El Fantasma del Convento de la Merced


El convento de la Merced fue construido en 1595, y fue el establecimiento de la Orden de los Mercedarios, orden que representa al primer religioso que llegó a México Fray Bartolomé de Olmedo, capellán que había acompañado a Hernán Cortés a la conquista de América. 
   Pero a pesar de la historia sacra y el paso del tiempo, donde el edificio ha sido testigo de los estragos del pueblo mexicano, abunda una leyenda que pocos se atreven a enunciar y tiene relación con los misteriosos sonidos que salen de una de las paredes. Gemidos y lamentos, solo algunos testigos se atreven a compartir las escalofriantes experiencias. ¿Qué habrá detrás de aquel muro donde noche a noche los siniestros lamentos se dejan escuchar? Alguien pide ayuda, pareciera que alguien se ahoga, pero cuando uno se aproxima el gemido calla, generando confusión si se trataba de una persona o solo el desvelo de los guardias. 
    Detrás de las paredes se oculta un secreto de la Orden de los Mercedarios, un secreto que nos viene a revelar cómo la pasión desbordada puede derivar a las más insólitas de las locuras. Se remonta en el siglo XVI. Fray Amezcua era un miembro de la Orden de los Mercedarios. Todos tenían actividades implicadas en el convento, en cambio el joven Amezcua tenía una vocación por la pintura, habilidad que el resto de los frailes se había percatado, por lo que fue recomendado por el Padre Superior para realizar la pintura de Santa Lucía, obra que debería tener realizada antes de la fechas patronales. 
   Sin embargo la inspiración no había abordado al fraile, por lo que recurrió a la ayuda del Padre Superior para encomendar el apoyo de una joven a la que poder retratar. La Orden de los Mercedarios era reconocida por tener un lineamiento muy severo y estricto, al Padre Superior no le parecía la idea de llevar a una mujer para que sea musa, pero ante las insistencias de Amezcua y la presión del Prior para entregar a tiempo la obra, el Padre sugirió que debería ser una monja la que representara a Santa Lucía. 
   El mismo Prior fue quien autorizó la entrada de la monja y condujo a Fray Amezcua a un convento donde ya los esperaba la abadesa. Fray Amezcua quedó sorprendido porque en medio de todas ellas había una joven en especial que su rostro era el retrato más puro del arte angelical, con labios rosas y mirada profunda. Ella debería ser quien posara como Santa Lucía. La abadesa autorizó que la hermana Sor María de las Nieves, la joven elegida para ser la Santa, acudiera a las instalaciones del pintor. No obstante, había una condición: la hermana Sor María sería acompañada de otra monja de mayor edad y se encargaría de reportar cualquier conducta ilícita. Fray Amezcua aceptó la condición.
   Al día siguiente Sor María y la monja mayor acudieron al pequeño taller del joven pintor. 
   A medida que retrataba a la monja, la pasión oculta en Fray Amezcua despertaba poco a poco, y se reflejaba como un brillo de corrupción en su insistente mirada al tiempo que la joven posaba semejante a la Santa. Para sus adentros él pensaba que ella era la misma Santa, pero se reprimía ante tales fantasías blasfemas. 
   Aprovechaba el sueño de la monja anciana, muerta de aburrimiento, para dirigir algunas palabras Sor María. Transcurrían los días y él seguía deseando a la monja. Incluso hubo una vez en que, aprovechando su inspiración, se atrevió a tocar las manos. Sus más profundos anhelos despertaron y no pudo contenerse y terminó besando a la monja. Ella se apartó desconcertada, y ante el escándalo despertó a la vieja monja. Testigo de aquel acto de blasfemia, la vieja monja protegió a Sor María. 
    Fray Amezcua se percató de la situación en la que se hallaba arrinconado, al mismo tiempo su demonio de la pasión terminó por poseerlo, y golpeó salvajemente a la vieja monja hasta dejarla inconsciente. Sor María y Fray Amezcua estaban solos en el taller, cara a cara. Ella estaba paralizada ante tal acto de salvajismo, por lo que Amezcua aprovechó y atacó. La besó como un animal fuera de control, la estrujaba contra y no permitiría que nadie más lo separara de ella. 
   Sor María intentó defenderse ante el cobarde ataque, consiguió apartarlo y escapar del taller, pero él iba detrás de ella. Las calles estaban vacías y solas a causa de la infernal tormenta que se desató, era como si Dios se hubiera enfurecido por el acto de pasión enfermiza. Cerca de un pequeño arroyo, invadido de lodo, Sor María resbaló  y fue apresada por Amezcua que la sometió y ahogó en el lodo. Abandonó el cuerpo que permaneció en el lodo hasta que la vieja monja, que despertó del sueño, la encontró sin vida. 
   Consciente del delito cometido, Fray Amezcua se delató ante las autoridades como el autor de un aborrecible crimen. El prior corroboró los hechos, en efecto habían encontrado el cuerpo sin vida de Sor María. Con la confesión del asesino, Fray Amezcua fue condenado al peor de los tormentos: cada noche, durante siete días, fue azotado en la espalda y su final era ser emparedado vivo.
   Una tétrica procesión marchó en el interior del Convento de la Merced y abrió un boquete en el muro, donde sería depositado el asesino. Colocaron poco a poco los tabiques hasta llegar a la altura del rostro. Ante la desesperación de la falta de oxígeno, Fray Amezcua comenzó a gritar, pero sus súplicas fueron ignoradas. El último tabique se colocó y el fraile asesino quedó detrás del muro, como un sucio secreto del convento. 
   Al día siguiente, los frailes lograban escuchar los lamentos de Fray Amezcua y procuraban evitar aquel muro. Hasta que en una ocasión un fraile por poco se desmayaba al descubrir una mano macilenta, con piel agrietada y con escasa señal de vida que surgió repentinamente de la pared. Fray Amezcua había fallecido, al menos eso es lo que se creía porque noche tras noche continúan los lamentos y súplicas de alguien que pide salir. 
   El secreto de la Orden de los Mercedarios aún permanece detrás de los paredes. 

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