El siguiente relato fue escrito por H.P. Lovecraft en colaboración de R.H. Barlow. Se trata de una historia post apocaliptíca que describe, de manera cruda, el final de los tiempos de la humanidad. Es uno de los pocos textos donde Lovecraft narra sobre un tiempo futuro para augurar un fatidíco destino. Una de las frases "El hombre se ha considerado siempre como el amo inmortal de las cosas naturales..." expone esa temática antiapocentrista de Lovecraft, las leyes de la naturaleza no se sujetan a los anhelos del hombre y terminan mostrando su fuerza opositora a través de la destrucción. El hombre es iluso al creer que todo lo posee y controla, pero en este texto no es así.
Dejamos el cuento para su placentera lectura.
" Hasta en los mares" de H.P. Lovecraft y R.H. Barlow (1935)
El hombre descansaba sobre la erosionada cima de un risco, oteando más
allá del valle. Desde allí podía ver una gran distancia, pero en
toda la marchita extensión no había ningún movimiento visible.
Nada se agitaba en la polvorienta llanura ni en la desmenuzada arena
de los lechos de ríos desecados mucho tiempo atrás, por donde una
vez fluyeran los caudalosas corrientes de la juventud de la Tierra.
Había poco verdor en aquel mundo terminal, aquel capítulo final de
la prolongada presencia de la humanidad sobre el planeta. Durante
incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían
asolado todas las tierras. Los árboles arbustos habían dado paso a
pequeños y retorcidos matorrales que subsistieron largo tiempo
merced a su fortaleza: pero ellos, a su vez, perecieron ante la
embestida de toscas hierbas y fibrosa y dura vegetación de extraña
evolución.
El
omnipresente calor, creciente según la Tierra giraba más próxima
al Sol, marchitó y mató con rayos inmisericordes. No había
sucedido repentinamente, transcurrieron largos eones antes de que
pudiera sentirse el cambio. Y, a lo largo de esas primeras eras, la
adaptable forma del hombre había seguido una lenta mutación,
moderándose a sí mismo para soportar el progresivamente tórrido
aire. Luego llegó el día en que el hombre pudo aguantar en sus
calurosas ciudades, aunque enfermo, y comenzó el gradual retroceso,
lento pero imparable. Aquellas ciudades y poblaciones cercanas al
Ecuador fueron las primeras, por supuesto, pero después fueron
seguidas por otras. El hombre, degenerado y exhausto, no pudo hacer
frente durante mucho tiempo al calor que ascendía inexorablemente.
Se consumía, y la evolución era demasiado lenta para dotarle de
nuevas resistencias.
Aunque
no bruscamente, las grandes ciudades del Ecuador fueron las primeras
en ser abandonadas a merced de la araña y el escorpión. En los
primeros años hubo muchos que resistieron, ideando curiosos escudos
y armaduras contra el calor y la mortífera sequedad. Esas almas
intrépidas, reforzando algunos edificios contra el sol implacable,
crearon mundos refugio en miniatura en cuyo interior no era necesaria
la armadura protectora. Inventaron maravillosos ingenios, de forma
que unos pocos hombres continuaron en las oxidadas torres, esperando
así aguantar en las antiguas tierras hasta que terminara la sequía.
Ya que muchos no quisieron creer cuanto decían los astrónomos y
aguardaban la vuelta del viejo mundo. Pero un día, los hombres de
Dath, en la nueva ciudad de Niyara, hicieron señales a Yuanario, su
capital de antigüedad inmemorial, y no recibieron ninguna respuesta
de los pocos que permanecían en su interior. Y cuando los
exploradores llegaron a la milenaria ciudad de torres enlazadas por
puentes encontraron sólo silencio. No había ni siquiera el horror
de la corrupción, ya que los lagartos carroñeros habían sido
diligentes.
Sólo
entonces la gente comprendió plenamente que aquellas ciudades
estaban perdidas para ellos y supieron que debían abandonarlas por
siempre a la naturaleza. Los otros colonizadores de las tierras
cálidas huyeron de sus arriesgadas posiciones, y el silencio total
reinó entre los altos muros de basalto de un millar de torres
vacías. De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del
pasado no quedó finalmente nada. Entonces, allí se alzaron, contra
los desiertos sin lluvia, las ahuecadas torres de hogares vacíos,
factorías y estructuras de todas clases, reflejando la deslumbrante
radiación del sol y agostándose bajo el cada vez más intolerable
calor.
Muchas
tierras, sin embargo, habían escapado aún a la plaga abrasadora,
por lo que pronto los refugiados fueron absorbidos en la vida de un
nuevo mundo. Durante siglos extrañamente prósperos, las blanqueadas
ciudades desiertas del Ecuador fueron medio olvidadas y adornadas con
fantásticas fábulas. Hubo pocos pensamientos sobre aquellas torres
espectrales en ruinas... aquellos montones de muros gastados y
invadidas por cactos, oscuramente silenciosas y abandonadas.
Hubo
guerras, devastadoras y prolongadas, aunque los tiempos de paz fueron
mayores. Pero siempre el henchido sol aumentaba su emisión según la
Tierra giraba más próxima a su progenitor. Era como si el planeta
pensara volver a la fuente de donde brotó, eones atrás, merced a un
cataclismo de dimensiones cósmicas. Tras un tiempo, el desastre
reptó más allá del cinturón central. El sur de Yarat se convirtió
en un árido desierto... y luego el norte. En Perath y Baling, cuyas
antiguas ciudades fueron habitadas durante incontables siglos, tan
sólo se movían las escamosas formas de la serpiente y la
salamandra, y en la última Loton sólo se escuchaba las esporádicas
caídas de las tambaleantes torres y las desmoronadas cúpulas.
El
gran desahucio del hombre de los dominios que siempre conocieran tuvo
lugar lenta, universal e inexorablemente. Ninguna tierra en el
interior del creciente y destructor cinturón se libró. Fue una
épica, una titánica tragedia cuya trama no fue revelada a los
actores: el total abandono de las ciudades del hombre. No llevó
siglos ni eras, sino milenios de crueles cambios. Y aún
continuaba... sombría, inevitable, brutalmente devastadora.
La
agricultura se paralizó; rápidamente, el mundo se volvió demasiado
árido para las cosechas. Se remedió mediante sustitutos
artificiales, pronto universalmente empleados. Y mientras los viejos
lugares que habían conocido los grandes hechos de los mortales eran
abandonados, el botín rescatado por los fugitivos mermó más y más.
Objetos del mayor valor e importancia quedaron olvidados en museos
muertos —perdidos
entre los siglos—
y, al fin, la herencia de un pasado inmemorial fue abandonada. La
decadencia tanto física como cultural surgió con el insidioso
calor. Ya que los hombres habían vivido tanto tiempo cómodos y
seguros que este éxodo de pasados escenarios fue difícil. Tales
sucesos no fueron recibidos Temáticamente, su misma lentitud era
aterradora. La degradación y el desastre fueron pronto comunes, los
gobiernos se disolvieron y las desamparadas civilizaciones se
sumieron en la barbarie.
Luego,
cuarenta y nueve siglos después de la ruina del cinturón
ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado y el caos fue
completo. No hubo trazas de orden o decencia en las últimas escenas
de esta titánica, atroz e impresionante migración. Locura y frenesí
acosaron a todos, y los fanáticos portavoces de un Armagedón
estaban a la orden del día.
La
humanidad se convirtió un lastimero residuo de antiguas razas, un
fugitivo no sólo de las condiciones imperantes, sino también de su
propia degeneración. Aquellos que pudieron huyeron a las tierras del
norte y el antártico, el resto se sumió durante años en una
increíble saturnalia, dudando vagamente de la cercana tragedia. En
la ciudad de Borligo se llevó a cabo la total ejecución de los
nuevos profetas, tras meses de espera infructuosa. Pensaron que la
fuga a tierras del norte era innecesaria y no aguardaban el
amenazador final.
Cómo
perecieron debió ser terrible sin duda... aquellas vanas y necias
criaturas que pensaron desafiar al universo. Pero las tiznadas y
chamuscadas torres son mudas...
Tales
sucesos, no obstante, no deben ser registrados, porque hay cosas más
importantes para considerar que la lenta y total caída de una
civilización perdida. Durante un largo periodo, la moral tuvo su
punto más bajo entre los pocos valientes asentados en las riberas
del ártico y el antártico, tan templados como lo fuera el sur de
Yarat en tiempos muy pretéritos. Pero aquello era sólo una
prorrroga. El suelo era fértil, y las perdidas artes de la ganadería
fueron recobradas de nuevo. Fue durante mucho tiempo un tranquilo y
pequeño epítome de las tierras perdidas, aunque no había ya
inmensas multitudes ni grandes edificios. Tan sólo el diseminado
remanente de humanidad superviviente a eones de cambios habitando
aquellas dispersas poblaciones de la tierra tardía.
Cuántos
milenios duró esto, no se sabe. El sol era lento en invadir este
último refugio y, con el devenir de las eras, se desarrolló una
raza fuerte y sana que no guardaba memoria o leyendas de las viejas y
perdidas tierras. Este nuevo pueblo efectuaba pocas navegaciones, y
las máquinas voladoras estaban totalmente olvidadas. Sus artefactos
eran del tipo más simple, y su cultura sencilla y primitiva. Aun
así, eran felices y aceptaban el caluroso clima como algo natural y
acostumbrado. Pero, desconocidos para aquellos sencillos campesinos,
aún mayores rigores de la naturaleza les estaban reservados.
Mientras pasaban las generaciones, las aguas del vasto e insondable
océano fueron secándose lentamente, enriqueciendo el aire y el
reseco suelo, pero menguando más a cada siglo. El batiente oleaje
aún relucía claro, y los tornadizos remolinos permanecían, pero un
destino de desecación pendía sobre la total extensión de las
aguas. No obstante, la merma no podía ser detectada excepto mediante
instrumentos más delicados que los conocidos por la raza. Aun
descubriendo la gente esta contracción del océano, no es probable
que cundieran grandes alarmas o perturbaciones, ya que las pérdidas
eran tan ligeras y los mares tan grandes... sólo unos pocos
centímetros durante muchos siglos; pero en muchos siglos, e
incrementándose...
Así
desaparecieron por fin los océanos, y el agua llegó a ser una
rareza en el globo resecado por el ardiente sol. El hombre se había
desparramado lentamente por todas las tierras árticas y antárticas.
Las ciudades ecuatoriales, y muchas de las posteriores poblaciones,
estaban perdidas aun para las leyendas. Había alteraciones de la paz
a cada momento, ya que el agua era escasa y sólo se encontraba en
profundas cavernas. Incluso así, era poca, y los hombres morían en
sedientos vagabundeas por lejanos lugares. Aunque tan lentos eran
aquellos mortíferos cambios que cada nueva generación era renuente
a creer lo que oía de sus padres. Nadie quería admitir que el calor
hubiera sido menor o el agua más abundante en los viejos tiempos, ni
guardarse del ardor resecante y agostador que estaba por llegar. Así
fue hasta el final, cuando sólo unos pocos centenares de humanos
jadeaban en busca de aliento bajo el cruel sol: un mísero puñado
agrupado de los incontables millones que una vez moraran sobre el
sentenciado planeta.
Y
los centenares disminuyeron aún más, hasta que la humanidad se
redujo a unas decenas. Esas decenas se refugiaron junto a la
menguante humedad de las cuevas y supieron que el fin estaba cerca.
Tan pequeño era su radio de acción, que nadie había visto jamas
las pequeñas fabulosas áreas de hielo cercanas a los polos del
planeta... si es que éstas aún existían. Incluso de haber sido
así, y de haber sido conocidas por los hombres, nadie podría
haberlas alcanzado a través de los formidables desiertos sin
caminos. Y así el último y patético resto disminuía...
No
puede describirse esa espantosa cadena de sucesos que despoblaron la
Tierra entera, es demasiado tremendo para que nadie pueda pintarlos o
abarcarlos. Del pueblo de las eras afortunadas de la Tierra, miles de
millones de años atrás, sólo unos pocos profetas y locos pudieron
haber concebido lo que iba a suceder; pudieron haber tenido visiones
de las tierras silenciosas y muertas, y los lechos de los mares
totalmente vacíos. El resto habría dudado... dudado tanto de la
sombra de cambio sobre el planeta como de la sombra de sentencia
sobre la especie. Ya que el hombre se ha considerado siempre como el
amo inmortal de las cosas naturales... Cuando hubo aliviado los
estertores moribundos de la anciana, Ull lanzó una temerosa mirada a
las deslumbrantes arenas. Ella había sido un ser espantoso, arrugado
y deshidratado como una hoja marchita. Su rostro tenía el color de
la enfermiza hierba amarilla que se agostaba bajo el viento ardiente,
y era espantosamente vieja.
Pero
había sido una compañía, alguien con quien compartir vagos
temores, con quien hablar de cosas increíbles; un camarada con el
que compartir la esperanza de auxilio de esas otras silenciosas
colonias más allá de las montañas. No podía creer que no viviera
nadie en alguna otra parte, ya que Ull era joven y no tenía la
certidumbre de la anciana. Durante muchos años no había conocido a
nadie más que la anciana: su nombre era Mladdna. Había llegado el
día de su undécimo cumpleaños, cuando los cazadores salieron a
buscar carne y no regresaron. Ull no tenía madre que pudiera
recordar, y había pocas mujeres en el grupo. Cuando los hombres
desaparecieron, aquellas tres mujeres, la joven y las dos viejas,
habían gritado aterradas y gimoteado durante mucho tiempo. Luego la
joven había enloquecido, dándose muerte con un bastón afilado. Las
ancianas la enterraron en un agujero poco profundo excavado con sus
propias uñas; así que Ull estaba solo cuando llegó esta Mladdna,
aún más vieja. Ella caminaba con ayuda de un nudoso bastón, una
preciada reliquia de los viejos bosques, duro y pulido por los años
de uso. No dijo de dónde provenía, pero renqueó hasta el interior
mientras la joven suicida era enterrada. Allí aguardó hasta que
volvieron las dos, y éstas la aceptaron sin curiosidad.
Así
fue durante muchas semanas, hasta que las otras dos cayeron enfermas,
y Mladdna no pudo curarlas. Extraño fue que aquellas dos, más
jóvenes, cayeran, mientras que ella, más débil y anciana,
sobrevivió. Mladdna las había cuidado durante muchos días, y por
fin murieron, por lo que Ull quedó solo con la extranjera. Él gritó
toda la noche, hasta que ella acabó perdiendo la paciencia y le
amenazó con morir también. Entonces, oyéndola, se calmó al fin,
ya que no deseaba quedar en completa soledad. Tras eso, había vivido
con Mladdna y ella desenterraba raíces para comer. La podrida
dentadura de Mladdna estaba demasiado enferma para roer la comida que
encontraba, pero ellos la picaban hasta que ella podía tomarla. Esta
fatigosa rutina de búsqueda y comida constituyó la infancia de Ull.
Ahora,
a sus diecinueve años, era fuerte y firme, y la anciana había
muerto. No había nada que le atara allí, por lo que se decidió por
fin a buscar aquellas fabulosas cabañas detrás de las montañas y
vivir con aquel pueblo. Ull cerró la puerta de su choza —por
qué, él no pudo contestárselo, ya que no había allí animales
desde hacía muchos años—
y dejó a la mujer muerta en su interior. Medio deslumbrado, y
aterrado ante su propia audacia, caminó durante largas horas por las
secas hierbas, hasta que por fin alcanzó las primeras estribaciones
de las colinas. El atardecer llegó, y él trepó hasta que estuvo
exhausto y se tumbó sobre la hierba. Allí tendido, pensó en muchas
cosas. Se preguntó acerca de la vida extranjera, apasionadamente
ansioso de alcanzar la perdida colonia del otro lado de las montañas,
pero al fin se durmió. Cuando despertó, había luz de estrellas en
su rostro y se sintió vigorizado. Ahora que el sol se había ido por
un tiempo, viajó más rápido y decidió apresurarse antes de que la
falta de agua se volviera insoportable. No había llevado nada
consigo, ya que el último pueblo, morando en un lugar fijo y no
teniendo ocasiones para acarrear su preciada agua, carecía de
recipientes de cualquier clase. Ull deseaba alcanzar su meta antes de
un día y escapar así de la sed, por eso se apresuraba bajo el
fulgor de las estrellas, corriendo a veces en la atmósfera cálida y
reduciendo a un paso ligero en otras ocasiones.
Prosiguió
mientras el sol se elevaba, aunque aún estaba en las pequeñas
colinas con tres grandes picos alzándose al frente. Bajo su sombra,
descansó de nuevo. Luego ascendió durante toda la mañana, y a
mediodía remontó el primer pico; allí se tumbó por un tiempo,
estudiando el espacio antes de la nueva etapa. El hombre descansó
sobre el borde erosionado de un risco. Ante él pudo ver grandes
distancias, pero en toda la desértico extensión no había
movimientos visibles... Llegó la segunda noche, y encontró a Ull
entre los rudos picos, con el valle y el lugar donde había
descansado muy lejos y abajo. Estaba cerca del segundo pico ahora y
aún se apresuraba. Alcanzó el tercero aquel día, lamentando su
locura. Aunque no podía haber permanecido allí con el cadáver,
solo en la pradera. Trató de convencerse de esto y se apresuró
todavía hacia delante, cansadamente tenso.
Y
por fin sólo hubo unos pocos pasos antes de que el risco terminara,
permitiéndole contemplar la tierra de más allá. Ull se tambaleó
agotado por el camino rocoso, cayendo y golpeándose aún más.
Estaba cerca, esa tierra donde los hombres rumoreaban que habían
habitado, esa tierra sobre la que había oído historias en su niñez.
El camino era largo, pero la recompensa grande. Una roca de
gigantesco perímetro interrumpió su Vista, y él la escaló
ansiosamente. Por fin pudo contemplar el sumido orbe de su tan
ansiado destino, y sus doloridos y sedientos músculos fueron
olvidados cuando vio gozoso que una pequeña aglomeración de
construcciones pendía de la base del risco más lejano. Ull no se
detuvo, sino que, espoleado por lo que vio, corrió, se tambaleó y
se arrastró el kilómetro restante. Creyó detectar formas entre las
rústicas cabañas. El sol estaba a punto de ponerse; el odioso,
devastador sol que había acabado con la humanidad. No pudo
vislumbrar detalles, pero pronto las cabañas estuvieron cerca. Eran
muy viejas, de bloques arcillosos consumidos por la perenne sequedad
del mundo moribundo. Poco, en efecto, cambiaba excepto por los seres
vivientes: las hierbas y aquellos últimos hombres.
Ante
él, una puerta abierta pendía de toscos goznes. Bajo la luz
moribunda Ull entró, exhausto, buscando con avidez los ansiados
rostros. Luego se desplomó sobre el suelo y lloró a mares, ya que
sobre la mesa se apoyaba un reseco y antiguo esqueleto. Se levantó
por fin, enloquecido por la sed, insoportablemente dolorido y
sufriendo las mayores desilusiones que cualquier mortal pueda
conocer. Era, pues, el último ser viviente sobre el globo. Él, el
heredero de la Tierra... todas las tierras, y todas igualmente
inútiles para él. Retrocedió tambaleándose, sin mirar a la
borrosa figura blanca bajo el reflejo de la luz de la luna, y cruzó
la puerta. Deambuló por el vacío poblado buscando agua e
inspeccionando con tristeza aquel lugar vacío, tan espectralmente
conservado por el aire inmóvil. Ahí había una morada, allá un
rústico lugar para fabricar objetos... recipientes de arcilla que
sólo contenían polvo y nada de líquido para mitigar su sed
abrasadora.
Entonces,
en el centro del pequeño poblado, Ull vio la boca de un pozo. Sabía
qué era, ya que había oído cuentos sobre ello a Mladdna. Con
mísera alegría, se tambaleó hacia adelante y se inclinó sobre la
boca. Allí, por fin, estaba el final de su búsqueda. Agua —fangosa,
estancada y escasa, pero agua—
ante sus ojos. Ull aulló con la voz de un animal torturado,
tanteando en busca de cubo y cadena. Su mano resbaló en el fangoso
borde y cayó sobre el pecho en el pretil. Durante un instante se
mantuvo allí, luego, sin un sonido, su cuerpo se precipitó en el
negro pozo.
Hubo
un ligero chapuzón en la tenebrosa superficie cuando impactó contra
una piedra sumergida, desprendida eones atrás de la masiva
albardilla. La agitación del agua se sosegó progresivamente. Así,
por fin, la Tierra estuvo muerta. El último superviviente, digno de
lástima, había perecido. Los incontables miles de millones, los
lentos eones, los imperios y civilizaciones de la humanidad se
resumían en aquella pobre forma retorcida... ¡y cuán titánico
sinsentido fue todo! Ahora, en efecto, había llegado un final y
clímax para todos los esfuerzos de la humanidad... ¡cuán
monstruoso e increíble clímax a ojos de aquellos pobres necios
complacientes de los días prósperos! Nunca más conocería el
planeta el atronador hollar de millones de humanos... ni el reptar de
los lagartos o el zumbido de insectos, ya que ellos también se
habían ido. Había llegado el reino de las ramas sin savia y de los
interminables campos de marchita hierba. La Tierra, como su fría e
imperturbable luna, se había sumido en el silencio y la oscuridad
para siempre.
Las
estrellas ronroneaban; el mismo plan descuidado continuaría por
desconocidas infinidades. Este final trivial para un episodio
insignificante no importaba a las distantes nebulosas o a los soles
naciendo, floreciendo y muriendo. La estirpe del hombre, demasiado
minúscula y efímera para tener una función o propósito reales,
era tal conclusión le habían como si nunca hubiera existido. A tal
conclusión le habían llevado los eones de su ridícula y tramposa
evolución. Pero cuando los mortíferos rayos del sol naciente se
derramaron por el valle, una luz alcanzó el fatigado rostro de una
quebrada figura que yacía en el fango.
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