Trabajar para la muerte puede ser un negocio despreciable y solitario, Bartolomé de Tapia, hombre tan delgado y de palidez mortecina que los visitantes del panteón lo confundían con algún muerto o con la misma muerte, era el sepulturero de la Nueva España. La llegada de los españoles a México no fue fácil, pues algunos llegaron a fallecer de enfermedades o traían sus propios males antes de pisar tierra firme.
Bartolomeo se encargaba de sepultarlos a todos ellos, ricos, nobles, pobres, miserables, todos ellos pasaron por su pala. No faltaba el ladrón de tumbas que, al ingresar a la tierra bendita durante la noche, no se iba sin antes aterrorizarse al ver al viejo Bartolomeo salir de alguna fosa, era confundido con un difunto escapando de su entierro. Con ayuda del alcohol, el viejo toleraba su trabajo hasta llegar al estado de embrutecimiento total. Su amada esposa se mortificaba con sus demoras a la casa, cada hora transcurrida era una sentencia para ella, temía lo peor hasta que su marido llegaba trastabillando con cualquier objeto que fuera obstáculo en dirección a la puerta.
Ella trataba de convencerlo de dejar la bebida, pero todo esfuerzo era en vano. Bartolomeo aumentaba la peligrosa dosis de alcohol cada noche, tomaba especialmente entre los restos de memoria de aquellos que partieron de la tierra. El hombre se había familiarizado con las tumbas, el hedor pútrido de la muerte y la tierra humeda; al parecer el alcohol era el único medio para soportar la podredumbre de la vida. Todos temían a la muerte y él tenía el trabajo de sepultar los despojos de la vida.
Anhelaba el contacto de los vivos, así que prefirió salir del camposanto y visitar la tierra de los vivos. Solía acudir a la taberna de Don Alfonso, un hombre dueño de una posada y de la taberna. Cada noche visitaba al tabernero hasta volverse una relación de amistad. Bartolomeo convencía a Don Alfonso de tomar vino con él. Un día se acabaron ellos solos un tonel. Por desgracia, el tabernero fue arrastrado a un mundo de vicio y sin aparentes límites. El alcoholismo compartido de Bartolomeo tendría terribles consencuencias.
El sepulturero dirigía sus pasos, como era costumbre, hacia la taberna de Don Alfonso. Sin embargo el miedo lo detuvo al descubrir el cuerpo sin vida de su amigo. El hombre fue hallado colgado del cuello a mitad de la taberna. Fue descubierto por los primeros clientes. Había dejado una nota donde justificaba su proia muerte, el vicio lo condujo a despilfarrar sus ganancias y dejarlo con escasos toneles de vino. Las deudas se habían acumulado y al no poder solventarlas optó recurrir al camino fácil.
Las autoridades se encargaron de descender el cuerpo y trasladarlo, no sin antes ser detenidos por Bartolomeo. Se lamentó por la muerte de su amigo y juró no volver a tomar. Era increíble ver como aquel semejante y sepulcral hombre derramara lágrimas, pues Bartolomeo se había acostumbrado a tantas muertes que nadie imaginó que pudiera sentir algo por otro ser humano. Además, sentenció que si volvía a tomar una sola gota, el mismo Diablo vendría por su alma.
Fue así como Bartolomeo renunció a su segundo amor, al alcohol. Su esposa se sentía orgullosa de él. Sus votos matrimoniales se reavivaron, además su aspecto físico comenzaba a recuperarse. Ya no era más aquel hombre de voluntad blandengue y aspecto mortecino. Pero la promesa de una persona con vicio es inestable, pues sin importar el juramento habrá un momento en que romperá su palabra. Cuando salía de enterrar a otro difunto, una tormenta se desató. Bartolomeo se vio obligado a salir del cementerio, las fosas abiertas se habían convertido en peligrosos pozos de agua estancada. Era imposible protegerse de la tormenta.
Todo esa tempestad, desatada en la Nueva España, hizo que despertara la sed de alcohol en el sepulturero. Al pasar cerca de la taberna, la lluvia había descendido y le permitió discernir algunas calles. Una luz atrajo su atención, una luz en el interior de la vieja taberna abandonada. Por un instante pensó que quizás un nuevo dueño reabrió el antiguo establecimiento. Pero las aldabas puestas y las cadenas le hicieron pensar en lo contrario. A medida que se aproximaba a la taberna, un escalofrío comenzaba a recorrer sus viejos huesos y no, no era por la lluvia sino la procedencia de aquel extraño resplandor. Provenía de la ventana principal, donde anteriormente solía ver a Don Alfonso. Sobre la barra había una tenebrosa silueta que parecía tomar vino del tonel. En un instante, pensó que era probable la reapertura de la taberna pero aquel hombre, con vestimenta elegante, botines y capa, no le era familiar, menos al no poder descubrir su rostro oculto en las sombras.
Aminoró la marcha al tiempo que la sed se apoderaba de sus sentidos. Quería el vino, ansiaba el vino, el vicio lo llamaba en forma de aquel hombre elegante. Se acercó a la ventana y cual sería su sorpresa al descubrir que la figura del misterioso hombre alzaba la mano y le hacía un gesto de invitación. Bartolomeo se acercó más pero solo para contemplar la mano que lo llamaba, era en realidad una mano huesuda, con vellos largos y enhiestos, con uñas amarillentas pero prolongadas como garras desgastadas. La piel de aquella mano era oscura como piel muerta.
La sangre de Bartolomeo se congeló al ser testigo de dantesca escena, sus ojos no pudieron resistir seguir viendo a la endiablada aparición. Huyó de ahí no sin antes escuchar las risotadas de aquel misterioso hombre, que lo invitaba a tomar con él.
Al fin llegó a su casa y golpeó desesperado la puerta. Su mujer abrió de inmediato y se arrepintió de ver casi desmayado a su marido, quien balbuceando le contó el aterrador encuentro con el mimo Lucifer, que aguardaba el momento en que Bartolomeo rompiera su promesa.
De esta manera, el viejo sepulturero había abandonado el vicio, pues lo que restaba de vida no espera volver a encontrarse con el Diablo que estuvo a punto de llevarse su alma. Había días en que una duda lo atormentaba: ¿Qué hubiera pasado si hubiera visto la cara? Ver la mano fue suficiente para dejarlo aterrorizado por un buen tiempo.
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