Compartimos la primera parte del relato "El Eidolon Oscuro", publicado por Clark Ashton Smith en 1935. Se trata de un relato de Fantasía con elementos de Horror Sobrenatural situado en la ficticia ciudad de Ummaos, sobre un joven hechicero que busca vengarse de un rey. Para ello convocará a las fuerzas del mal de otras entidades demoníacas.
El relato, en otras ediciones, ha sido traducido erróneamente como "El Ídolo Oscuro", aunque el texto si tiene que ver con ídolos paganos, el término Eidolón es el más indicado debido a su trama y para no revelar detalles importantes, lo dejamos tal cual como en su titulo.
Nuevamente la magia hace acto de presencia para satisfacer los deseos materiales, pero también los deseos internos que se originan de una imagen inferiorizada en el sujeto.
Dejamos con ustedes el relato.
El Eidolón Oscuro (1935), Clark Ashton Smith
El
sol no brillaba ya con su blancura fantástica sobre Zothique, el
último continente, sino que estaba totalmente empañado y opaco,
como si lo cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en número
incontable, se habían presentado en los cielos y las sombras del
infinito se aproximaron. De las sombras, habían vuelto junto al
hombre los dioses antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de
Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres pero con los mismos
atributos. Y también los antiguos demonios habían regresado,
agitándose sobre los humos que se elevaban de malvados sacrificios y
favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías. Muchos en Zothique
eran nigromantes y magos, y la fama de sus hechos infames y
maravillosos eran objeto de leyendas por todas partes en los últimos
tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor que Namirrha, que
impuso su negro yugo sobre las ciudades de Xylac y más tarde, en su
orgulloso delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasaidón,
el señor del Mal. Namirrha había construido su morada en Urnmaos,
la principal ciudad de Xylac, donde llegó procedente del desértico
país de Tasuun con el sombrío renombre de sus taumaturgias detrás
suya como una nube de arena. Y nadie sabía que, al volver a Ummaos,
regresaba a la ciudad que le había visto nacer, porque todos le
consideraban nativo de Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado
que el gran hechicero fuese la misma persona que el mendigo Narthos,
un muchacho huérfano de dudoso linaje que pidió diariamente el pan
por las calles y bazares de Ummaos. Había vivido desastradamente,
solo y despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta ciudad creció
en su corazón como una llama oculta que arde en exceso, esperando el
momento en que se convertirá en un incendio devorador de todas las
cosas.
El
rencor y odio de Narthos contra los hombres se fue haciendo más
amargo durante su infancia y primera juventud. Un día, el príncipe
Zotulla, un muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él en
la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre un inquieto
palafrén, y Narthos le imploró una limosna. Pero Zotulla,
burlándose de su petición, siguió altivamente adelante espoleando
su palafrén y Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos.
Después, próximo a la muerte a causa del atropello, yació sin
sentido durante muchas horas, mientras la gente pasaba a su lado sin
prestarle atención. Recobrando finalmente el sentido, pudo
arrastrarse hasta su chamizo, pero a partir de entonces cojeó
ligeramente durante el resto de su vida y la marca de un casco
permaneció sobre su cuerpo a manera de señal, sin desvanecerse
nunca. Más tarde abandonó Ummaos y fue rápidamente olvidado por la
gente de la ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió en
el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero, finalmente, llegó
a un pequeño oasis donde habitaba el mago Ouphaloc, un solitario que
prefería la compañía de honrados chacales y hienas a la de los
hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e inteligencia del
desamparado muchacho, le socorrió y le acogió allí. Durante años
vivió con Ouphaloc, convirtiéndose en su discípulo y heredero de
la sabiduría que le había enseñado el demonio. Extrañas cosas
aprendió en aquella choza y era alimentado con frutos y cereales que
no habían nacido del húmedo suelo y con vino que no era el jugo de
la uva terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un maestro de
demonología y estableció su pacto con el archienemigo Thasaidón.
Cuando Ouphaloc murió, tomó el nombre de Namirrha y se presentó a
los pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las escondidas
momias de Tasuun. Pero nunca pudo olvidar las miserias de su juventud
en Ummaos y el mal que le había causado Zotulla, y año tras año
hiló en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su fama se
hizo más amplia y sombría cada vez, y los hombres de países
remotos más allá de Tasuun le temían. En las ciudades de Yoros y
en Zul-Bha-Sair, la morada de la deidad vampírica
Mordiggian,
se hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho antes de la
llegada de Namirrha en persona, la gente de Ummaos le conocía como
una calamidad fabulosa, que era más horrible que el simún o la
peste.
En
los años que siguieron a la marcha del muchacho Narthos de Ummaos,
Pithaim, el padre del príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno
de una pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en busca
de calor, en una noche de otoño. Algunos dijeron que la víbora
había sido colocada por Zotulla, pero esto era algo que nadie podía
afirmar con certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla, que
era su único hijo, fue el emperador de Xylac y gobernó en la
maldad, desde su trono de Ummaos. Era tiránico e indolente y estaba
lleno de extraños vicios y crueldades, pero la gente, que también
era malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero y los
señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y los rojos soles y
las lunas cenicientas continuaron pasando sobre Xylac, dirigiéndose
al oeste, poniéndose en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los
cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como un río
crecido más allá de la infame isla de Naat y se derrumbaba,
formando una catarata tan ancha como el mundo, sobre el espacio
exterior desde el lejano borde de la Tierra cortado a pico.
Se
embruteció cada vez más y sus pecados eran como frutos hinchados
que madurasen sobre un profundo abismo. Pero los vientos del tiempo
soplaron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se reía
rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus amantes y la historia de
sus pecados viajó muy lejos y era relatada entre gentes de lejanos
países como una maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias de
Namirrha. Así sucedió que en el año de la Hiena y en el mes de la
estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a los habitantes de
Ummaos. Por todas partes se veían carnes que habían sido cocinadas
con especias exóticas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los
ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterráneos fuegos,
eran servidos incansablemente a todos de urnas gigantescas. Estos
provocaron una furiosa alegría y una locura digna de reyes, y
después una somnolencia no menos profunda que la de la tumba.
Y
uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores iban cayendo por
las calles, casas y jardines, como si una plaga les hubiese
alcanzado, y Zotulla dormía en el salón de banquetes de oro y
ébano, con sus odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni
un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo Ummaos en el
momento en que Sirius comenzaba a caer hacia el este.
Así
fue como nadie vio u oyó la llegada de Namirrha. Pero cuando, muy
avanzada la mañana siguiente, el emperador se despertó pesadamente,
oyó un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces de aquellos
de sus eunucos y mujeres que se habían despertado antes que él. Al
preguntar el motivo, le dijeron que durante la noche había ocurrido
un extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y el sopor,
comprendió bastante poco sobre su naturaleza hasta que su concubina
favorita, Obexah, le condujo al pórtico oriental del palacio, desde
el que podía contemplar la maravilla con sus propios ojos. Ahora
bien, el palacio se erguía en solitario en el centro de Ummaos, y al
norte, oeste y sur, en amplias distancias, se extendían los jardines
imperiales, llenos de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes
que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste había una
amplia zona despejada, utilizada como una especie de patio entre el
palacio y las mansiones de los nobles de más rango. En este espacio,
que al atardecer había estado completamente vacío, se elevaba un
edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol, con cúpulas que
semejaban monstruosos hongos de piedra que hubiesen surgido durante
la noche. Y las cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla,
estaban construidas de mármol blanco como la muerte, mientras que la
gigantesca fachada, con pórticos de muchas columnas y profundas
galerías, estaba formada por zonas alternas de ónice negro como la
noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de los dragones.
Y Zotulla juró horriblemente, llamando numerosas blasfemias a los
dioses y demonios de Xylac, y su confusión fue grande, considerando
que aquello era la obra de un mago. Las mujeres se apiñaron a su
alrededor, llorando con estridentes gritos de miedo y terror, y según
se iban despertando, más y más de su cortesanos vinieron a engrosar
el tumulto y los gordos castrados se estremecieron en sus túnicas
doradas, como inmensas mermeladas negras en recipientes de oro. Pero
Zotulla, recordando su poder como emperador de todo Xylac, intentó
ocultar su propia agitación diciendo:
—¿Quién
es éste que se ha atrevido a entrar en Ummaos como un chacal en la
oscuridad y ha construido su impía guarida en la proximidad y a la
vista de mi palacio? Id y preguntad el nombre del bribón; pero antes
de ir, instruid al verdugo para que afile su espada, la que maneja
con ambas manos.
Entonces,
temerosos de la rabia del emperador si se demoraban, varios de los
mayordomos se adelantaron de mala gana y se acercaron a la puerta del
extraño edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas parecieron
estar desiertas; después apareció en el umbral un esqueleto
titánico, más alto que ningún ser humano, que se adelantó a
encontrarlos con largas zancadas. El esqueleto vestía un taparrabos
de seda escarlata con un broche de azabache y llevaba un turbante
negro adornado de diamantes, cuya parte superior casi tocaba el alto
dintel. En las profundas cuencas brillaban unos ojos que parecían
señales de fuego, y una lengua ennegrecida, como la de alguien que
lleva largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes, pero, por
lo demás, no tenía ni una brizna de carne y los huesos
resplandecían blancos al sol mientras se acercaba. Los mayordomos,
en silencio, permanecieron ante él y no se oía otro sonido que los
tintineos de sus cinturones dorados y el áspero crujido de la seda
de sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos de los pies
del esqueleto resonaron profundamente sobre el pavimento de ónice
negro y pronunció, con voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:
—Regresad
y decid al emperador Zotulla que Namirrha, vidente y mago, ha venido
a vivir a su lado.
Al
oír hablar al esqueleto como si hubiese sido un hombre vivo y
escuchar el odiado nombre de Namirrha como el que escucha el toque a
rebato que señala el fin de una ciudad, los mayordomos no pudieron
soportarlo más y huyeron con desmañada rapidez para llevarle el
mensaje a Zotulla.
Ahora
bien, al saber quién era el que había venido a establecerse como su
vecino en Ummaos, la ira del emperador se extinguió como una llama
débil y fluctuante sobre la que hubiese soplado el viento de la
oscuridad; y el vinoso color púrpura de sus mejillas se salpicó de
una extraña palidez y no dijo nada, sino que sus labios se movieron
oscuramente, como si estuviese rezando o maldiciendo. La noticia de
la llegada de Namirrha pasó por el palacio y la ciudad como el vuelo
de malvados pájaros nocturnos, dejando un horrible temor que residió
en Ummaos de allí en adelante. Pues Namirrha, debido a la negra fama
de sus actos milagrosos y a las espantosas entidades que le servían,
se había convertido en un poder que ningún soberano secular se
atrevía a desafiar, temiéndole los hombres en todas partes, de la
misma forma que temían a los gigantescos y sombríos señores del
Infierno y del espacio exterior. En Ummaos, la gente decía que había
venido de Tasuun en el viento del desierto junto con sus servidores,
tan rápido como la peste, y que, con la ayuda de los demonios, en
una hora había erigido su casa al lado del palacio de Zotulla. Se
decía que los cimientos de la casa descansaban sobre el adamantino
núcleo del Infierno y que en sus pavimentos había agujeros por cuyo
fondo ardían los fuegos interiores o por donde podían verse pasar
las estrellas por la noche del otro lado de la Tierra. Y los
servidores de Namirrha y el abismo, y seres híbridos, locos y
malvados que el impío hechicero había creado en uniones prohibidas.
Los hombres evitaron la vecindad de su señorial casa y pocos, en el
palacio de Zotulla, se atrevían a acercarse a las ventanas y
galerías que daban a ella; el propio emperador no hablaba de
Namirrha, pretendiendo ignorar al intruso, y las mujeres del harén
murmuaban constantemente en un siniestro cotilleo que se refería a
Namirrha y sus concubinas. Pero el hechicero no fue visto nunca por
la gente de la ciudad, aunque algunos creían que salía cuando
quería, arropado en la invisibilidad. Tampoco sus servidores fueron
vistos, pero, algunas veces, un ulular como el de los condenados
salía de las puertas, y a veces se oía una risotada seca, como si
alguna imagen de adamanto se hubiese reído en alto; también a veces
se oía un chasquido como el sonido de hielo roto en un infierno
helado. Unas sombras vagas se movían por los pórticos cuando no
había ni luz ni lámpara que las arrojase, y luces rojas y terribles
aparecían y desaparecían en las ventanas al atardecer, como el
parpadeo de unos ojos demoniacos. Lentamente, los soles del color de
la brasa pasaban sobre Xylac y se apagaban en los lejanos mares, y
las lunas cenicientas se ennegrecían cada noche al caer en el
escondido golfo. Entonces, viendo que el mago no había traído
ningún mal evidente y que nadie sufrió daños palpables por su
presencia, la gente cobró ánimos y Zotulla bebió tanto y comió
tan despreocupadamente como en su lujuria anterior; y el oscuro
Thasaidón, príncipe de todos los vicios, fue el verdadero, aunque
nunca reconocido, sehor de Xylac. Y con el tiempo, el pueblo de Xylac
alardeó un poco de Namirrha y sus terribles milagros, de la misma
forma que habían presumido de los regios pecados de Zotulla.
Pero
Namirrha, al que todavía ninguna mujer ni hombre alguno pudieron ver
sentado en las salas interiores de aquella casa que sus demonios le
habían construido, daba vueltas y vueltas en sus pensamientos a la
negra red de la venganza. Y en todo Ummaos no había nadie, ni
siquiera entre sus compañeros de mendicidad, que se acordase del
muchacho Narthos. Y la injusticia que Zotulla había cometido con
Narthos, hacía tiempo, era la más pequeña de las crueldades que el
emperador había olvidado. Entonces, cuando los temores de Zotulla
estaban algo apaciguados y sus mujeres murmuraban menos a menudo
sobre la vecindad del mago, ocurrió una nueva maravilla y un
renovado terror. Porque un atardecer que se sentaba a la mesa del
festín, rodeado por sus cortesanos, el emperador oyó un ruido como
el de diez mil caballos con cascos de hierro que viniesen al galope
por los jardines de palacio. A pesar de su creciente ebriedad, los
cortesanos oyeron también el ruido y se sobresaltaron; el emperador
se enfadó y envió a algunos de sus guardias para que inquiriesen la
causa del escándalo. Pero al escudriñar los céspedes y parterres
iluminados por la luna, los guardias no vieron ninguna forma visible,
aunque el fuerte sonido del galope continuase todavía de un lado
para otro. Parecía que un rebaño de sementales salvajes corriese
ante la fachada del palacio, galopando y cabriolando tumultuosamente.
Al ver y escuchar esto, los guardias fueron presa del terror y no se
atrevieron a salir fuera, sino que volvieron junto a Zotulla. El
propio emperador se despejó al oír esta historia y salió con gran
agitación a presenciar el prodigio. Los invisibles cascos resonaron
fuertemente sobre el pavimento de ónice durante toda la noche
dejando marcadas sus profundas huellas sobre la hierba y las flores.
Las hojas de las palmeras se agitaban en el calmado aire como
apartadas por caballos a la carrera y era visible que los lirios de
altos tallos y las exóticas flores de anchos pétalos estaban siendo
pisoteadas. La ira y el terror anidaban juntos en el corazón de
Zotulla, mientras permanecía en una galería sobre el jardín,
escuchando aquel tumulto espectral y contemplando el daño hecho a
sus preciosas plantaciones de flores. Las mujeres, los cortesanos y
los eunucos se apretujaban a sus espaldas y ningún habitante del
palacio pudo dormir, pero hacia el amanecer el clamor de los cascos
se alejó en dirección a la casa de Namirrha.
Cuando
la aurora estaba en su apogeo sobre Ummaos, el emperador salió al
exterior, rodeado de sus guardias, y vio que las hierbas aplastadas y
los rotos tallos estaban negros, como a causa del fuego, en el lugar
donde habían caído los cascos. Sobre todo el césped y los
parterres, las señales se marcaban con toda claridad, como las
huellas de una gran manada de caballos, pero cesaban en el límite de
los jardines. Y aunque todo el mundo pensaba que la visita había
llegado de la casa de Namirrha, sobre los terrenos que formaban el
frente de la morada del hechicero no había ninguna prueba de ello,
porque aquí el césped estaba intacto.
—¡La
peste caiga sobre Namirrha si es él quien ha hecho esto!—gritó
Zotulla—. Porque, ¿qué daño le he hecho yo? En verdad que pondré
mi pie sobre el cuello de ese perro y la rueda de la tortura le hará
tanto bien como esos caballos del Infierno han hecho a mis lirios de
Sotar del color de la sangre, a mis veteados iris de Naat y a mis
orquídeas de Uccastrog, purpúreas como las señales del amor. Sí,
aunque sea el virrey de Thasaidón sobre la Tierra y señor de los
diez mil demonios, mi rueda le destrozará y el fuego pondrá la
rueda al rojo vivo hasta que se quede tan negro como las flores
calcinadas.
Así
fanfarroneaba Zotulla, pero no daba órdenes para la ejecución de la
amenaza y nadie en el palacio se movió hacia la casa de Namirrha. De
la casa del mago no salió nadie, o, si algo lo hizo, no hubo ningún
signo ni sonido visibles. Así pasó el día y llegó la noche,
trayendo una luna ligeramente más oscura por los bordes. La noche
fue tranquila, y Zotulla, sentado durante largo rato a la mesa del
banquete, vació su copa de vino muchas veces. Lleno de ira,
murmuraba nuevas amenazas contra Namirrha. La noche siguió adelante
y no parecía que la visita fuera a repetirse. Pero a medianoche,
cuando se encontraba en su aposento junto a Obexah, profundamente
hundido en el sopor producido por el vino, Zotulla fue despertado por
el monstruoso estruendo de unos cascos que corrían y cabriolaban en
los pórticos del palacio y en las largas galerías. Toda la noche
tronaron los cascos de un lado para otro resonando terriblemente bajo
la bóveda de piedra, mientras Zotulla y Obexah, que los escuchaban,
se acurrucaban juntos entre los cojines y las colchas; todos los
ocupantes del palacio, despiertos y temerosos, oyeron el ruido, pero
no se movieron de sus aposentos. Los cascos partieron repentinamente
poco antes de la aurora, y después, durante el día, se encontraron
sus huellas sobre las losas de mármol de los pórticos y las
galerías; las señales eran incontables, profundamente impresas y
negras, como si estuvieran marcadas por medio del fuego.
Las
mejillas del emperador se pusieron como el mármol veteado cuando vio
los suelos estampados de cascos, y de allí en adelante el terror
habitó con él, siguiéndole a las profundidades de sus borracheras,
puesto que no sabía cuándo cesaría aquella persecución. Sus
mujeres murmuraban y algunas deseaban escapar de Ummaos, y parecía
que las fiestas del día y de la noche fuesen ensombrecidas por alas
de mal agüero que proyectasen su sombra sobre el amarillo viento y
velaran las lámparas de oro. Y hacia la medianoche, de nuevo fue el
sueño de Zotulla interrumpido por los cascos que galopaban y corrían
sobre el tejado del palacio y por todos los salones y corredores.
Desde aquel momento hasta el amanecer, los cascos llenaron sordamente
sobre las cúpulas más elevadas, como si el séquito de los dioses
cabalgase por allí, trasladándose de un cielo a otro en tumultuosa
cabalgata. Zotulla y Obexah, que yacían juntos mientras los
terribles cascos iban de un lado para otro, en el salón que estaba
delante de su aposento, no tuvieron ni ánimos ni deseos de pecar ni
pudieron encontrar ningún consuelo en su proximidad. En la grisácea
hora que precede a la madrugada, oyeron un ruido atronador sobre la
atrancada puerta de bronce de su cámara, como si algún poderoso
semental, encabritándose, hubiese tamborileado allí con sus patas
delanteras. Poco rato después, los cascos se alejaron, dejando un
silencio que parecía un interludio mientras se preparaba la tormenta
final. Más tarde se encontraron por todas partes las señales de los
cascos en los salones, estropeando los brillantes mosaicos. En las
alfombras de hilo de oro, plata y escarlata había negros agujeros
producidos por las quemaduras, y las altas y blancas cúpulas estaban
marcadas como con la viruela; en la puerta de bronce de la cámara de
Zotulla estaban profundamente marcadas las huellas de los cascos
anteriores de un caballo.
Ahora
bien, en Ummaos y en todo el país de Xylac ya era conocida la
historia de estos prodigios y se consideraban como algo amenazador,
aunque había diversas interpretaciones. Algunos sostenían que
Namirrha los enviaba como una señal de su supremacía sobre todos
los reyes y emperadores y algunos pensaban que el causante era un
nuevo hechicero que había aparecido allá al este, en Tinarath, y
deseaba suplantar a Namirrha. Y los sacerdotes de los dioses de Xylac
sostenían que sus diversas deidades habían enviado las apariciones
como una señal de que en los templos debían realizarse más
sacrificios. Entonces Zotulla reunió a numerosos sacerdotes, magos y
adivinos en el salón de audiencias, cuyo pavimento de jaspe y
alqueca había sido penosamente estropeado por los invisibles cascos,
y les pidió que averiguasen la causa de la aparición y encontrasen
un modo de exorcizarla. Pero viendo que no llegaban a ningún acuerdo
entre ellos, proveyó a las diversas sectas sacerdotales con
sacrificios para sus varios dioses y los mandó marchar; los magos y
adivinos, bajo amenaza de decapitación si se negaban, fueron
enviados a visitar a Namirrha en su mágica morada para preguntarle,
de su parte, si por casualidad era él quien estaba enviando aquello,
o si era obra de algún otro.
Abatidos
quedaron los magos y adivinos que temían a Namirrha y no se atrevían
a penetrar en los aterradores misterios de su oscura mansión. Pero
los soldados del emperador les empujaron hacia delante, levantando
sus grandes espadas curvas contra ellos cuando vacilaban, así que,
uno a uno, en inseguro orden, la delegación fue hacia la puerta de
Namirrhay se desvaneció en la casa construida por el demonio. Antes
del atardecer regresaron junto al emperador, pálidos, balbucientes e
inquietos, como hombres que han visto el infierno y contemplado su
propio destino. Dijeron que Namirrha les recibió cortésmente y les
había enviado de vuelta con este mensaje:
—Que
sepa Zotulla que la aparición es en recuerdo de algo que él ha
olvidado y la razón de esto le será revelada en la hora preparada y
dispuesta por el destino. Y esa hora se acerca, porque Namirrha
invita al emperador y a toda su corte a un gran banquete mañana por
la tarde.
Habiendo entregado este mensaje, ante la consternación y
asombro de Zotulla, la delegación pidió licencia para retirarse.
Aunque el emperador les interrogó minuciosamente, parecían poco
dispuestos a relatar las circunstancias de su visita a Namirrha, y
tampoco quisieron describir la famosa casa del hechicero, excepto en
una forma vaga, contradiciéndose unos a otros en lo que decían
haber visto. Por tanto, y después de un rato, Zotulla les mandó
marchar; cuando se hubieron ido, estuvo cavilando durante largo
tiempo sobre la invitación de Namirrha, que era algo que no se
atrevía a rechazar, pero temía aceptar. Aquella noche bebió
todavía más abundantemente que de costumbre y durmió como un
muerto sin que ningún ruido de cascos galopando sobre el palacio le
despertara. Durante la noche, los magos y profetas salieron
silenciosamente de Ummaos como sombras furtivas y nadie les vio
partir; por la mañana todos habían salido de Xylac hacia otros
países para no regresar nunca...
Aquella
misma noche, Namirrha estaba sentado a solas en el gran salón de su
casa. Habiendo despedido a los sirvientes que le atendían de
ordinario. Ante él, y en un altar de azabache, estaba la oscura y
gigantesca estatua de Thasaidón, que un escultor engendrado por los
demonios había esculpido en tiempos antiguos para un malvado rey de
Tasuun llamado Pharnoc. El archidemonio estaba representado por la
forma de un guerrero cubierto totalmente por la armadura que elevaba
una maza de pinchos como en una batalla heroica. Durante largo
tiempo, la estatua había estado en el palacio de Pharnoc enterrado
en el desierto y cuyo mismo emplazamiento era disputado por los
nómadas; Namirrha, gracias a su arte adivinatorio, lo encontró, y
había llevado la infernal imagen a vivir con él por siempre desde
entonces. A menudo, Thasaidón pronunciaba oráculos para Namirrha y
le contestaba sus preguntas por boca de la estatua. Ante la imagen de
armadura negra colgaban siete lámparas de plata forjadas con la
forma de los cráneos de los caballos y las llamas salían
incesantemente, azules, purpúreas y escarlatas, de sus cuencas. Su
luz era salvaje y lúgubre y el rostro del demonio, mirando bajo el
casco, mostraba sombras equívocas y malignas que cambiaban y
saltaban eternamente. Sentado en su silla de forma de serpiente,
Namirrha contemplaba siniestramente la estatua con un profundo surco
entre los ojos, porque le había pedido una cosa a Thasaidón, y el
enemigo, contestando a través de la estatua, se la negó. La
rebelión crecía en el corazón de Namirrha, que, enloquecido por el
orgullo, se consideraba a sí mismo señor de todos los hechiceros y
gobernante por derecho propio entre los príncipes diabólicos. Así
pues, y tras largo cavilar, repitió su petición con voz fuerte y
altanera, como quien se dirige a su igual, más que como alguien que
lo hace al todopoderoso soberano al que ha jurado fidelidad hasta la
muerte.
—Yo
te he ayudado en todo hasta este momento —dijo la imagen, con
acentos secos y sonoros que resonaban metálicamente en las siete
lámparas plateadas—. Sí, los gusanos eternos del fuego y la
oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada y las alas de
los genios interiores se han elevado hasta ocultar el sol cuando tú
les llamaste. Pero, en verdad, no te ayudaré en esta venganza que
has planeado, porque el emperador Zotulla no me ha ofendido nunca y
me ha servido bien, aunque inconscientemente, y los habitantes de
Xylac, debido a sus vicios, no son los menos importantes de sus
adoradores en la Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú
vivieses en paz con Zotulla y olvidases esta antigua ofensa infligida
al mendigo Narthos cuando era un muchacho. Porque los caminos del
destino son extraños y la forma en que actúan sus leyes está
algunas veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de
Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida habría sido
distinta y la fama y renombre de Namirrha hubiesen yacido en el
olvido como un sueño no imaginado. Sí, tú serías todavía un
mendigo de Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendigo y
nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías convertido en
discípulo del sabio y erudito Ouphaloc, y yo, Thasaidón, hubiese
perdido el más poderoso de todos los nigromantes que han aceptado
servirme y han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Namirrha, y
considera estas cosas, porque, aparentemente, nosotros dos estamos en
deuda con Zotulla y le debemos gratitud por haberte pisoteado con su
caballo.
—Sí,
estoy en deuda con él —gruñó Namirrha implacable—, y en verdad
que mañana pagaré la deuda, en la forma en que había planeado...
Existen aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a mi
llamada, aun a pesar tuyo.
—No
es bueno enfrentarte conmigo —dijo la imagen, tras un intervalo—,
y tampoco es bueno llamar a aquellos que has insinuado. Sin embargo,
veo claramente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso, testarudo y
vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero no me culpes por el
resultado.
Después
de esto, en el salón donde Namirrha se sentaba ante el ídolo se
hizo el silencio y las llamas se consumieron oscuramente cambiando de
colores sobre las lámparas de forma de cráneo mientras las sombras
huían y regresaban sin detenerse sobre los rostros de la estatua y
de Namirrha. Después, hacia la medianoche, el hechicero se levantó
y ascendió por numerosos escalones en espiral hasta llegar a una
alta cúpula en la casa donde había una única y pequeña ventana
redonda, que permitía contemplar las constelaciones. La ventana
estaba dispuesta en lo más alto de la cúpula, pero Namirrha había
conseguido, por medio de su magia, que una entrada junto a la última
vuelta de la escalera pareciese descender repentinamente en lugar de
subir para, alcanzando el peldaño final, mirar hacia abajo por la
ventana, mientras las estrellas pasaban bajo él en una corriente
vertiginosa. Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto
en el mármol, y el panel circular retrocedió sin ningún sonido.
Después, yaciendo de espaldas sobre el curvado interior de la
cúpula, con el rostro sobre el abismo y su larga barba colgando
rígida en el espacio, susurró versos más antiguos que la raza
humana y habló con ciertos seres que no pertenecían ni al infierno
ni a los elementos mundanos y cuya invocación era más terrible que
los genios infernales o los demonios de la tierra, aire, agua y
fuego. Desafiando la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos,
mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces y la escarcha
se amontonaba pálida sobre su oscura barba a causa del frío que
producía su aliento al inclinarse sobre la tierra.
Lento
y renuente fue el despertar de Zotulla del sopor del vino; antes de
abrir los ojos, la luz del día se vio envenenada para él por el
pensamiento de aquella invitación que temía aceptar o rechazar.
Pero habló con Obexah, diciendo:
—Después
de todo, ¿quién es este perro hechicero para que yo tenga que
obedecer sus invitaciones como un mendigo al que algún gran señor
manda llamar de la calle?
Obexah,
una muchacha de piel dorada y ojos oblicuos, procedente de Uccastrof,
la isla de los Torturadores, observó sutilmente al emperador, y
dijo:
—Oh,
Zotulla, eres tú quien debe aceptar o rehusar, según lo que estimes
apropiado. Y, en realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac,
el ir o el quedarse es un asunto sin importancia, puesto que nada
puede poner en entredicho tu sobernía. Por tanto, ¿por qué no ir?
Obexah,
aunque temerosa del mago, sentía curiosidad con respecto a aquella
casa construida por el demonio, de la que tan poco se sabía, y
además, según es característico de las mujeres, deseaba contemplar
al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto era sólo una leyenda en
Ummaos, traída de muy lejos.
—En
lo que dices hay algo de razón —admitió Zotulla—. Pero un
emperador debe, en su conducta, tener siempre en cuenta el bien
público, y hay asuntos de estado que no se puede esperar que
entienda una mujer.
Así
pues, más tarde, por la mañana, después de un desayuno amplio y
bien remojado, llamó a sus mayordomos y cortesanos y les pidió
consejo. Algunos le aconsejaron que ignorase la invitación de
Namirrha y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que un
mal más grave que el pisoteo de unos cascos fantasmales fuese
enviado sobre la ciudad y el palacio. Entonces llamó ante sí a la
reunión de todos los sacerdotes e intentó volver a llamar a
aquellos magos y adivinos que habían escapado sigilosamente durante
la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que respondiese al grito
de su nombre por las calles de Ummaos, y esto causó una cierta
maravilla. Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que antes y
abarrotaron el salón de audiencias, de forma que las barrigas de los
que estaban delante chocaban contra el estrado imperial y las nalgas
de los de atrás se aplastaban contra la pared y los pilares del
fondo. Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o
rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez anterior, que
Namirrha no tenía nada que ver con las apariciones, y su invitación,
dijeron, no suponía daño ni amenaza alguna contra el emperador;
estaba claro, según los términos del mensaje, que el mago
pronunciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un
verdadero archimago, este oráculo confirmaría su propia sabiduría
sagrada, establecería la fuente divina de la aparición y de nuevo
los dioses de Xylac serían glorificados.
Tras
escuchar el consejo de los sacerdotes, el emperador dio instrucciones
nuevamente a sus tesoreros para que les llenasen de nuevas ofrendas,
y los sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las delegadas
bendiciones de sus varios dioses sobre Zotulla y su corte. El día
continuó y el sol pasó nuevamente por el meridiano, cayendo
lentamente más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde que
estaban formados por desiertos que limitaban con el mar. Zotulla
continuaba irresoluto y llamó a sus coperos, pidiéndoles que le
sirviesen de la cosecha más fuerte y magistral, pero no halló en el
vino ni la certeza ni la decisión. Entonces, una comitiva de altas
momias cubiertas con vendas regias color púrpura y escarlata, y
llevando coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró en el
salón, caminando una detrás de otra. Tras la comitiva, y a manera
de servidores, venían unos esqueletos gigantes vestidos con
taparrabos de brillante color naranja y con la parte superior del
cráneo cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y ébano que
se habían enrollado allí a manera de turbante. Las momias se
inclinaron ante Zotulla, diciéndole con voz fina y seca:
—Nosotros,
que en tiempos antiguos hemos sido reyes del gran país de Tasuun,
hemos sido enviados como guardia de honor del emperador Zotulla para
atenderle como es propio cuando se dirija al banquete preparado por
Namirrha.
Después
hablaron los esqueletos, entre secos chasquidos de dientes y
produciendo silbidos semejantes al aire, atravesando desgastadas
mamparas de marfil.
—Nosotros,
que hemos sido guerreros gigantes de una raza olvidada, somos
enviados también por Namirrha para que la corte del emperador
Zotulla esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y
vaya acompañada del séquito que le corresponde y es apropiado.
Presenciando
estos prodigios, los coperos y otros servidores se protegieron en el
estrado imperial o se ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla,
cuyas pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre, con la
cara abotargada y espectralmente pálida, permanecía inmóvil sobre
el trono, sin poder pronunciar ni una palabra de réplica a los
ministros de Namirrha. Entonces las momias se adelantaron y dijeron
con polvorientos acentos:
—Todo
está listo y el banquete aguarda la llegada de Zotulla.
Las
vendas de las momias se agitaron y se abrieron por delante; pequeños
monstruos roedores del color del betún, con ojos semejantes a rubíes
malditos, aparecieron en los roídos corazones de las momias como las
ratas en sus agujeros y chillaron estridentemente repitiendo las
palabras en lenguaje humano. A su vez, los esqueletos repitieron la
solemne frase y las serpientes azafranes y negras silbaron desde sus
cráneos, y repitieron, por último, las palabras con siniestro
alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y de forma dudosa que
Zotulla no había visto hasta entonces y que estaban sentadas detrás
de las costillas de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de
mimbre blanco. Como un durmiente que obedece la fatalidad de los
sueños, el emperador se levantó del trono y se adelantó; las
momias le rodearon como una escolta. ¡Cada uno de los esqueletos
sacó de los pliegues amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas
flautas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron a tocar una
melodía dulce, siniestra y mortal, mientras el emperador salía de
palacio. En la música había un hechizo fatal, porque los
mayordomos, las mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte
de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron arrancados
como una procesión de noctámbulos de las habitaciones y alcobas
donde se habían vanamente ocultado. Dirigidos por los flautistas,
siguieron a Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver aquella
numerosa compañía dirigiéndose a la casa de Namirrha con un
cortejo de reyes muertos a su alrededor y el aliento de los
esqueletos temblando horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla
no se sintió muy consolado cuando vio a su lado a la muchacha Obexah
moviéndose, como él mismo, en un éxtasis de involuntario horror,
con el resto de las mujeres siguiéndola de cerca.
Al
acercarse a las abiertas puertas de la casa de Namirrha, el emperador
vio que estaban guardadas por grandes cosas de barbillas carmesí,
mitad humanas mitad dragones, que se inclinaron ante él, rozando sus
barbillas como escobas ensangrentadas contra las losas de oscuro
ónice. El emperador pasó con Obexah entre los rústicos monstruos,
con las momias, los esqueletos y su propia gente a sus espaldas
formando una extraña comitiva, y entró en un amplio salón de
muchas columnas, donde la luz del día, penetrando tímidamente, era
dominada por la siniestra y arrogante claridad procedente de un
millar de lámparas. Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió
maravillado de la amplitud de la cámara, que difícilmente odia
reconciliar con las medidas exteriores de la mansión, aunque éstas,
indudablemente, fueran de una amplitud palaciega. Le parecía
contemplar grandes salas sostenidas por columnas a las que no se veía
el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de amontonadas
viandas y urnas de vino dispuestas en hilera que se extendían a lo
lejos en la distancia, en una penumbra luminosa como la de una noche
estrellada. En los amplios intervalos entre las mesas, los sirvientes
de Namirrha iban de un lado para otro incesantemente, como si una
fantasmagoría de pesadillas hubiera cobrado cuerpo delante del
emperador. Regios cadáveres con túnicas de brocado podridas por el
tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de gusanos, servían un
vino color de sangre en copas fabricadas con el opalescente cuerno de
los unicornios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro pechos
entraban con humeantes fuentes sostenidas en alto por sus garras
broncíneas. Demonios de cabeza de perro con la lengua en llamas
corrían a ofrecerse como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla
y Obexah apareció un curioso ser con las opulentas caderas y
extremidades inferiores de una enorme mujer negra y los mondos huesos
de algún mitónico mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a
entender, por medio de ciertos indescriptibles chasquidos de los
huesos de sus dedos, que el emperador y su odalisca le siguieran.
Verdaderamente,
a Zotulla le dio la impresión de haber recorrido una larga distancia
por alguna maligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de
aquella inmensidad de mesas y columnas por la que les había
conducido el monstruo. Aquí, en el extremo de la habitación, y
separado de los demás, se sentaba Namirrha solo en una mesa, con las
llamas de las siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardiendo
incesantemente a sus espaldas y la negra imagen de Thasaidón en su
armadura dominándolo todo desde el altar de azabache a su derecha.
Algo separado del altar había un espejo de diamante, sostenido por
las garras de unos basiliscos de hierro. Namirrha se puso en pie para
saludarles, observando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos
brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en las ojeras
formadas en extrañas y aterradoras vigilias. Sus labios eran como un
sello rojo pálido sobre un pergamino del destino cerrado. Su barba
flotaba rígida sobre la parte delantera de su túnica bermellón,
dividida en bucles negros y aceitosos como una masa de serpientes
negras y tiesas. Zotulla sintió que la sangre se le detenía y
espesaba en su corazón, como congelándose hasta formar hielo.
Obexah, mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida y
asustada por el visible horror que emanaba de este hombre, y le
rodeaba de la misma forma que la realeza a un rey. Pero a pesar de su
miedo tuvo tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en su
relación con las mujeres.
—Te
doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitalidad como puedo
ofrecerte —dijo Namirrha con el férreo sonido de alguna oculta
campana fúnebre en su profunda voz—. Por favor, sentaos a mi mesa.
Zotulla
vio que enfrente de Namirrha había sido dispuesta una silla de ébano
para él, y que otra silla, menos majestuosa e imperial, había sido
colocada a la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y Zotulla
vio que su gente se sentaba a su vez a otras mesas a través del
enorme salón, con los espantosos servidores de Namirrha sirviéndoles
atareadamente, como los demonios atienden a los condenados. Entonces
Zotulla percibió que una mano oscura y parecida a la de un cadáver
le servía vino en una copa de cristal y que la mano llevaba el
anillo con el sello de los emperadores de Xylac: un monstruoso ópalo
de fuego en la boca de un murciélago de oro, un anillo idéntico al
que el propio Zotulla llevaba perpetuamente sobre el dedo índice.
Volviéndose, vio a la derecha una figura que mostraba gran semejanza
con su padre, Pithaim, después de que el veneno de la víbora,
esparciéndose por todo su cuerpo, hubiese dejado detrás la purpúrea
hinchazón de la muerte. Zotulla, que había ordenado que la
serpiente fuese colocada en la cama de Pithaim, se acurrucó en su
asiento y tembló con un terror culpable. Y la cosa que se parecía a
Pithaim, fuese cadáver, fantasma, o una imagen producida por los
encantamientos de Namirrha, iba y venía a espaldas de Zotulla,
sirviéndole con dedos negros e hinchados que nunca vacilaban. Con
horror advirtió sus ojos saltones, que miraban sin ver su lívida
boca purpúrea cerrada con el rigor de un silencio mortal, y la
víbora moteada que, a intervalos, aparecía con helados ojos por su
manga cuando se inclinaba sobre él para rellenar su copa o servirle
de carne. Y confusamente, entre la helada niebla de su terror, el
emperador vio la forma de sombría armadura, como una réplica
animada de Thasaidón, que Namirrha, en su blasfemia, había
conjurado para que le sirviese. Vagamente, y sin comprender, vio el
terrible servidor que revoloteaba al lado de Obexah un cadáver sin
ojos y sin piel en la imagen de su primer amante, un muchacho de
Cyntrom que había sido lanzado a la costa de la isla de los
Torturadores por un naufragio... Allí lo había encontrado Obexah
yaciendo bajo la marea, y reviviendo al muchacho, lo había escondido
durante cierto tiempo en una caverna secreta para su propio placer,
llevándole comida y bebida. Más tarde, cansado, le había
traicionado a los Torturadores y obtenido un nuevo deleite con los
diversos suplicios y torturas que le infligiera antes de morir
aquella gente cruel y perniciosa.
—Bebed
—dijo Namirrha, sorbiendo un extraño vino que era rojo y oscuro
como los desastrosos atardeceres de los años perdidos.
Y
Zotulla y Obexah bebieron de aquel vino sin sentir después ningún
calor en sus venas, sino un frío como cuando la cicuta se acerca
lentamente al corazón.
—En
verdad, es un vino muy bueno —dijo Namirrha—, y muy apropiado
para brindar por nuestro conocimiento, porque fue enterrado hace
largo tiempo en ánforas de sombrío jaspe de forma de urnas
funerarias, junto a los muertos de la familia real, y mis vampiros lo
encontraron cuando fueron a excavar en Tasuun.
Entonces
la lengua de Zotulla se heló en su boca, como se hiela una
mandrágora aprisionada por la escarcha en el suelo del invierno, y
no encontró respuesta a la cortesía de Namirrha.
—Os
ruego que probéis esta carne —continuó Namirrha—, pues es muy
escogida, proviene de los jabalíes salvajes que los torturadores de
Uccastrog alimentan con los destrozados restos de sus ruedas y
parrillas, y además, mis cocineros los han condimentado con los
poderosos bálsamos de la tumba, rellenándolos con corazones de
víboras y lenguas de cobras negras.
El
emperador no pudo decir nada, y hasta Obexah permaneció en silencio,
fuertemente turbada en su lujuria por la presencia de aquella cosa
despellejada y penosa que se parecía a su amante de Cyntrom. Y su
temor al nigromante aumentó prodigiosamente, porque su conocimiento
de este crimen antiguo y olvidado y la aparición del fantasma le
parecían una magia más siniestra que todo lo demás.
—Bien,
me temo que encontréis la comida sin sabor y el vino sin fuego. Así
pues, para animar nuestro banquete llamaré a mis cantantes y
músicos.
Pronunció
una palabra desconocida para Zotulla y Obexah, que sonó por el
enorme salón como si mil voces a la vez la hubiesen pronunciado y
prolongado. Pronto aparecieron los cantantes, que eran vampiros con
largos colmillos amarillos llenos de hilachas de carroña curvándose
por encima de sus quijadas y haciendo con la boca gestos de hiena a
la compañía. Detrás entraron los músicos, algunos de los cuales
eran demonios machos caminando erectos sobre los cuartos traseros de
negros sementales y pulsando con dedos blancos de gorila liras
fabricadas con huesos y tendones de los caníbales de Naat; otros
eran apastelados sátiros que arrimaban sus rejillas cabrunas a óboes
fabricados con los fémures de brujas jóvenes y a gaitas hechas con
la piel del pecho de reinas negras y el cuerno del rinoceronte. Se
inclinaron ante Namirrha con grotesca ceremonia. Después, sin
dilación, las hembras vampiros comenzaron un ulular de lo más
doloroso y execrable, como el de los chacales que han olfateado la
carroña, y los sátiros y los demonios tocaron un lamento que era
como el gemido de los vientos del desierto en los harenes de perdidos
palacios. Zotulla se estremeció, pues el canto le helaba hasta el
tuétano y la música introducía en su corazón una desolación
semejante a la de imperios derrumbados y pisoteados por los férreos
cascos del tiempo. Al mismo tiempo, y entre aquella siniestra música,
le pareció oír el chirrido de la arena en los jardines marchitos y
el rumor del viento entre la seda podrida en lechos de desaparecida
lujuria y el silbido de las serpientes enroscadas entre los bajos
fustes de destrozadas columnas. Y la gloria que había sido Ummaos
parecía alejarse como las columnas voladoras del simún.
—Una
espléndida melodía—dijo Namirrha cuando la música cesó y las
vampiras dejaron de ulular—. Pero, en verdad, temo que encontréis
algo aburrido mi espectáculo. Por tanto, mis bailarines danzarán
para vosotros.
Se
volvió hacia el gran salón y describió en el aire un signo
enigmático con los dedos de la mano derecha. En respuesta, una
incolora niebla descendió desde el alto techo y, durante un breve
intervalo, ocultó la sala como una cortina. Detrás se oyó una
babel de sonidos, confusos y sofocados, y el grito de unas voces
débiles como si estuvieran lejanas. Después el vapor desapareció y
Zotulla vio que las sobrecargadas mesas habían desaparecido. En los
amplios espacios entre las columnas, los habitantes de su palacio,
mayordomos, eunucos, cortesanos, odaliscas y todos los demás, yacían
sobre el suelo atados con correas, como innumerables aves de precioso
plumaje. Sobre ellos hacía piruetas una cuadrilla de esqueletos con
ligeros chasquidos de los huesos de los pies y una banda de momias
saltaba rígidamente mientras otras criaturas de Namirrha se agitaban
con monstruosas cabriolas, siguiendo todos la música de los
flautistas y arpistas del nigromante. Saltaban de un lado a otro
sobre los cuerpos de la gente del emperador a los sones de una
siniestra zarabanda. Con cada salto se hacían más altos y pesados,
hasta que las saltarinas momias fueron como las momias de Anakim, y
los esqueletos tuvieron huesos de coloso, al tiempo que la música se
elevaba ahogando los débiles gritos de los servidores de Zotulla.
Los danzarines, cuyos pies atronaban la habitación, crecieron
todavía más, perdiéndose entre las sombras de la bóveda en medio
de las vastas columnas; aquellos sobre los que danzaban eran como
uvas que se pisan en otoño durante la vendimia y el suelo se cubrió
de un espeso mosto sanguíneo. Como un hombre que se ahoga en un
horrible pantano rodeado por la oscuridad, el emperador oyó la voz
de Namirrha:
—Tengo
la impresión de que no os placen mis bailarines. Así pues, ahora os
presentaré un espectáculo verdaderamente regio. Levantaos y
seguidme, porque el espectáculo es tal que se necesita un imperio
como escenario.
Zotulla
y Obexah se levantaron de sus sillas al estilo de los sonámbulos.
Sin dirigir una mirada hacia los espectrales servidores o al salón
donde los bailarines continuaban rebotando, siguieron a Namirrha a
una alcoba detrás del altar de Thasaidón. Allí, junto a las
escaleras que se enroscaban hacia arriba, se acercaron a una amplia y
alta galería que daba al palacio de Zotulla y miraron a lo lejos
sobre los tejados de la ciudad, hacia el punto donde se ponía el
sol. Aparentemente habían pasado varias horas en aquel banquete y
espectáculo propios del infierno, porque el día se acercaba a su
fin, y el sol, que había desaparecido de la vista por detrás del
palacio imperial, bañaba los vastos cielos con rayos ensangrentados.
—Mirad
—dijo Namirrha, añadiendo un extraño vocablo ante el cual la
piedra del edificio resonó como si fuera un gong.
La
galería se tambaleó ligeramente y Zotulla, mirando por la
balaustrada, vio los tejados de Ummaos empequeñecerse y hundirse
bajo él. La galería parecía volar hacia el cielo a una altura
prodigiosa y contempló desde arriba las cúpulas de su propio
palacio, las casas, detrás los campos cultivados y el desierto, y el
gigantesco sol que estaba bajo sobre el límite del desierto. Zotulla
se mareó y los fríos vientos del cielo superior soplaron a su
alrededor. Pero Namirrha dijo otra palabra y la galería detuvo su
ascenso.
(Continuará con segunda parte)
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