Construida en el siglo XIX, la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, se ubica en la plaza de Loreto, en el centro histórico de la Ciudad de México. Una peculiaridad que resalta de esta antigua construcción es que se encuentra inclinado. Se dice que durante su construcción se cometió el error de usar piedras de diferente peso, además de haberse construido sobre un lago.
Pero una historia que poco se suele hablar es sobre el fantasma de la plaza de Loreto, una aparición espectral que aterrorizó a los habitantes.
Al sonar la última campanada de la media noche, sobre la plazoleta hacía su manifestación un fraile que, con la cabeza encapuchada, mantenía inclinado su rostro impidiendo ver sus facciones mientras sus manos permanecían ocultas entre las largas mangas de la sotana. Con paso lento, recorría la plaza y abordaba a los trasnochadores. Una voz grave y hueca surgía de la figura para preguntar por Don Francisco Urzúa de Gálvez, al obtener negativas proseguía con su andar y se perdía entre la bruma nocturna.
Los testigos se aterrorizaban al descubrir la ausencia de pies en el monje... fue un noble caballero quien alertó a los demás que se trataba de un fantasma, pues una gélida noche el monje se apareció en la plaza. Solo se limitó a preguntar por el mismo nombre. El pobre hombre no soportó al ver un rostro descarnado debajo de la capucha. Unos huecos oscuros en lugar de ojos dejó impactado al dueño de la posada. Desde entonces, los trasnochadores procuraban evitar pasar por el lugar, excepto aquellos que desconocían las historias y eran víctimas del horror ante la aparición.
Mencionaban que salía de las puertas del templo de Nuestra Señora de Loreto y se desconocía su destino, hacía la misma pregunta, indagando por Urzúa de Gálvez.
Nadie se explicaba sobre la aparición hasta que una mujer, en condición económica muy precaria, fue quien develó el misterio. Ella era conocida como la "Pastora González", vivía lavando ropa ajena para mantener el miserable de su esposo, un hombre con problemas de la bebida. La golpeaba cuando no le traía su vicio. El miedo sometía a la Pastora que procuraba abastecer de alcohol al marido. Las deudas se acumulaban mientras que el marido se limitaba a embrutecerse.
Una noche, la Pastora regresaba de entregar unas prendas limpias, cuando se vio con la necesidad de transitar por la plaza de Loreto. Sabía de los relatos sobre la macabra aparición. Apuró el paso pero nada de esto fue un impedimento para que de nueva cuenta el espectro hiciera acto de presencia. La Pastora lo vio surgir de las puertas de Nuestra Señora de Loreto. Su corazón estuvo a punto de detenerse al descubrir que el ente en realidad había traspasado el portón de madera. Corroboró que, efectivamente, el monje carecía de pies. Estuvo a punto de desfallecer, la Pastora contempló cómo el monje se aproximó a ella para arrojar su pregunta si conocía a Francisco Urzúa de Gálvez.
De inmediato la mujer trajo a su memoria el recuerdo del único huésped que estaba en la posada, cerca de la plaza de Loreto. Pues ella venía de la posada, justamente de entregar unas prendas al dueño de la posada cuando recordó aquel nombre pronunciado en una charla entre el dueño y su esposa.
La pastora prometió al fantasma ayudarlo, pues ella sabía en dónde se encontraba Urzúa de Gálvez. La ambición acechaba en la mente de la mujer, tenía conocimiento de que una aparición fantasmal significaba la presencia de dinero.
Al llegar a la posada, preguntó por el huésped; el dueño confirmó y sin tardar más tiempo, la pastora acudió a la habitación donde se encontraba el Urzúa de Gálvez. Se encontró a un anciano desprovisto de salud, sus huesos resaltaban en aquella enjuta piel parecida al cuero viejo. Sus días estaban contados. La pastora explicó al enfermo sobre la aparición del monje y cómo éste preguntaba por él.
Por un instante, Urzúa se había negado, alegó estar imposibilitado para moverse. No obstante, la Pastora no se rendiría, en especial si había dinero de por medio. Ayudó a cargar al moribundo hombre, para ella no representaba ningún problema, pues su cuerpo ancho y macizo contribuyó sin ningún obstáculo. Se había acostumbrado a cargar mucho peso por las ropas a lavar.
Ayudó a trasladar al anciano hacia a la plaza de Loreto a cambio de obtener un beneficio económico. Nuevamente el fantasma hizo acto de presencia. La Pastora le explicó que cargaba con el mismísimo Urzúa de Gálvez. El ente no dijo más e hizo la seña de seguirlos hacia el interior del templo de Nuestra Señora de Loreto. Los condujo por un pasadizo inferior oculto sobre el altar. La Pastora y Don Francisco descubrieron que se trataba en realidad de los antiguos nichos donde se hallaban enterrados los restos de una orden religiosa.
El monje señaló a una urna tapiado con el grabado de un nombre: Fray Fernando de Garza. Los ojos de la Pastora se iluminaron de avaricia al admirar el oro resguardado en el interior del nicho. El tesoro estaba destinado a Don Fernando Urzúa de Gálvez, quien para su desgracia falleció en manos de la Pastora, quien vio la oportunidad de quedarse con todo el oro. Había cumplido con su parte de llevar a Don Francisco, no fue su culpa de que éste falleciera.
Aquella dantesca ánima logró conciliar la paz, había entregado el oro al heredero. La Plaza de Loreto se vio librada del fantasma del monje. En cambio la Pastora abandonó a su esposo y adquirió una enorme casona con ayuda del oro obtenido de los nichos y lo derrochaba en fiestas adulteras. El escándalo no hizo esperar más, los vecinos reaccionaron con fuertes represalias a las que la infame mujer actuaba con desdén.
Hasta que las autoridades la apresaron cuando se supo que en una de sus tantas reuniones clandestinas hubo una víctima masculina, un sujeto de la nobleza fue hallado apuñalado, al parecer por alguna riña. La Pastora fue acusada de este crimen como una cómplice. Pasó el resto de sus días encerrada en una celda.
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