Diabólico Naufragio


Una ensangrentada mano se alzó bajo la arena de las paradisíacas playas que se habían convertido en una tumba improvisada ante una masacre despiadada. La cruz clavada sobre aquella tumba se ladeó al tiempo que el ocupante se levantaba en medio de gemidos. La visión podría haber causado un infarto a cualquiera, pues ver a un cadáver resucitar de su lápida sería un espectáculo insoportable, pero en realidad no estaba muerto, nunca lo estuvo. El hombre caminó bajo el yugo del sol, con heridas en todo el cuerpo, desorientado hasta que por fin encontró la ayuda propicia y cayó desmayado.
   Una mujer indígena ayudó al hombre, especialmente al reconocer que sus vestimentas eran retazos de lo que era una sotana sagrada, identificó al herido como un fraile dominico, como los que habían viajado tiempo atrás a la aldea para evangelizar a los habitantes de la aldea.
    Al fin el hombre recuperó la conciencia y fue alimentado, curado y tomó agua que brindó aquella humilde mujer que lo mantuvo con vida en su choza. Los aldeanos sabían de la existencia del fraile que estaba herido, pero no se explicaban qué le había pasado y dónde estaban los demás, usualmente siempre iban acompañados por más miembros de su orden. El fraile solo respondía balbuceando y en ratos perdía la conciencia. El hombre fue trasladado a una región con más personas para auxiliarlo.
   Una vez ya recuperado, el fraile, que en realidad se trataba de Fray Marcos de Mena y redactó en documentos su macabra aventura que sufrió en al arribar a las orillas de la isla. Una historia que tuvo lugar en el siglo XVII y he aquí la narración:
   Junto con otros miembros de su congregación, viajaban de la Habana hacia la capital de la Nueva España. Antes de abordar, reconocieron a una joven mujer que permanecía en compañía de una criada negra. De aspecto triste y aspecto decaída, entrevistaron a la dama de belleza increíble ya que ellos fueron testigos de cómo los barcos que zarparon se negaron a dejarla subir.
   Se trataba de Doña Catalina Ponce de León, una acaudalada mujer viuda de Ponce de León. Sobre aquella joven dama pesaba habladurías y maldiciones, algunos citadinos que la conocían optaban por evitarla. La mayoría la acusaba de ser responsable de la muerte de su esposo, un noble de edad mayor. Había sido llevada a los tribunales de la Santa Inquisición y al ser liberada los habitantes de la Nueva España la señalaban de ser una bruja.
   Ella les relató cómo era el centro de la mala y a causa de esto la rechazaban en las embarcaciones. El grupo de frailes asumió la responsabilidad de protegerla y convencer  los próximos barcos que la dejaran embarcar. 
   Así fue como lograron subir a un barco, protegiendo a Doña Catalina durante el traslado a la Nueva España. Aunque los demás tripulantes no estaban satisfechos con la presencia de la mujer a la que llamaban  bruja o asesina. Hasta que una terrible tempestad asoló los mares, obligando a los pasajeros del barco a ser entregados a un terror inexplicable al que atribuían a Doña Catalina. La mayoría proclamaba que la bruja debería ser lanzada a las aguas saladas. No obstante, los frailes impidieron que realizaran el aterrador sacrificio, protegieron a la mujer a toda costa. 
    El barco terminó por estrellarse contra un banco de coral, los tripulantes sobrevivientes descubrieron  una inmensa isla, descendieron del barco dañado al tiempo que transportaban sus escasas pertenencias. Mientras que Doña Catalina, con ayuda de su única criada, bajó su cofre de exquisitos vestidos y joyas, que de nada serviría en su estancia en la isla que parecía desolada. 
   Aún aterrorizados por la tempestad, y ante el temor de quedarse varados en una isla solitaria, el capitán del barco conjeturó que posiblemente estaban cerca de Panuco. Recorrieron buscando ayuda y para su desgracia descubrieron que no estaban solos... una horda de indígenas hostiles los recibieron  con lanzas y flechas. Algunos de los tripulantes habían sido asesinados, los sobrevivientes se internaron en las entrañas de la selva. Buscaban ayuda, comida y agua pero parecía imposible.
   Tras haber dejado atrás a los indígenas salvajes, los sobrevivientes -entre ellos Doña Catalina y los frailes- habían tomado un pequeño descanso. Mujeres, niños, hombres y adulto mayores vivían con el terror en su corazón de pensar que pudieran  volver los salvajes. 
    Sus peores temores se volvieron realidad cuando aquellos pasos se escuchaban cerca del improvisado campamento. El movimiento de las hierbas delataba la presencia de los enemigos. Se vieron obligados a desplazarse entre la selva. 
    Doña Catalina no soportó más la situación, acudió con uno de los frailes y solicitó confesión a uno de ellos. La muerte respiraba atrás de su nuca y prefirió relatar su pecado y poder así descansar su conciencia de todo demonio interno. Confesó al fraile que los rumores sobre ella eran verdad, su marido Don Ponce de León murió por culpa suya. Ella se había casado con el viejo por conveniencia de su familia, por lo que ella nunca tuvo amor hacia aquel hombre. Esto la indujo a sostener relaciones extramaritales con un joven noble que dejaba entrar a la residencia en ausencia de Don Ponce de León. 
   Cuando fue descubierta, su marido intentó matar al amante no sin antes ella atacar primero con la misma espada que su esposo usaría contra el joven. En el acto falleció el viejo. Para aparentar que fue un robo, Catalina atacó al joven con la misma espada, dejándolo moribundo. 
   Salió de la residencia dispuesta a encontrar ayuda necesaria y mentir sobre los dos asesinatos. Fue interrogada por la misma Santa Inquisición al sospechar que la joven estaba ilesa, además su versión no parecía fiable. Ella salió librada pero la gente alertaba con rumores sobre ella. Perdió amistades y era rechazada por todos en la Nueva España. El único castigo que recibió de la Santa Inquisición fue ser exiliada a la Habana. Al querer regresar a España, donde era originaria, fue cuando terminó en aquella tempestad. 
    Tras terminar su confesión, el grupo fue nuevamente atacado por una nueva horda por indígenas que los esperaba cerca de un río. La mayoría de las mujeres y niños perecieron en la embestida. Los frailes que protegían a Doña Catalina lograron escapar pero perdieron de vista a la joven dama que corroboró el homicidio de su marido. 
   Cuando los frailes salieron de su escondite, cerca del río hallaron el cuerpo sin vida de Doña Catalina, mutilado y su carne había sido devorado por hormigas y aves de rapiña. El sufrimiento se reflejaba en el rostro de la joven. Al tratar de buscar ayuda, los frailes fueron atacados por la misma tribu salvaje. Todos fueron asesinados, excepto aquel fraile de nombre Fray Marcos de Mena que por obra de Dios sobrevivió al ataque a comparación de sus compañeros que fueron asesinados con flechas. 
    De esta manera culminó el tormento de Doña Catalina, aquella mujer que asesinó a su esposo por las garras de la pasión y pareciese que la tempestad era un castigo fortuito por tratar de engañar sobre un terrible asesinato a las autoridades. 

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