El hombre que murió dos veces


Era demasiado lo ortodoxo en materia penal en la Nueva España que las Penas de Muerte no se escapaban de la rigidez de las autoridades. No, no hablamos solamente de la ejecución de los condenados y la forma tan fácil de apresar a víctimas, nadie podía espacapar del Tribunal de la Inquisición, ni siquiera estando muerto...
   Nuesta siguiente leyenda se remonta en época colonial, cuando el sistema de gobierno era monárquico y sin embargo la Iglesia Católica imperaba sobre la sociedad. La Santa Inquisición tenía como princial función capturar y ejecutar a todo aquel que se atreviera a cuestionar o desviar las creencias religiosas establecidas, pues un hereje era considerado una amenaza. 
   En el caso de México se estableció el Tribunal de la Santa Inquisición, una orden compuesta por autoridades eclesiásticas y personas de la nobleza para tomar las decisiones sobre el destino del acusado, sobre todo casos especiales. Fue uno de estos casos que será la trama de esta leyenda y es que los castigos eran en extremo severos como también absurdos como "condenar a un muerto". Así es, si un cadáver había sido señalado como responsable de un delito realizado en vida, de acuerdo al delito era el castigo correspondiente. 
   De esta manera iniciamos la leyenda con la llegada de un enigmático hombre sin nombre, sin identidad, sin saber nadie de sus verdaderos propósitos de su llegada a la Nueva España. El enorme barco llegó a los muelles y al pisar tierra firme, el hombre de mirada pérdida, tez morena y al rededor de 40 años, había llegado al fin a su destino. Nadie lo conocía, solo la gente de la zona lo llamaba "El Portugués", pues algunos aseguraban que por sus rasgos provenía de aquel país, pero en realidad nadie sabía su nacionalidad. 
   Algunos referían que llegó como muchos de los extranjeros: en busca de tesoros. De una cosa se tenía certeza: la mala suerte perseguía al desdichado viajero. Desde su llegada, tenía altercados en las posadas al ser confundido con algún ladrón. Siendo un desconocido, era más fácil que los demás lo señalaran de acusaciones imaginarias o delitos reales pero el autor fue otro.
   Ya imaginaran al "Portugués", siendo apresado una, dos, tres veces. Por fortuna había evidencia y testimonios que declaraban lo opuesto. Pero es innegable que el Portugués piso las frías y humedas galeras, esperando su declaración ante el Tribunal.
   Eran demasiada su mala suerte que en una sucia taberna un hombre intentó robarle su único anillo de oro. El hombre se aproximó a él entablando una amigable conversación. Después de tanto tiempo de ser acusado por delitos irreales, que el Portugués se sintió aliviado y pensó que no faltaba una buena amistad en malos tiempos. 
   Resulta que la aparente amistad culminó en una discusión, el Portugués se negaba a venderle el anillo de oro aquel desconocido. Nadie sabe la razón por la que portaba un anillo tan ostentoso y grabado con un escudo de armas. Eso solo acrecentaba el misterio de su identidad o bien aquella sortija representa el único rastro de su ignóto pasado y por eso evitaba desprenderse de él. Frustrado, el comprador se impacientó ante la negativa y desafió a duelo al Portugués. Solo tenía en mente apoderarse del anillo, sin importar arrebatar una vida. 
   Con las falsas acusaciones, uno podía pensar que el Portugués era algún ignorante sin capacidad de defenderse, sin embargo aquella noche en la taberna demostró ser un experto espadachín. Logró sortear los ataques y finalmente su espada atravesó el pecho del desdichado que cayó fulminado. 
   El Portugués se sintió victorioso y por una vez en la vida pensó que la Diosa de la Fortuna estaba de su lado. No hay que cantar victoria, pues la realidad no funciona conforme a lo que deseamos. Si bien, es cierto que el Portugués venció al caballero obstinado en arrebatarle el anillo, pero cuando arribaron las autoridades reconocieron que el finado se trataba del alguacil. Y qué creen, esta vez sí fue acusado el Portgués y por un crimen que sí cometió, aunque fuera en légitima defensa propia. 
   Desoyeron su testimonio y fue apresado. Parecía que sus muñecas estaban acostumbradas a conocer la furia ciega de la justicia. Ahí va el Portugués, siendo trasladado de nuevo a las humedas galeras. Las ratas nuevamente fueron sus acompañantes al igual que los gritos de aquellos condenados torturados para confesar sus pecados. 
   De acuerdo con el Tribunal de la Santa Inquisición, "a quien hierro mata, a hierro muere" el acusado sería sentenciado a muerte en el auto de fe. Antes de que fuera conducido los integrantes del Tribunal, el Portugués escapó de la condena al recurrir al suicidio. Consiguió ahorcarse en su celda. Los guardias encontraron el cuerpo sin vida y esto alertó a las autoridades: ¡El condenado a muerte se había adelantado! ¡Eso no era posible! El castigo debía aplicarse según las Leyes. 
   En medio de la discusión, los miembros del Tribunal llegaron a una conclusión: el cadáver sería llevado a la Plaza para su respectiva condena. ¿Cómo? ¿Ejecutar un difunto? Por más absurdo que sonara la idea no se podía eludiar a las Leyes de Dios. 
    La Santa Inquisición autorizó la ejecución del Portugués, sabiendo que ya estaba muerto. Así que se podrán imaginar una lúgubre procesión recorriendo la calle hasta llegar a la Plaza. Los ciudadanos fueron testigos del traslado del cadáver hasta la picota. Era una escena rídicula y al mismo tiempo aterradora por el aspecto del condenado, un cadáver con los ojos abiertos, amoratado y con la lengua de fuera. 
   Se procedió la "ejecución" en medio de un cielo oscurecido que reaccionó con furia. Los vientos hacían cimbrar a los ciudadanos y a las autoridades. La gente proclamó que el ejecutado era inocente, por eso Dios se había enfurecido con ellos y a consecuencia de eso pagarían. Sobre sus conciencias no solo pesaría el haber eliminado a un inocente, sino sus propias vidas al pensar que Dios se encargaría de ellos. La conciencia condujo al enojo, los ciudadanos reclamaban a las autoridades que la violenta tormenta fue por culpa de ellos al ejecutar al Portugués. 
   Con la finalidad de evitar un linchamiento, el sacerdote convenció a los pobladores que la tormenta no era castigo de Dios, en cambio se trataba de Satanás que era aliado del condenado. La furia del cielo era una prueba de la diabólica alianza entre el Portugués y el mismo Demonio. 
   El miedo también es la respuesta a la ignorancia. Los pobladores reaccionaron arrojando piedras al difunto Portugués, mientras el sacerdote invitaba a todos a unirse en oración. El cuerpo sin vida quedó desfigurado y la tormenta aumentó su intensidad. Los pobladores y representantes de la Iglesia no tuvieron más remedio que huir y dejar al Portugués, colgado del cuello meciéndose macabramente con la furia de la tormenta.
   Cuando la noche llegó, la lluvia se había retirado dejando una estela de charcos y frío, mucho frío. Era la noche ideal para un evento sobrenatural, para que las ánimas caminen en las calles empedradas, fuera de los conventos. Entre las sombras, una silueta emerge. Su aspecto se hizo familiar para algunos habitantes al reconocer el cuello torcido, los ojos desorbitantes y la lengua fuera de la mandíbula. Pero el horror se discernía en su rostro deforme y descarnado debido a las piedras lanzadas. ¡Era el Portugués! Que sin expresar palabra alguna, rondaba cerca de la plaza donde horas atrás fue ejecutado. 
   Los habitantes de la Nueva España manejaban dos versiones: el espectro del Portugués volvió para vengarse tras ser ejecutado injustamente o tenía un pacto con el Demonio y regresó para aterrorizar, que esta última cabe recordar se trata de la versión que manejó el sacerdote para eludir una turba iracunda. 
   La mala suerte acompañó al Portugués, tanto que en la muerte su cadáver fue mancillado. 
   Murió dos veces: una en su celda tras suicidarse y la segunda, a pesar de estar muerto, no pudo liberarse de la justicia, sin haber cometido ningún delito. 



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