El Eidolon Oscuro (2da parte) Clark Ashton Smith


Mira bien—dijo el nigromante—, el imperio que fue tuyo, pero que no lo será ya más. 
  Entonces, con los brazos abiertos hacia el atardecer y los mares más allá, pronunció en voz alta los doce nombres que eran la máxima perdición, y después la tremenda invocación: Gna padambis devompra thungis furidor avoragomon. Instantáneamente, fue como si grandes nubes de ébano se amontonasen sobre el sol. Alineadas sobre el horizonte, la nubes tomaron la forma de colosales monstruos cuyas cabezas y miembros recordaban ligeramente las de los caballos. Alzándose terriblemente, hollaron el sol como si fuese una brasa extinguida, y corriendo como si estuviesen en un hipódromo de Titanes, crecieron y se agigantaron acercándose a Ummaos. Les precedían profundos rumores que presagiaban calamidad y la tierra tembló visiblemente, hasta que Zotulla vio que aquello no eran nubes inmateriales, sino formas reales dotadas de vida que venían a pisotear el mundo con amplitud macrocósmica. Proyectando sus sombras a muchas leguas de distancia, los caballos cargaron contra Xylac como si estuviesen montados por demonios y sus cascos se abatieron sobre los lejanos oasis y ciudades del desierto exterior como riscos desprendidos de una montaña. Llegaron como el remolino en espiral de una tormenta y pareció como si el mundo se hundiese en el mar, volcándose bajo su peso. Inmóvil como un hombre, convertido en mármol, Zotulla contemplaba la ruina que asolaba su imperio. Los gigantescos sementales se acercaron más, corriendo con una velocidad inconcebible; el atronar de su galope se hizo más fuerte, pues ahora comenzaban a asolar los verdes campos y plantaciones de frutales que se extendían a muchas millas al oeste de Ummaos. La sombra de los caballos se elevó como la siniestra oscuridad de un eclipse hasta cubrir Ummaos, y mirando hacia arriba, el emperador vio sus ojos a medio camino entre la tierra y el cenit, como soles trágicos que brillasen desde arremolinados cúmulos.
   Entonces, en la espesa oscuridad y por encima de aquel trueno insufrible, oyó la voz de Namirrha, gritando con loco triunfo.
   —Sabe, Zotulla, que he llamado a los caballos de Thamogorgos, señor del abismo. Y los caballos pisotearán tu imperio como tu palafrén atropelló y pisoteó hace ya tiempo a un muchacho mendigo llamado Narthos. Y entérate también de que yo, Namirrha, fui aquel muchacho. 
   Y los ojos de Namirrha, que mostraban una vanagloria de locura y tragedia, ardieron como estrellas malignas y desastrosas en la hora de su culminación. Para Zotulla, totalmente aplastado por el horror y el tumulto, las palabras del nigromante no fueron más que estridentes y chillonas notas de la tempestad del destino; no las comprendió. Los cascos descendieron sobre Ummaos con terrible fragor, resquebrajando tejados sólidamente construidos y hendiendo y derrumbando instantáneamente poderosos muros. Las hermosas cúpulas de los templos fueron aplastadas como las conchas de haliotis; mansiones orgullosas fueron rotas y destrozadas contra el suelo como calabazas, y la ciudad fue arrasada, casa por casa, con un estruendo como de mundos golpeados por el caos. Allá abajo, en las oscuras calles, hombres y camellos huían como hormigas a la carrera, pero no pudieron escapar. Los cascos bajaron y subieron implacablemente hasta que media ciudad estuvo destruida y la noche lo inundó todo. El palacio de Zotulla fue pisoteado; entonces las patas delanteras de los animales se encontraron al borde de la galería de Namirrha y sus cabezas sobresalieron aterradoramente por encima. Parecía que fuesen a alcanzar y pisotear la casa del nigromante, pero en ese momento se dividieron a derecha e izquierda y dejaron ver el doloroso resplandor del ocaso, siguiendo su camino y arrasando aquella parte de Ummaos que estaba al este. Zotulla, Obexah y Namirrha contemplaron los fragmentos de la ciudad como si vieran un estercolero lleno de guijarros, mientras oían el clamor fatal de los cascos alejarse hacia el Xylac oriental.
   —Un hermoso espectáculo —comentó Namirrha. Después, volviéndose hacia el emperador, añadió malignamente—: Sin embargo, no creas que he terminado contigo o que el destino se ha consumado ya.
   Aparentemente, la galería había descendido a su elevación primitiva, que todavía estaba a majestuosa altura sobre las fragmentadas ruinas. Namirrha agarró al emperador por el brazo y le condujo de la galería a una cámara interior mientras Obexah le seguía en silencio. El corazón del emperador estaba oprimido por el paso de tantas calamidades y la desesperación pesaba como un pestilente íncubo sobres los hombros de un hombre perdido en algún país de noches malditas. Y no advirtió que en el umbral de la cámara había sido separado de Obexah y que varias criaturas de Namirrha, apareciendo como sombras, obligaron a la muchacha a bajar con ellos por unas escaleras, sofocando sus gritos con sus podridas vendas mientras descendían a otra parte de la casa. La habitación era la que Namirrha utilizaba para sus ritos y ceremonias más nefandas. Los rayos de las lámparas que la iluminaban eran amarillo-rojizos como sanies de demonio derramado y fluían por aludes, crisoles, alambiques y atanores negros cuyos propósito apenas podría ser pronunciado por un hombre mortal. El hechicero calentó en uno de los alambiques un líquido oscuro lleno de luces frías como las estrellas, mientras Zotulla miraba sin comprender. Cuando el líquido burbujeó y desprendió una espiral gaseosa, Namirrha lo destiló en copas de hierro bordeadas de oro y le dio una a Zotulla, quedándose él con la otra. Y le dijo con voz seca e imperativa.
   —Te ordeno que bebas este líquido.
   Zotulla, temiendo que la bebida estuviese envenenada, vaciló. El nigromante le miró mortalmente, y le gritó:
   —¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo?—y a continuación acercó la copa a sus labios.
   Así, el emperador bebió el licor, como impulsado por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue como si el emperador muriese y su alma flotase libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz azafrán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo también, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos copas caídas. En este estado contempló algo extraño: al rato su propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el del nigromante permanecía inmóvil como la muerte. Zotulla contempló sus propios rasgos y su figura con el corto manto de brocado azul sembrado de perlas negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él, aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una maldad mayor de los que eran característicos en él. Entonces, sin oídos corpóreos, Zotulla oyó hablar a la figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha, diciendo:
   —Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo lo que yo te mande.
   Zotulla siguió al hechicero como una sombra invisible y los dos descendieron por las escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de negra armadura, mientras las siete lámparas en forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concubina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de estremecer su saciado corazón, atada con correas a los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que había formado grandes charcos entre las columnas.
   Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del emperador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:
  —Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza para liberarte ni para moverte en forma alguna.
   Totalmente obediente a la voluntad del nigromante, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si se encontrase en el interior de un rígido sarcófago; miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos que se escondían bajo el esculpido casco. Mirando así, pudo contemplar el cambio que sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica posesión de Namirrha, porque las piernas que salían por debajo del corto manto de color azul se habían convertido, repentinamente, en las patas traseras de un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía humo. Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a Obexah caminando altivamente sobre el negro altar, y dejando tras sí huellas humeantes. Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que eran estanques de helado horror, levantó uno de los relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo, entre las diminutas copas de filigrana de oro adornadas de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo en el infierno el alma de algún nuevo condenado y el casco resplandeció con intolerable brillantez, como si estuviese recién salido de un horno donde se forjasen las armas de los demonios.
   En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en la imagen de adamanto, se despertó la hombría que había dormitado inconsciente ante la ruina de su imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente, surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas poderse servir de su brazo derecho y tener una espada en la mano. Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y terrible hablaba dentro de él, como si la propia estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la voz le dijo:
   —Yo soy Thasaidón, señor de los siete infiernos bajo la tierra y de los infiernos del corazón del hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas con la estatua que se me parece a la manera en que el alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza y golpea.
   Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su interior y de estar rodeado por unos músculos gigantescos que se estremecían de poder y respondían ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada mano derecha el mango de la gigantesca maza de pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le pareció un peso agradable. Entonces, elevando la maza como un guerrero en una batalla, golpeó aterradoramente aquella cosa impía que tenía su propio cuerpo unido a las patas y cascos de un caballo demoníaco. La cosa se derrumbó al instante y yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante azabache. Las patas temblaron un poco y después se inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose lentamente. Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido, excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida por el dolor y el terror de todos los prodigios que había presenciado. Después, la terrible voz de Thasaidón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma con aquellos gritos.
   —Vete, porque no puedes hacer nada más.
   Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad de la nada y del olvido. Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado, ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confusamente, no en la forma que el mago había planeado, a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los rituales malditos y las transmigraciones prohibidas. Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible confusión en su mente y una amnesia parcial porque la maldición de Thasaidón había caído sobre él a causa de sus blasfemias. Nada había claro en su mente, excepto un maligno y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por aquel oscuro ánimo, se levantó, y ciñéndose a la cintura una espada encantada con ópalos y zafiros rúnicos en la empuñadura, descendió por las escaleras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde continuaba la estatua tan impasible como antes, con la maza en su inmóvil mano derecha y el doble sacrificio debajo sobre el altar.
   El velo de una extrañísima oscuridad había caído sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de patas de caballo que yacía muerto con los cascos ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las variables redes del engaño, tomó el rostro por el del emperador Zotulla. Insaciable como las mismas llamas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el reflejo. A veces, a causa de la maldición que había caído sobre él y de la impía transmigración que había realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigromante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era Namirrha luchando contra el emperador; después, sin tener un nombre, luchó contra un enemigo sin nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba templada por conjuros formidables, se rompió cerca de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras medio olvidadas de una tremenda maldición, invalidada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la pesada empuñadura de la espada, hasta que los zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.
   Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha batallando contra su imagen, y el espectáculo le produjo una risa enloquecida como el roto repique de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como el rugido de una tormenta que surge velozmente, el estruendo producido por los caballos macrocósmicos de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y pasando por Ummaos para arrasar la única casa que habían perdonado la primera vez. 

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