La Paloma del Pozo


¿Hasta dónde llegarías con tal de tener el amor de un ser querido? En la desesperación se pueden cometer cualquier tipo de locura, incluso invocar a alguien de ultratumba. La siguiente leyenda trata sobre una historia de amor pero también de las fuerzas sobrenaturales del Más Allá. 
   En el siglo XVIII, en el período de la Nueva España, la familia Pomar se había venido desde España para mudarse a la enorme residencia de la Calle Ballesteros. Se conformaban del Conde Pomar, su esposa y su joven hija, Elizabeth de Pomar. Una hermosa doncella de 19 años que nunca había conocido a otros hombres, pues el Conde Pomar era un caballero extremadamente celoso de su hija, le tenía prohibido ver a otros. Como consecuencia permanecía encerrada en su habitación, bajo llave, mientras el Conde de Pomar salía por cuestiones de trabajo. 
   El encierro, lejos de desmotivarla, provocó que se suscitará un enamoramiento que día tras día despertaría en la joven un inquietante sentimiento cuando en su balcón escuchó el canto de un hombre y el galopar de un caballo.  El balcón conducía a la calle empedrada, al asomarse vio a un mancebo cabalgar un enorme y brioso corcel negro. Él advirtió la presencia de la condesa en el balcón y volteó a verla. Ella quedó prendada de la mirada gallarda del misterioso jinete que le dedicó una tierna sonrisa. 
   Decidió guardar silencio ante lo que sería su primer enamoramiento, así evitaría cualquier conflicto con su padre. Cada anochecer se repetía la misma escena: cuando Elizabeth escuchaba la melodiosa voz del mancebo, ella se asomaba y veía salir en la calle al misterioso jinete que parecía dedicar su canto a la joven condensa que suspiraba enamorada, anhelando el momento de volver a ver al misterioso caballero. Hasta que un día se atrevió a salir en el balcón y extendió su servilla con encajes para agitarla. El caballero se vio correspondido y dedicó la mejor de sus sonrisas. 
   Aquel momento se hubiera visto como un encuentro romántico sino hubiera sido porque el padre entró a la recámara y la descubrió saludando al caballero. El conde Pomar exigió a su hija el nombre de aquel bellaco y prohibió verlo de nuevo. Ordenó que a partir de ese momento dormiría en otra habitación. Mientras tanto, el padre, celoso, trató de averiguar quién era aquel hombre que se atrevió a robar el corazón de su hija. 
   A escondidas, la joven condesa envió una carta a su nana para que la entregue a su amado. El intento fue infructuoso cuando el padre obligó a la nana, una mujer de origen africano, que le entregara la carta. En ella no se mencionaba el nombre del bellaco. Enloquecido por los celos, el Conde de Pomar se mudó de casa muy a pesar del llanto de su hija y de sus súplicas. 
   Lejos de la ciudad, se mudó a una residencia de campo en medio del bosque. Pero hasta ahí fue el joven a buscar a su adorada. No la tenía fácil: la casa era custodiada por guardias tanto de día como de noche. El joven encontró la habitación donde descansaba la hija del Conde. Se hallaba en el patio trasero. Aprovechó una noche para intentar ingresar a esa área de la casa cuando fue sorprendido por el mismo Conde de Pomar quien disparó con un rifle, logró darle en el pecho dejando al joven sin vida. 
   A partir de ese momento, Elizabeth cayó en depresión. No podía soportar ni un día más sin ver aquel jinete que noche tras noche trataba de conquistarla y lo había logrado. 
   El padre planeó casarla con el Márques de Santillán, un viejo que no sentía pasión por la joven, sino un sentimiento de posesión. Ella no estaba dispuesta a casarse con él. Su nana no soportó verla sufrir de esa manera y habló con ella en privado. Le hizo ver que había una posibilidad de volver a encontrarse con su amado. Atemorizada, la joven pidió explicaciones y la nana respondió que a las afueras de la ciudad, en los límites de las ruinas del templo de Tenochtitlán había un hombre con el poder de hacer regresar al amado. 
   Sin pensarlo más, Elizabeth solicitó a la nana cómo llegar hacia él ya que parecía que esta mujer lo conocía a la perfección. Fue así que en una noche de luna llena, ambas mujeres salieron de la ciudad de la Nueva España y llegaron hacia las ruinas, donde se ocultaba un enclenque hombre de la tercera edad con vestigios de prendas, hechas de piel, que marcaban una época de antigua del esplendoroso Tenochtitlán. Cuando Elizabeth conoció al viejo éste de inmediato supo sus deseos: ver a su amado. 
   Realizó un ritual con ayuda de anafre y especies que incineró. En medio de unas extrañas oraciones, pronunciadas en un lenguaje desconocido, se avivó las llamas de la hoguera y el humo invadió la cueva. De las formaciones rocosas se formó una silueta ennegrecida. Poco a poco la silueta se materializó en el joven jinete montado en su corcel. Nuevamente el corazón de Elizabeth se encendió como la hoguera. Fue directamente hacia los brazos de su amado. A pesar de que la piel se sentía fría y lucía lívido, se entregó a sus besos. Él le entregó un misterioso anillo con joyas con forma de gotas de sangre. 
    El jinete le hizo ver que si necesitara su ayuda solo usaría el anillo para llamarlo en situación emergente. 
  Después del fugaz encuentro, Elizabeth volvió a su casa, soñando despierta con el joven. La melancolía ya no era su acompañante, se dispuso a visitar al viejo que resultó ser un nahual. Cada tercer noche buscaría a su amado entre el mundo de los muertos. Sin saber fue sorprendida por el Márques de Santillán, el viejo prometido que siguió sus pasos y la delató con la Santa Inquisición al verla invocar al amante fallecido en medio de una estela de humo y aroma de azufre. 
   El viejo hechicero, la nana y Elizabeth fueron arrestados por prácticas de magia negra. El conde de Pomar no pudo soportar que su única hija haya sido acusada de hechicería, tomó la decisión de que nunca más sería su hija. 
   La nana y el viejo nahual fueron incinerados vivos en la hoguera, mientras la joven condensa permanecía encerrada en una celda. Sería la siguiente en ser condenada cuando recordó el anillo entregado por el difunto. Lo usó y en ese momento, delante de los ojos atónitos de los guardias, Elizabeth se transformó en una paloma que logró escapar a través de la ventana custodiada por barrotes. Pero uno de los guardias abrió fuego contra la ave que cayó herida fuera de la prisión, para caer en el interior de un pozo que estaba cerca de las mazmorras. 
   Cuando fueron a buscar a la fugitiva, hallaron el cuerpo de una paloma herida, flotando sobre el agua del pozo. Uno de los guardias encontró rastros de sangre en la celda. Había plumas por doquier, en medio de éstas había un dedo humano que conservaba un misterioso anillo con joyas con forma de gotas de sangre. 
   La paloma dentro del pozo se había transformado en lo que había sido anteriormente: la joven Elizabeth. No logró escapar con vida de las garras de la Santa Inquisición, pero al fin se había reunido con su amante. 

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