lujo”.
Ninguna
la reconoció como Madame Toussel; quizá ninguna de ellas la había
visto jamás. Estaban discutiendo si dejarla en el hospital de las
Hermanas Católicas en las afueras de la ciudad, en cuya dirección
iban, o si sería más seguro —para ellas— llevarla
directamente al cuartel de la policía y contar la historia. Su
sonora discusión pareció despertarla; dio la impresión de haber
recuperado en parte los sentidos y comprender lo que hablaban. Les
dijo cómo se llamaba, el nombre de soltera, y les rogó que la
llevaran a casa de su padre. Una vez allí, habiéndola metido en la
cama y llamado a los médicos, la familia fue capaz de conseguir por
el farfulleo histérico de la joven una comprensión parcial de lo
que había sucedido. Ese mismo día subieron a ver a Toussel... a
registrar la casa. Pero Toussel se había ido, y todos los sirvientes
habían desaparecido salvo un anciano, quien dijo que Toussel se
hallaba en Santo Domingo. Entraron en la así llamada oficina y
encontraron aún la mesa puesta para seis personas, el vino sobre el
mantel, una botella volcada, las sillas tiradas, los platos de comida
todavía intactos sobre la mesilla, pero aparte de eso no
descubrieron nada.
Toussel
jamás regresó a Haití. Se dice que ahora está viviendo en Cuba.
La investigación criminal era inútil. ¿Qué esperanza razonable
podían haber tenido de condenarlo basándose en las pruebas que no
se sustentaban solas de una esposa de mente desequilibrada? Y en ese
punto, tal como me fue relatada, la historia se acababa con un
encogimiento de hombros, quedando en un misterio inconcluso.
¿Qué
había estado planeando ese Toussel... qué siniestra, quizá
criminal necromancia en la que su esposa iba a ser la víctima o el
instrumento? ¿Qué habría ocurrido si ella no hubiera escapado?
Formulé estas preguntas, pero no tuve ninguna explicación
convincente o incluso una teoría en respuesta. Hay historias de
abominaciones más bien horrendas, impublicables, practicadas por
algunos brujos que afirman levantar a los muertos, pero hasta donde
yo sé, sólo se trata de historias. Y en cuanto a lo que de verdad
sucedió aquella noche, la credibilidad depende de la prueba aportada
por una muchacha demente.
Entonces,
¿qué queda? Lo que queda se puede exponer con unas pocas palabras:
Matthieu
Toussel preparó una cena de aniversario de boda para su esposa en la
que se dispusieron seis platos, y cuando ella miró las caras de los
otros cuatro invitados, se volvió loca.
*T.
del fránces "Tardes"
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