"La Familia del Vurdalak", se trata de la obra del escritor ruso Alexei Tolstoi, que aborda la temática de vampiros y publicado en 1839 originalmente en idioma francés y posteriormente en ruso. Es narrado en forma de anécdota por un narrador secundario, por lo que se tratan de los recuerdos del personaje los acontecimientos descritos.
El relato recoge los antiguos mitos antiguos del siglo XVI acerca de los vurdalak en Hungría, un tipo de No-Muerto que sus primeras víctimas corresponde a sus familias. El mito explica que no hay que nombrar al fallecido recientemente, pues éste volvería como vurdalak. Este tipo de vampiro posee las características del No-muerto tradicional: aparece solo de noche y es revivido por una fuerza superior opuesto a lo sagrado; se alimenta de sangre y se le debe matar con una estaca. Tiene un grado de conciencia que le permite engañar a su presa pero su instinto de hambre es voraz delatándose.
Lo desconocido de la muerte sigue siendo el miedo fundamental para las historias de horror, en especial este relato que nos describe el miedo hacia el retorno de la muerte de un ser querido. ¿Por qué tememos de que un familiar resucite si es precisamente nuestro familiar? Todo aquel que retorna de la muerte, regresa siendo otro. Estando muerto se puede realizar lo que anteriormente estaba prohibido, recordando que el monstruo desafía el principio de realidad, como la muerte y también quebranta los principios sociales. El relato describe que los acontecimientos ocurrieron a una época anterior al Siglo de las Luces, a la iluminación de la Razón, por lo que el monstruo carece de un tiempo cronológico, pues no reconoce el avance del tiempo y a la vez no le afecta.
La Familia del Vurdalak
Alexei Tolstói (1839)
En el año de 1815 se reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas. Cuando el Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.
Parecido al fin de un baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austríacas, se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha.
Esta
feliz sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en
el castillo de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la
ciudad, al lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la
anfitriona del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su
espíritu, y hacían deleitosa la estancia en su residencia.
Las
mañanas estaban destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el
castillo o en los alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un
agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos conversando y contando
historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de política.
Ya
habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas de nuestros
respectivos países o de nuestras evocaciones.
Una
noche, cuando ya cada uno había contado alguna cosa y nuestros ánimos se
encontraban en ese estado de tensión que por lo común la oscuridad y el
silencio incrementan, el marqués de Urfé, viejo emigrado a quien todos
estimábamos por su alegría juvenil y por la forma atrevida de hablar de su
antigua buena fortuna, aprovechó un momento de silencio y tomó la palabra:
—Vuestras
historias, señores —nos dijo—, sin duda son asombrosas, pero es de mi parecer
que les falta algo esencial, quiero decir, la autenticidad. Que yo sepa ninguno
de vosotros ha visto con sus ojos las cosas maravillosas que acaban de narrar,
como tampoco puede asegurar su veracidad bajo palabra de honor.
Fuimos
obligados a reconocerlo y el anciano, acariciándose la papada, continuó:
—En
cuanto a mí, señoras, no conozco sino una sola aventura de ese género, pero al
mismo tiempo es tan extraña, tan horrible, y tan verdadera que ella sola es
suficiente para herir de espanto el espíritu del más incrédulo.
Desgraciadamente fui testigo y actor al mismo tiempo, y aunque no me gusta
recordarla, esta vez con placer les narraré la historia, siempre que las damas
lo consientan.
La
aprobación fue unánime. Algunas miradas, temerosas ante la perspectiva de
escuchar una narración verdadera, se posaron en los cuadros de luz que
comenzaban a dibujarse sobre la duela; pero pronto el pequeño círculo se fue
cerrando y cada uno hizo silencio para escuchar la historia del marqués.
El señor
de Urfé tomó una porción de tabaco, la fumó lentamente y comenzó diciendo:
—Antes
que nada, señoras mías, les pido una disculpa si en el transcurso de mi
narración sucede que hablo de mis asuntos amorosos más de lo que conviene a un
hombre de mi edad. Pero deberé mencionarlos para la comprensión del relato.
Además, se perdona a la vejez tener momentos de confusión, y será su culpa
señoras mías, si al verlas tan hermosas frente a mí, me siento tentado a creer
que soy un joven mozo. Les diré sin más preámbulos que en el año de 1759 yo estaba
perdidamente enamorado de la bella duquesa de Gramont. Esa pasión que creí
entonces profunda y duradera no me dejaba en paz ni de día ni de noche, y la
duquesa, como suelen hacer las mujeres bonitas, se complacía en coquetear para
acrecentar mis tormentos. Tanto que en un momento de desesperación, fui a
solicitar y obtuve una misión diplomática cerca del hospodar de Moldavia,
durante las negociaciones con el gabinete de Versalles y sería tan aburrido
como inútil detallarlas.
La
víspera de mi partida, me presenté en casa de la duquesa. Ella me recibió menos
sarcástica que de costumbre y me dijo con una voz que dejaba traslucir cierta
emoción:
—De Urfé,
comete usted una locura. Pero le conozco y sé muy bien que nunca se retracta
cuando ya ha tomado una decisión. Así que no le demando sino una cosa: acepte
esta pequeña cruz como prueba de mi amistad, y llévela puesta hasta su regreso.
Es una reliquia que para mi familia tiene una gran valor.
Con una
galantería, quizá para el momento fuera de tono besé no la reliquia, sino la
encantadora mano que me la ofrecía y me la puse alrededor del cuello. Es la
misma cruz que aquí muestro; desde ese día nunca me he separado de ella.
No las
fatigaré, señoras, con los detalles del viaje, ni con las observaciones que hice
de los húngaros y de los serbios, un pueblo empobrecido e ignorante pero
valiente y honesto, que a pesar de estar bajo el dominio turco no había
olvidado ni su dignidad ni su antigua independencia. Será suficiente decirles
que haber aprendido un poco del idioma polaco durante una estadía en Varsovia,
facilitó mi instrucción y en poco tiempo me adiestré en el serbio, ya que esos
dos idiomas, al igual que el ruso y el bohemio, como deben saber, no son sino
ramas de una misma y única lengua que llaman eslava.
Ahora
bien, sabía lo suficiente para hacerme entender, cuando un día llegué a un
pueblo, cuyo nombre interesa apenas. Encontré a los habitantes de la casa en
donde iba a hospedarme sumergidos en una consternación que me pareció tanto más
inusual puesto que era domingo, día en que el pueblo serbio acostumbra
entregarse a los más diversos placeres, tales como el baile, el tiro de
arcabuz, la lucha, etc. Atribuí la forma de actuar de mis anfitriones a alguna
desgracia reciente, y ya iba a retirarme cuando un hombre como de treinta años,
alto de estatura e imponente, se acercó y me tomó de la mano.
—Pase,
pase, extranjero —me dijo—, no se moleste por nuestra tristeza, cuando conozca
la causa nos entenderá.
Me contó
entonces que su anciano padre, llamado Gorcha, hombre de carácter inquieto e
intratable, un día se había levantado de su cama y había descolgado de la pared
su gran arcabuz turco.
—Muchachos
—les había dicho a sus dos hijos, Georges y Pierre—, me voy a la montaña para
reunirme con los valientes que persiguen a ese perro de Alibek (ése era el
nombre de un bandolero turco que entonces asolaba al país). Espérenme durante
diez días, y si no regreso al décimo, hagan decir una misa de difuntos, puesto
que estaré muerto. Pero —añadió el viejo Gorcha poniéndose aún más
circunspecto—, si yo regresara (de esto Dios los guarde) después de cumplirse
los diez días, por sus vidas no me permitan de ningún modo entrar. Si esto
ocurre, les ordeno olvidar que fui su padre y que me atraviesen con una estaca
de álamo sin tomar en cuenta lo que yo pueda decir o hacer, ya que para ese
momento no seré sino un maldito vourdalak que vendrá a succionar vuestra
sangre.
Es
oportuno decir, señoras mías, que los vourdalaks o vampiros de los pueblos
eslavos no son otra cosa que cuerpos muertos, salidos de sus tumbas para
succionar la sangre de los vivos. Hasta ahí sus costumbres son las mismas de
todos los vampiros, pero tienen otra que los hace más temibles. Los vourdalaks,
señoras mías, prefieren succionar la sangre de sus familiares más cercanos y de
sus amigos más íntimos, quienes al morir se convierten en vampiros a su vez, de
manera que se afirma haber visto en Bosnia y en Hungría poblaciones enteras
convertidas en vourdalaks. El abad Agustín Calmet, en su curiosa obra sobre aparecidos,
cita ejemplos escalofriantes. Los emperadores de Alemania en varias ocasiones
han nombrado comisiones encargadas de esclarecer casos de vampirismo. Se
levantan actas, se exhuman cadáveres encontrados ahítos de sangre y se les
quema en las plazas públicas luego de perforárseles el corazón. Magistrados que
son testigos de esas ejecuciones afirman haber escuchado a los cadáveres emitir
alaridos al momento en que el verdugo hendía la estaca en sus pechos. Los
mismos magistrados han hecho la deposición formal y lo corroboran sus
juramentos y sus firmas.
Después
de estas referencias, les será más fácil comprender, señoras, la impresión que
produjeron las palabras de Gorcha en sus hijos. Los dos se hincaron a sus pies
y le suplicaron que se les dejara ir en su lugar; pero, por toda respuesta, él
les dio la espalda y se puso en marcha canturreando el estribillo de una
antigua balada. Precisamente el día en que llegué al pueblo, expiraba el plazo
fijado por Gorcha, y no me costó trabajo comprender la desesperación de esos
jóvenes.
Se
trataba de una familia buena y honesta. Georges, el mayor de los dos hijos, era
de marcados rasgos masculinos, aparentaba ser un hombre serio y decidido.
Estaba casado y tenía dos hijos. Su hermano Pierre era un hermoso joven de dieciocho
años, su fisonomía revelaba más dulzura que audacia, y parecía ser el favorito
de una hermana menor llamada Sdenka, una joven que representaba muy bien la
belleza eslava. Además de esa belleza indiscutible desde todo punto de vista,
el parecido con la duquesa de Gramont me impresionó de entrada. Tenía en
especial un rasgo en la frente que en toda mi vida no encontré sino en esos dos
seres. Esa particularidad podía no agradar en una primera impresión pero se
volvía irresistiblemente atractiva después de haberla visto más de una vez.
Ya fuera
porque en ese tiempo era muy joven, ya fuera el parecido, aunado a un espíritu
único e ingenuo, Sdenka provocó en mí un efecto irresistible. No habíamos
conversado ni dos minutos y ya sentía por ella una simpatía demasiado viva como
para que no amenazara en convertirse en un sentimiento más tierno si prolongaba
mi estadía en el pueblo.
Estábamos
reunidos delante de la casa en torno a una mesa provista de quesos y de cuencos
de leche. Sdenka hilaba; su cuñada preparaba la merienda de los niños que
jugaban en la arena; Pierre, con afectada despreocupación, silbaba mientras
pulía un yatagán, o largo cuchillo turco; Georges, acodado sobre la mesa, la
cabeza entre las manos y el ceño fruncido, parecía devorar el camino con los
ojos, sin pronunciar una palabra.
Por lo
que a mí se refiere, vencido por la tristeza general, miraba con melancolía
cómo las nubes enmarcaban el cielo dorado y, entre un bosque de pinos, la
silueta de un convento a medio esconder.
Ese
convento, como lo supe más tarde, antaño gozó de una enorme celebridad gracias
a una imagen milagrosa de la Virgen, que según la leyenda los ángeles habían
conducido y colocado en un roble.
Pero al
inicio del siglo pasado, cuando los turcos invadieron el país, degollaron a los
monjes y saquearon el convento. De él no quedaban sino unos cuantos muros y una
capilla comunicada por una especie de ermita. Este último acogía en sus ruinas
a los curiosos y brindaba refugio a los peregrinos que llegaban a pie, venidos
de un santo lugar a otro, para rendir las devociones en el convento de la
Virgen del Roble. Ya dije antes que esto lo supe tiempo después. Esa tarde, yo
pensaba en cosas que distaban mucho de la arqueología serbia. Como sucede a
menudo, cuando se deja volar la imaginación, evocaba tiempos pasados, los días
de mi infancia, la querida patria, Francia, a la que había abandonado por un
país lejano y salvaje.
Recordaba
a la duquesa de Gramont y, por qué no confesarlo, en la distancia recordaba
también a algunas damas de mi época, abuelas vuestras, cuyos rostros, después
de la encantadora duquesa, se deslizaban en mi corazón. Rápidamente olvidé a
mis anfitriones y su desasosiego.
De pronto
Georges rompió el silencio:
—Mujer
—dijo—, ¿a qué hora partió el viejo?
—A las
ocho —respondió la mujer—. Escuché con claridad las campanas del convento.
—Entonces
está bien —siguió diciendo Georges—, no pueden ser más de las siete y media. —
Y enmudeció fijando otra vez los ojos el largo camino que se perdía en el
bosque.
Olvidé
decirles, señoras, que cuando los serbios sospechan de algún vampirizado,
evitan llamarlo por su nombre o de manera directa, puesto que para ellos es
hacerlo salir de su tumba.
También
Georges, desde hacía algún tiempo, al hablar de su padre no se refería a él de otro
modo sino como el viejo.
Se quedó
otro rato en silencio. De pronto, uno de los niños, tirando del delantal de
Sdenka, preguntó:
—Tía,
¿cuándo regresará el abuelo a la casa?
Una
bofetada fue la respuesta de Georges a la pregunta inoportuna. El niño se puso
a llorar, y su hermano más pequeño interrogó asombrado y temeroso:
—¿Por
qué, padre, nos prohíbe hablar del abuelo?
Otra
bofetada le cerró la boca. Los dos niños se pusieron a chillar y la familia
entera se santiguó.
En eso
estábamos cuando escuché las campanas del convento dar poco a poco las ocho.
Apenas el primer toque resonaba en nuestros oídos vimos una forma humana salir
de la espesura del bosque y avanzar lentamente hacia nosotros.
—¡Es él!
¡Alabado sea Dios! —gritaron al unísono Sdenka, Pierre y su cuñada.
—¡Dios
nos guarde! —dijo Georges preocupado—, ¿cómo saber si los diez días
transcurrieron o no?
Todos lo
miraron con pánico, mientras la forma humana seguía avanzando. Era un viejo de
gran altura con un bigote plateado, la cara pálida y severa y que se arrastraba
a duras penas con la ayuda de un bastón. A medida que se acercaba, el rostro de
Georges se hacía más sombrío. Una vez que el recién llegado estuvo muy cerca,
se plantó y recorrió a su familia con unos ojos que no parecían ver, de tan
apagados y hundidos en sus órbitas.
—¡Bueno!
—dijo con una voz cavernosa—, ¿nadie me va a recibir?, ¿qué significa ese
silencio?, ¿no ven que estoy herido?
Entonces
me di cuenta que el viejo sangraba por el costado izquierdo.
—¡Ayude a
su padre a sostenerse! —dije a Georges—. ¡Sdenka, usted vaya a preparar alguna
medicina, este hombre está a punto de desfallecer!
—Padre
mío —dijo Georges acercándose a Gorcha—, muéstreme su herida, sé de estas cosas
y lo voy a curar.
Se acercó
para abrirle las vestiduras, pero el viejo lo rechazó bruscamente y ocultó la
lesión tras sus manos.
—¡Quítate,
torpe —dijo—, me haces daño!
—Pero
entonces, ¡es en el corazón donde trae la herida! —gritó Georges palideciendo—.
¡Vamos! ¡Vamos! ¡Quítese esas ropas, es urgente, urgente le digo!
El viejo
se irguió.
—¡Cuídate
mucho —dijo con su voz hueca— de tocarme, pues si lo haces, te maldeciré!
Pierre se
puso en medio de Georges y de su padre.
—¡Déjalo!
¿no te das cuenta que lo lastimas?
—¡No le
lleves la contra —añadió su mujer—, sabes que nunca lo ha tolerado!
En ese
momento vimos a un rebaño regresar de pacer, entre una nube de polvo, que se
dirigía hacia la casa. El perro pastor que lo conducía, o no reconoció a su
viejo amo, o por otro motivo ignorado, desde el momento en que percibió la
presencia de Gorcha se detuvo, y, con el pelambre erizado, comenzó a aullar
como si viera algo sobrenatural.
—¿Qué le
pasa a ese perro? —dijo el viejo cada vez más enojado—, ¿qué significa todo
esto?, ¿me he convertido en un extraño en mi propia casa?, ¿diez días pasados
en la montaña me cambiaron hasta el punto de que ni mis perros me reconocen?
—¿Escuchaste?
—dijo Georges a su mujer.
—¿Qué
cosa?
—¡Reconoce
que pasaron los diez días!
—¡No,
pero si regresó dentro del plazo fijado!
—¡Está bien,
está bien, yo sé lo que tengo que hacer!
Como el
perro seguía aullando, vociferó:
—¡Maten a
ese perro! ¿No me escuchan?
Georges
no se movió, pero Pierre se levantó con lágrimas en los ojos, tomó el arcabuz
de su padre y disparó. El perro rodó por el suelo.
—¡Era mi
perro preferido —dijo en voz baja—, no entiendo porqué ha querido que lo
mataran!
—¡Porque
lo merecía! —dijo Gorcha—. ¡Vamos, quiero entrar, hace mucho frío!
Mientras
eso sucedía afuera, Sdenka preparó para el viejo una tisana hecha de aguardiente
hervido con peras, miel y raíces secas. Pero su padre la rechazó con asco.
Mostró la misma aversión al plato de carnero con arroz que le sirvió Georges, y
finalmente fue a sentarse en un rincón del hogar, mascullando palabras
ininteligibles.
Un fuego
hecho de pinos chispeaba en la chimenea y alumbraba vacilante el rostro pálido
y derrotado del viejo, y sin esa luz se habría dicho que era la cara de un
muerto. Sdenka fue a sentarse junto a él.
—Padre
mío —le dijo—, no desea tomar alguna cosa ni descansar. ¿Y si nos contara sus
aventuras en las montañas?
Al decir
esto la joven sabía que tocaba un punto débil, pues al viejo le encantaba
narrar historias de guerras y combates. Se dibujó una sonrisa en sus labios
descoloridos, sus ojos permanecieron inexpresivos y pasando las manos por sus
hermosos cabellos blancos, respondió:
—Sí, hija
mía; sí, Sdenka, me gustará mucho narrarte lo que sucedió en las montañas, pero
será otro día, ahora estoy muy cansado. Entretanto te adelantaré que Alibek ya
no existe y que por mi mano murió. Si alguien lo duda —siguió el viejo paseando
la mirada sobre su familia—, ¡aquí está la prueba!
Desató
una especie de alforja que le colgaba de la espalda y extrajo una cabeza pálida
y cruel, que aún no excedía en estas características al rostro del viejo. Nos
volvimos horrorizados, y Gorcha se la entregó a Pierre:
—Toma —le
dijo—, ¡colócame esto encima de la puerta, para que la gente que pase sepa que
Alibek está muerto y que los caminos están limpios de bandoleros, exceptuando,
claro está, a los jenízaros del Sultán!
Pierre
acató la orden con repugnancia.
—¡Ahora
comprendo —dijo el viejo—, que ese pobre perro aullaba por olfatear la carne
muerta!
—Sí, olió
carne muerta —respondió con tristeza Georges, que había salido sin que nos diéramos
cuenta y en ese momento entraba portando en la mano un objeto que me pareció
una estaca y fue a depositarlo en un rincón.
—Georges
—le dijo su mujer en voz baja— ¿no estarás pensando...?, espero.
—Hermano
—añadió Sdenka—, ¿qué vas a hacer? Pero no, ¿no harás nada, verdad?
—¡Déjenme
—respondió Georges—, yo sé lo que debe hacerse y no haré nada que no sea
necesario!
Entretanto
había llegado la noche, la familia fue a acostarse en una parte de la casa
separada de mi habitación solamente por un tabique muy delgado. Reconozco que
lo sucedido aquella tarde turbó la tranquilidad de mis pensamientos. La luz de
mi cuarto estaba apagada, la luna penetraba por una ventana muy baja cercana a
mi cama y dejaba caer sobre el piso y los muros resplandores blanquecinos, más
o menos similares, queridas damas, a los que invaden el salón donde nos
encontramos ahora. Quise dormir sin poder lograrlo. Atribuí el insomnio a la
claridad de la luna; busqué algo que pudiera hacer las veces de cortina, pero
no hallé gran cosa. Entonces, al percibir voces confusas detrás del tabique, me
acerqué para escuchar mejor.
—Acuéstate,
mujer —decía Georges—, Pierre, Sdenka, ustedes también. No se preocupen, yo
velaré por ustedes.
—Pero
Georges —dijo su mujer—, me toca a mí permanecer en vela, tú lo hiciste ayer y
trabajaste todo el día, debes estar muy cansado. Soy yo la que debe cuidar a
nuestro hijo mayor, no está muy bien desde ayer.
—¡Tranquilízate
y vete a la cama —respondió Georges—, yo velaré por los dos!
—Pero
hermano —intervino Sdenka, con su voz más dulce—, todo esto me parece inútil.
Nuestro padre ya se durmió, mira cómo está calmo y apacible.
—Ninguna
de las dos entiende —dijo Georges en un tono que no admitía réplica—. Les he
dicho que deberán acostarse y dejarme hacer guardia.
De pronto
se hizo silencio, sentí el peso de mis párpados y el sueño vino a apoderarse de
mí.
Creí ver
que la puerta de mi habitación se abría y que el viejo Gorcha aparecía en el
umbral. Pero más que ver su forma, la intuía, pues la habitación de la que salió
estaba muy oscura. Me pareció que sus ojos apagados intentaban adivinar mis
pensamientos y trataban de seguir el ritmo de mi respiración. Primero adelantó
un pie, después el otro. Luego con extrema precaución caminó con paso de lobo
hacía a mí. De inmediato dio un salto hasta quedar a un lado de mi cama. Padecí
una angustia indecible pero una fuerza oculta me mantuvo inmóvil. El viejo se
inclinó y aproximó su cara lívida tan cerca de la mía que me pareció sentir su
respiración difunta.
Hice un
esfuerzo sobrehumano y desperté bañado en sudor. No había nadie en mi
habitación, pero me volví hacia la ventana y descubrí al viejo Gorcha afuera,
con el rostro pegado al vidrio y sus ojos espeluznantes mirándome fijamente.
Tuve el ánimo suficiente para no gritar y el dominio para permanecer acostado,
como si nada hubiera visto. Sin embargo, el viejo daba la impresión de haber
venido a asegurarse de que dormía y no hizo ningún intento por entrar. Después
de escudriñarme se alejó de la ventana y lo sentí caminar hacia el cuarto
vecino. Georges se había dormido y roncaba tan fuerte que hacía temblar los
muros. El niño tosió y reconocí la voz de Gorcha.
—¿No
puedes dormir, pequeño?
—No,
abuelo —respondió el niño—, ¡y me gustaría mucho hablar contigo!
—¡Ah!
Quieres hablar, ¿y de qué?
—Quisiera
que me contaras cómo, al combatir a los turcos, los venciste. ¡También yo
lucharé contra ellos!
—Ya lo
había pensado, por eso te traje un pequeño yatagán. Mañana te lo daré.
—No,
abuelo, mejor dámelo ahora, ya que estás despierto.
—Y tú,
¿por qué durante el día no me dirigiste la palabra?
—¡Porque
papá me lo prohibió!
—Tu papá
es demasiado precavido. Entonces, ¿de veras te gustaría tener tu pequeño
yatagán?
—¡Oh!, sí
que me gustaría, pero no aquí, papá podría despertar.
—Entonces,
¿dónde?
—Si
salimos, prometo portarme bien y no hacer el menor ruido.
Me
pareció escuchar la risa burlona de Gorcha y oí que el niño se levantaba. No
creía en los vampiros pero la pesadilla que acababa de tener afectó mis nervios
y no deseaba cargar en el futuro con una culpa a cuestas, así que me levanté y
golpeé el tabique lo suficientemente fuerte como para despertar a toda la
familia. Me precipité hacia la puerta dispuesto a salvar al niño; estaba
obstruida por fuera y el cerrojo no cedió pese a mis esfuerzos. Mientras
intentaba derribarla, vi por la ventana al viejo con el niño en brazos
—¡Levántense!
¡Levántense! —grité con furia, haciendo que el tabique se estremeciera con mis
golpes.
Sólo
Georges despertó.
—¿Dónde
está el viejo? —me preguntó.
—¡Salga
rápido —grité—, acaba de llevarse a su hijo!
Georges
abrió la puerta de una patada, pues la suya también había sido cerrada por
fuera, y se echó a correr hacia el bosque. Por fin conseguí despertar a Pierre,
a su cuñada y a Sdenka. Nos reunimos delante de la casa y pasados unos minutos
vimos a Georges regresar con su hijo. Lo encontró desmayado en el camino, pero
pronto recobró la conciencia; no parecía estar más enfermo que antes.
Acosado
por las preguntas, respondió que su abuelo no le había hecho ningún mal, que
ambos habían salido para conversar pero una vez fuera perdió el conocimiento y
no recordaba nada.
Gorcha
había desaparecido. El resto de la noche, como pueden imaginar, nadie durmió.
Al día
siguiente me enteré que el Danubio, cuyo curso interceptaba el camino a un
cuarto de legua del pueblo, comenzaba a arrastrar témpanos de hielo, lo que
siempre ocurre en esas regiones hacia el fin del invierno e inicio de la
primavera. El paso estaba obstruido y no podía ni pensar en la partida. Aun cuando
lo hubiera podido, la curiosidad y una atracción cada vez más poderosa, me
retuvieron. Más veía a Sdenka, más me sentía dispuesto a amarla. No soy de ésos
que creen en las pasiones súbitas e irresistibles de las que ofrecen tantos
ejemplos las novelas; pero hay casos en los que el amor crece de prisa. La
belleza única de Sdenka, ese extraño parecido con la duquesa de Gramont de la
que huí en París para reencontrarla ahí, sumergida en las costumbres
folklóricas, hablando un idioma extranjero y melódico, el rasgo peculiar por el
que en Francia me habría dejado matar; todo eso, sumado a la rareza de mi
situación y a los misterios que me envolvían, debieron contribuir a que naciera
dentro de mí un sentimiento que, en otras circunstancias, quizá se hubiera manifestado
vago y pasajero.
En el
transcurso del día escuché cómo Sdenka conversaba con su hermano menor.
—¿Qué
piensas de todo esto? —decía ella—, ¿también tú desconfías de nuestro padre?
—No me
atrevo —respondió Pierre—, menos cuando el niño dice que no le hizo ningún
daño. Y de la desaparición, tú sabes que nunca rindió cuentas de sus ausencias.
—Lo sé
—dijo Sdenka—, pero entonces tenemos que protegerlo, ya conoces a Georges...
—Sí, sí,
lo conozco. Hablar con él sería inútil, pero si le escondemos la estaca nunca
irá a buscar otra, pues de este lado de las montañas no hay un solo álamo.
—Sí,
escondámosla, pero no digamos nada a los niños, ya que podrían delatarse frente
a Georges.
—Nos
mantendremos alerta —dijo Pierre. Y luego se separaron.
Llegó la
noche sin que tuviésemos noticias del viejo Gorcha. Al igual que la víspera, yo
estaba acostado en mi cama y la luz de la luna invadía la alcoba. Cuando el
sueño comenzó a hacer turbias mis ideas sentí como por instinto la proximidad
del anciano. Abrí los ojos y su rostro lívido estaba pegado a mi ventana.
Esta vez
quise levantarme, pero me fue imposible. Sentí entumecidos todos mis miembros.
Luego de
mirarme con insistencia, el viejo se alejó. Percibí cómo merodeaba alrededor de
la casa y cómo, muy quedo, tocaba la ventana donde dormían Georges y su mujer.
El niño daba vueltas en la cama y gimió en sueños. Pasaron algunos minutos en
calma y volví a escuchar el toque en la ventana. Entonces el niño se quejó de
nuevo y despertó...
—¿Abuelo,
eres tú?
—Sí —contestó
la voz apagada—, vengo a traerte el pequeño yatagán.
—Pero no
me atrevo a salir, ¡papá me lo ha prohibido!
—¡No es
necesario, sólo ábreme la ventana y ven a darme un abrazo!
El niño
se levantó y abrió la ventana. Entonces, haciendo un llamado a mis fuerzas,
descendí de la cama y me precipité a golpear el tabique. Georges se levantó al
instante.
Lo
escuché gritar, su mujer emitió un chillido. Muy pronto todos estaban reunidos
en torno al cuerpo inerte del niño. Gorcha desapareció al igual que la noche
anterior. Con muchas atenciones logramos que el niño viniera en sí, pero estaba
débil y apenas respiraba. El infortunado ignoraba la causa de su
desvanecimiento. La madre y Sdenka lo atribuyeron al susto de ser sorprendido
hablando con su abuelo. Yo no dije una palabra. Cuando el niño se calmó, todos
nos fuimos a recostar, excepto Georges.
Hacia el
amanecer, Georges levantó a su mujer. Hablaron en voz baja. Sdenka se les
acercó y la oí sollozar junto con su cuñada.
El niño
había muerto. Omito la consternación y la desesperanza de esa familia. A nadie
se le ocurría atribuir la causa al viejo Gorcha.
Georges
callaba, pero su expresión, siempre de desasosiego, tenía ahora algo terrible.
Dos días pasaron sin que el viejo apareciera. La noche del tercero (ese mismo
día tuvo lugar el entierro del niño) creí oír pasos afuera de la casa y una voz
de anciano llamaba al hermano pequeño del difunto.
Me
pareció también que la cara de Gorcha estuvo pegada a mi ventana, pero no puedo
asegurar si esto ocurrió en realidad o fue producto de mi imaginación, porque
esa noche la luna estuvo escondida. De todas formas creí mi deber llamar a
Georges. Interrogó al niño, y éste respondió que ciertamente su abuelo lo había
llamado a través de la ventana. Georges le ordenó estrictamente a su hijo
despertarlo si el viejo aparecía de nuevo.
Todas
esas tribulaciones no evitaron que mi cariño por Sdenka creciera cada día más.
No había
podido hablarle a solas desde la mañana. Y al llegar la noche, la idea de mi
próxima partida afligió mi corazón. La habitación de Sdenka estaba separada de
la mía por un pasillo que por un lado daba a la calle y a un patio por el otro.
Mis
anfitriones ya estaban acostados cuando me dieron ganas de salir a dar un paseo
para distraerme. Me adentré en el pasillo y vi entrebierta la puerta de la
alcoba de Sdenka.
Involuntariamente
me detuve. El roce entre las telas de un vestido conocido hizo latir con fuerza
mi corazón. Además escuché la letra de una balada cantada en voz baja. Se
trataba del adiós que un rey serbio dirigía a su amada al momento de salir para
la guerra.
"¡Oh, mi jóven álamo, decía el viejo rey, me voy a la guerra
y tú me olvidarás!"
"¡Los árboles que crecen al pie de la montaña son esbeltos y
flexibles, pero tu tallo lo es más!"
"¡Mecidos por el viento, los frutos del serbal son rojos,
pero tus labios son más rojos que los frutos del serbal!"
"¡Y yo soy como el viejo roble desprovisto de follaje, y mi
barba es aún más blanca que la espuma del Danubio!"
"¡Y tú me olvidarás, oh, mi alma, y yo moriré de pesadumbre
pues mi enemigo, sin osar tocar a un viejo rey, no me matará."
Y la bella respondió: "Juro serte fiel y no olvidarte. Si
llegara a faltar a mi promesa, después de tu muerte podrás venir a sorber toda
la sangre de mi corazón!"
Y el viejo rey dijo: "¡Así sea! Y se marchó a la guerra. Y
muy pronto la bella lo olvidó!"
Aquí se
detuvo Sdenka, como temiendo completar la balada. Yo no podía contenerme. Esa
voz tan dulce, tan expresiva, era la misma voz de la duquesa de Gramont... Sin
pensar en nada, empujé la puerta y entré. Sdenka venía de quitarse una especie
de corpiño que portan las mujeres de su país.
Una
camisa bordada en oro y roja seda, ajustada a su cintura por una sencilla falda
a cuadros componían todo su atuendo. Sus hermosas y rubias trenzas estaban
deshechas y el desaliño resaltaba los atractivos de la joven.
No se
enojó por mi brusca entrada, pero la vi turbarse y enrojecer ligeramente.
—¡Ay! —me
dijo—, ¿por qué ha venido usted y qué pensarán de mí si somos sorprendidos?
—Sdenka,
alma mía —le dije—, tranquilícese, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el
grillo y el abejorro pueden escuchar lo que voy a decirle...
—¡Oh,
amigo mío, salga, salga! Si mi hermano llega a sorprendernos, estaré perdida!
—Sdenka,
no me iré si antes usted no promete amarme hasta el fin, como en la balada lo
promete la bella al rey. Partiré muy pronto, Sdenka, ¿quién sabe cuándo nos
volveremos a ver? Sdenka, yo la amo más que a mi alma, más que a mi libertad...
mi vida, mi sangre le pertenecen... ¿no me daría usted, una hora en cambio?
—Muchas
cosas pueden suceder en una hora —dijo Sdenka pensativa, pero dejando su mano
entre la mía—. Usted no conoce a mi hermano —continuó ella temblando—;
presiento que vendrá.
—¡Cálmese,
Sdenka mía —le dije—, su hermano se encuentra fatigado de sus vigilias, y
adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño es profundo,
larga la noche, y yo sólo le pido una hora! Y después, adiós... ¡acaso por
siempre!
—¡Oh, no,
por siempre no! —dijo con nerviosismo, y después retrocedió asustada de sus
palabras.
—¡Oh,
Sdenka! —grité—, no miro ni escucho otra cosa que usted, ya no soy mi dueño,
obedezco a una fuerza superior, perdóneme, Sdenka! —Y actuando como un
inconsciente la apreté contra mí.
—Usted no
es mi amigo —dijo ella liberándose de mis brazos, y se refugió en el fondo de
su alcoba. No sé qué le dije, yo mismo estaba confundido por mi audacia. No
porque en esa ocasión me hubiera fallado, sino porque a pesar de la pasión que
arrastraba, no podía sustraer mi sincero respeto por la inocencia de Sdenka.
Es verdad
que al principio había aventurado algunas de las frases galantes que no
disgustaban a las mujeres de nuestra época, pero pronto me sentí avergonzado, y
renuncié al ver que la candidez de la joven le impedía adivinar lo que para
otras como ustedes, lo veo en vuestras sonrisas, está sobreentendido.
Estaba
ahí, delante de ella, sin saber qué decirle, cuando de pronto, la vi
estremecerse fijando en la ventana unos ojos aterrorizados. Seguí la dirección
de su mirada y vi con claridad la figura inmóvil de Gorcha, mirándonos desde
afuera.
En ese
mismo instante, sentí una pesada mano posarse sobre mi hombro.
Me volví.
Era Georges.
—¿Qué
hace usted aquí? —me preguntó.
Desconcertado
por ese reproche brusco, le señalé a su padre que todavía nos miraba a través
de la ventana, y aunque huyó rápidamente, Georges lo alcanzó a ver.
—Sentí al
viejo y vine a prevenir a su hermana —le dije.
Georges,
queriendo leer en mi alma, me miró profundamente. Luego me tomó del brazo, me
condujo hasta mi alcoba y se fue sin decirme una palabra.
A la
mañana siguiente, la familia estaba reunida frente a la entrada de la casa,
sentada en torno a una mesa bien provista de todo tipo de quesos y
mantequillas.
—¿Dónde
está el niño? —preguntó Georges.
—Está en
el patio —respondió su mujer—, se divierte solo en su juego favorito: imaginar
que combate a los turcos.
Apenas
terminó de pronunciar la frase cuando, para sorpresa nuestra, vimos la figura
de Gorcha acercarse desde la espesura del bosque. Caminaba lentamente hacia
nosotros y se sentó a la mesa como el día de mi llegada.
—Padre,
sed bienvenido —murmuró la nuera con voz apenas perceptible.
—Sed
bienvenido, padre —repitieron en voz baja Sdenka y Pierre.
—¡Padre
—dijo Georges con voz firme pero cambiando de color—, lo esperábamos para
rezar!
El viejo
se apartó frotándose las cejas.
—¡Rezaremos
ahora mismo! —repitió Georges—, y haga el signo de cruz o la de San Jorge...
Sdenka y
su cuñada se inclinaron hacia el viejo suplicándole pronunciar la oración.
—¡No, no
—dijo el anciano—, no tiene ningún derecho de exigirme y, si insiste, lo
maldeciré!
Georges
se levantó y corrió hacia la casa. Y regresó con la furia en los ojos.
—¿Dónde
está la estaca? —gritó—, ¿dónde la escondieron?
Sdenka y
Pierre intercambiaron miradas.
—¡Cadáver!
—dijo entonces Georges dirigiéndose al viejo—, ¿qué le hiciste a mi hijo
mayor?, ¿por qué lo mataste? ¡Devuélveme a mi hijo, cadáver!
Y
mientras decía esto se ponía cada vez más pálido y su mirada se inflamaba más
aún. El viejo, sin moverse, lo miraba con desprecio.
—¡Oh, la
estaca, la estaca! —gritaba Georges—. ¡El que la haya escondido responderá por
las desgracias que nos aguardan!
En ese
momento oímos los alegres estallidos de risa del hijo menor; lo vimos llegar
montando a caballo, sobre una estaca que él hacía galopar, y se acercó lanzando
con su vocecita el grito de los serbios cuando atacan al enemigo.
A su
vista la mirada de Georges resplandeció. Le arrancó al niño la estaca y se
precipitó sobre su padre. Éste emitió un aullido y corrió hacia el bosque con
tanta agilidad que parecía sobrenatural.
Georges
lo siguió a través de la espesura y pronto los perdimos de vista.
Cuando
Georges regresó a la casa, el sol ya se había puesto. Lo vimos pálido como la
muerte y con los cabellos erizados. Se sentó junto al fuego y creí percibir que
sus dientes castañeteaban. Nadie osó interrogarlo. A la hora en que la familia
por costumbre se retiraba, pareció recobrar toda su energía y, llevándome
aparte, me dijo de la manera más natural:
—Querido
huésped, vengo de ver el río. Ya no hay témpanos, el camino está libre: nada
impide su partida. En estos momentos resulta imposible —añadió lanzando una
mirada a Sdenka— divertirse con nosotros. Le deseamos toda la buena suerte que
sea posible aquí en la Tierra, y espero que usted guarde un buen recuerdo de
nosotros. Mañana, al rayar el alba, encontrará el caballo ensillado y el guía
listo para conducirlo. Adiós. De vez en cuando acuérdese de su anfitrión y
perdónele si su estadía no estuvo exenta de adversidad, como él habría deseado.
Los
severos rasgos de Georges, en ese momento me parecieron casi cordiales. Me
acompañó hasta mi habitación y me estrechó la mano una vez más. Luego sus
dientes castañetearon como si temblara de frío.
Solo, en
mi alcoba, no pensaba ni por asomo acostarme, como ustedes podrán imaginar.
Tenía otras preocupaciones. Muchas veces en mi vida me había enamorado. Había
sufrido arrebatos de ternura, de despecho y de celos, pero nunca, ni siquiera
cuando dejé a la duquesa de Gramont, sentí una tristeza similar a la que en ese
momento me desgarraba. Antes de salir el sol me puse el atavío de viaje y quise
intentar ver a Sdenka por última vez. Pero Georges me esperaba en el vestíbulo.
La mínima posibilidad de verla me fue arrebatada.
Salté
sobre mi caballo y partí al galope. Prometí que a mi vuelta de Jassy pasaría
por este pueblo y esta esperanza tan lejana disipó poco a poco mi pesadumbre.
Ya pensaba con gozo en el regreso, y en mi imaginación se dibujaban recuerdos
del porvenir con todos sus detalles, cuando un movimiento brusco del caballo
casi me hizo caer. El animal se detuvo repentinamente, y poniéndose tenso, se
paró, apoyándose en sus patas delanteras, y resopló ruidosamente, como suelen
hacer los caballos cuando los acosa algún peligro. A cien pasos de mí distinguí
un lobo cavando la tierra. Al oirnos, huyó. Hendí las espuelas en los costados
del caballo y conseguí hacerlo avanzar. Entonces me dí cuenta que en el lugar
donde estuvo el lobo había una sepultura reciente. Me pareció ver el extremo de
una estaca que sobresalía algunas pulgadas de la tierra removida. Sin embargo,
no puedo afirmarlo porque pasé velozmente por el lugar.
Llegado a
este punto el marqués guardó silencio y tomó una porción de tabaco.
—¿Eso es
todo? —preguntaron las damas.
—¡Desgraciadamente,
no! —respondió el marqués de Urfé—. Lo que me resta por contarles forma parte
de recuerdos que son todavía más dolorosos para mí, y al narrarlos creo
librarme de ellos.
Los
asuntos que me condujeron a Jassy, me retuvieron más tiempo del que esperaba.
No cumplí con todos sino hasta seis meses después. ¿Qué puedo decirles? Es
penoso confesarlo, en este mundo son pocos los sentimientos duraderos. El éxito
de mi negociación, los estímulos que recibí del gabinete de Versalles, en una
palabra, la política, esa vil política, que tanto nos ha mortificado en estos
últimos tiempos, no tardaron en debilitar en mi alma el recuerdo de Sdenka.
Además, la esposa de nuestro anfitrión, mujer bella y que hablaba perfectamente
nuestro idioma, me honró al escogerme entre otros jóvenes extranjeros que
residían en Jassy. Como estuve educado dentro de los principios de las cortes
francesas, mi sangre gala se habría sublevado antes de pagar con ingratitud la
benevolencia que me testimoniaba la bella. Por tanto correspondí galante a las
ventajas que se me ofrecían, y también para defender los intereses y hacer
valer los derechos de Francia, comencé por avezarme en todo lo concerniente al
hospitalario anfitrión.
Recibí un
llamado de mi país y retomé una vez más el camino que me condujo a Jassy.
Ya no
pensaba en Sdenka ni en su familia, hasta que una noche, galopando a campo
traviesa, escuché las campanadas que anunciaban las ocho de la noche. Me
pareció que ya había escuchado alguna vez ese sonido y mi acompañante anunció
que provenía de un convento cercano. Le pregunté el nombre y me enteré que no
era otro que el de la Virgen del Roble. Aceleré la marcha del caballo y en poco
tiempo estábamos golpeando la puerta del convento. Un eremita vino a abrir y
nos condujo a la estancia para los extranjeros. Lo encontré tan atiborrado de
peregrinos que perdí las ganas de pasar ahí la noche y pregunté si podía hallar
alguna casa de huéspedes en el pueblo.
—¡Encontrará
más de una —me respondió el eremita profiriendo un suspiro—, gracias al infiel
de Gorcha, las casas abandonadas no escasean!
—¿Qué
quiere decir con eso? —inquirí—, ¿el viejo Gorcha todavía vive?
—¡Oh, no,
ése está bien muerto y enterrado con una estaca clavada en el corazón! Pero
antes de eso había succionado la sangre del hijo de Georges. El niño regresó
una noche y llorando tras la puerta imploró que le abrieran pues tenía frío. La
necia de su madre, siendo testigo de su entierro, no tuvo el valor para
enviarlo de vuelta al cementerio y le abrió. Entonces el niño se lanzó sobre
ella y la sorbió hasta morir. Fue enterrada, pero tornó para succionar la
sangre de su otro hijo, luego la de su marido y finalmente la de su cuñado. A
todos les tocó.
—¿Y
Sdenka? —pregunté.
—¡Oh, ésa
se volvió loca de dolor, pobre niña, ni me hable!
La
respuesta del eremita no fue afirmativa pero no tuve el ánimo suficiente para
repetir la pregunta.
—¡El
vampirismo es contagioso! —continuó el eremita persignándose—. Numerosas
familias en el pueblo son atacadas, en muchos casos perece hasta el último
miembro, y si me cree, permanecerá esta noche en el convento. Aunque se quedara
en el pueblo y usted no fuera devorado por los vourdalaks, el terror que
experimentaría sería suficiente para dejar blancos sus cabellos antes de llamar
a maitines. Yo soy un pobre religioso —continuó—, pero la misma generosidad de
los viajeros me permite proveer sus necesidades. Tengo exquisitos quesos, uvas
secas que le harán agua la boca y algunas botellas de vino de Tokay que no
tienen nada que envidiar al que sirven a su Santidad.
En ese
momento me pareció que el eremita se convertía en posadero. Creí que adrede me
había narrado historias para no dormir en razón de hacerme agradable a los ojos
de Dios al imitar la generosidad de los viajeros que proveen al santo para que
éste sacie sus necesidades.
Además la
palabra terror siempre hizo sobre mí el mismo efecto que el clarín hace sobre
el corsario en tiempos de guerra. Hubiera sentido vergüenza de no haber salido
de inmediato. Mi guía, tembloroso, me pidió permiso de permanecer y se lo di
con gusto.
Tardé
aproximadamente una media hora en llegar al pueblo. Lo encontré desierto. No
refulgía una luz, no se dejaba oír una canción. Pasé en silencio por entre las
casas, la mayoría de ellas me eran conocidas y llegué por fin a la de Georges.
Ya fuera por sentimentalismo, ya por gallardía juvenil, fue ahí donde decidí
pasar la noche.
Bajé de
mi montura y toqué a la puerta de la cochera. Nadie me respondió. Empujé la
puerta que se abrió rechinando los goznes y entré.
Amarré mi
montura con todo y silla dentro del cobertizo en el que había una cantidad
suficiente de avena, y avancé resuelto hacia la casa.
Como
ninguna puerta estaba cerrada, las habitaciones parecían desiertas. La de
Sdenka daba la impresión de haber sido abandonada la víspera. Algunos vestidos
yacían aún sobre la cama. Las joyas que recibió de mí, entre ellas una pequeña
cruz esmaltada que había adquirido al pasar por Pest, brillaban sobre una mesa al
resplandor de la luna. No pude evitar sentir mi pecho oprimido, aunque el amor
ya había pasado.
No
obstante me arropé en mi abrigo y me tendí en la cama. De súbito, el sueño se
apoderó de mí.
No
recuerdo con precisión los detalles, pero vagamente sé que vi de nuevo a
Sdenka, hermosa, ingenua y cariñosa, igual que en el pasado. Viéndola, me
arrepentía de mi egoísmo y de mi inconstancia. ¿Cómo pude, me preguntaba,
abandonar a esta pobre niña que me amaba?, ¿cómo pude olvidarla? Luego su
imagen se fundió con la de la duquesa y las vi a las dos en la misma persona.
Me lanzaba a los pies de Sdenka, implorando su perdón. Todo mi ser, mi alma
toda se sumergía en un laberinto inefable de felicidad y melancolía.
Ése era
el rumbo de mis sueños cuando me despertó una música armoniosa parecida al
murmullo de una brisa ligera sobre el campo. Me pareció escuchar que las
espigas se encontraban en una misma melodía y que el canto de los pájaros se
mezclaba con el fluir de un manantial y con el murmullo de los árboles. Luego
todos esos sonidos confusos no me parecieron sino el roce de un vestido de
mujer, abrí los ojos y vi a Sdenka junto a la cama. La luna refulgía con tal
fulgor que pude distinguir los detalles más pequeños y adorables que me habían
sido tan queridos en otro tiempo. Encontré a Sdenka más hermosa y madura. Iba
con el mismo arreglo que la última vez que la vi: una simple camisa de seda
bordada en oro y una falda estrechamente ajustada a sus caderas.
—¡Sdenka!
—le dije incorporándome—, ¿es usted, Sdenka?
—Sí, soy
yo —me respondió con dulzura y tristeza a la vez—, la misma Sdenka que
olvidaste. Ay, ¿por qué no viniste antes? ¡Ahora todo se ha acabado, es mejor
que te vayas! ¡Un momento más y estarás perdido! ¡Adiós, amigo, adiós para
siempre!
—¡Sdenka
—le dije—, supe que ha sufrido usted numerosas desgracias! ¡Venga, hábleme de
ello, eso aligerará sus penas!
—Amigo
mío, no hay que creer todo lo que se dice de nosotros; pero váyase, váyase
rápido, porque si permanece aquí, su ruina es segura.
—Pero
Sdenka, ¿qué peligro será ése que me amenaza? ¿No podría concederme aunque
fuera una hora para platicar con usted?
Sdenka se
estremeció y un cambio se operó en toda su persona.
—Sí,
claro —dijo ella—, una hora, una hora, ¿al igual que esa noche, cuando cantaba
la balada del viejo rey, y tú entraste en esta habitación? ¿Es eso lo que
quieres decir? ¡Hecho, te concedo una hora! Pero no, no —dijo ella,
retractándose—, vete. ¡Sal rápido, te digo! ¡Huye... huye mientras puedas!
Una
energía salvaje animaba sus rasgos. No entendía el motivo que le hacía decir
esas cosas, pero estaba tan hermosa que resolví permanecer a su pesar.
Finalmente cedió a mi petición, se sentó cerca de mí, me habló del pasado, y me
confesó, enrojeciendo, que me había amado desde el primer día. Mientras tanto,
percibí que un cambio paulatino se iba operando en Sdenka. La timidez de otro
tiempo dio paso a la desenvoltura. Su mirada, antes cohibida, hoy era atrevida.
En fin, vi con asombro que su manera de ser conmigo estaba lejos de la modestia
que antaño la distinguía. ¿Será posible, me dije, que Sdenka no fuera la joven
pura e inocente que aparentaba ser hace dos años? ¿Habrá actuado por miedo a su
hermano? ¿Habré sido vilmente engañado con una virtud prestada? Pero entonces,
¿porqué me suplicó partir? ¿No será una astucia de la coquetería? ¡Y yo que
creía conocerla! ¡Pero, qué importa! Si Sdenka no es una Diana como lo creí,
bien puedo compararla con otras divinidades, no menos encantadoras, y, ¡alabado
sea Dios!, prefiero el papel de Adonis al de Acteón.
Si esa
sentencia clásica, que me dirigí a mí mismo, les parece fuera de tono, señoras
mías, tengan presente que la historia que tengo el honor de contarles sucedió
en el año de 1758. En esa época la mitología estaba en boga y yo no hago
alardes de ir más rápido que el siglo. Las cosas han cambiado desde entonces, y
no fue hace mucho que la Revolución, echando abajo los principios paganos y los
cristianos, entronizó a la deidad Razón en su lugar. Esta deidad, señoras mías,
jamás fue mi patrona, menos cuando me hallé frente a una mujer, y en la época
de que les hablo, estaba aún menos dispuesto a ofrecerle sacrificios. Yo me
abandoné sin reservas a la inclinación que me conducía a Sdenka y me dejé
llevar por sus provocaciones. Había transcurrido algo de tiempo en dulce
intimidad, y jugando a adornar a Sdenka con todas sus joyas, quise rodear su
cuello con la pequeña cruz esmaltada que había visto sobre la mesa. A mi gesto,
Sdenka retrocedió sobresaltada.
—¡No más
juegos, amigo mío —me dijo—, deja ahí esa fruslería y hablemos de ti y de tus
proyectos!
El
ofuscamiento de Sdenka me hizo reflexionar. Mirándola con atención, remarqué en
su cuello la ausencia de las muchas imágenes santas, relicarios y saquitos con
incienso que los serbios acostumbran llevar puestos desde que son niños hasta
su muerte, y que Sdenka portaba en otro tiempo.
—Sdenka
—le dije—, ¿dónde están las imágenes que llevabas colgadas?
—Las
perdí —respondió con una actitud de impaciencia y rápidamente cambió la
conversación.
Un vago
presentimiento se adueñó de mí, y quise irme de inmediato, pero Sdenka me
retuvo.
—¿Cómo?
—me dijo—, ¡pediste una hora y, cuando te complazco, decides irte al cabo de
unos pocos minutos!
—Sdenka
—dije—, tenía usted razón de incitarme a partir, escuché ruido y temo que nos
sorprendan.
—¡Tranquilízate,
amigo mío, todo duerme a nuestro alrededor, sólo el grillo y el abejorro pueden
escuchar lo que voy a decirle!
—¡No, no,
Sdenka tengo que partir... !
—Espera,
espera —dijo Sdenka—, ¡te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, tú
dijiste que tu sangre y tu vida me pertenecían...!
—¡Pero y
tu hermano, tu hermano, Sdenka, presiento que vendrá!
—¡Cálmate,
mi hermano está adormecido por el viento que juega entre los árboles; su sueño
es profundo, larga la noche, y yo no te pido sino una hora!
Al decir
esto, Sdenka estaba tan hermosa que, el vago terror que me agitaba comenzó a
ceder ante el deseo de permancer junto a ella. Una mezcla de temor y
voluptuosidad indecible se apoderó de todo mi ser. A medida que yo me
entregaba, Sdenka se hacía más tierna, y si bien yo me había decidido a
sucumbir, todo me decía que me mantuviera en guardia. Sin embargo, como dije
hace un momento, siempre fui sabio a medias, y cuando Sdenka, dándose cuenta de
mis reservas, me propuso disipar el frío nocturno con unos vasos de vino
generoso, que me dijo provenían del eremita, acepté solícito y ella sonrió. El
vino hizo efecto. A partir del segundo vaso, la mala impresión que experimenté
por la escena de la cruz y de las imágenes, se borró por completo.
Sdenka,
desarreglada, con sus hermosos cabellos medio trenzados, con sus joyas a la luz
de luna, me pareció irresistible. No pude contenerme y la tomé en mis brazos.
Entonces,
mis queridas damas, tuvo lugar una de esas misteriosas revelaciones que jamás sabré
cómo explicar, pero que ante mi experiencia terminé por creer aunque hasta la
fecha me cuesta admitirlo.
Con tal
fuerza tomé entre mis brazos a Sdenka que uno de los extremos de la cruz, que
me regaló la duquesa de Gramont y que ustedes acaban de ver, se clavó en mi
pecho. El dolor punzante me atravesó como el rayo de luz de la revelación. Miré
a Sdenka, y sus rasgos, aunque hermosos, estaban contraídos por la muerte, sus
ojos no veían y su sonrisa era una mueca impresa por la agonía, en un rostro cadavérico.
Al mismo tiempo sentí el olor nauseabundo que despiden los sepulcros mal
cerrados. La espantosa realidad en todo su esplendor se me brindó, era
demasiado tarde para recordar las advertencias del eremita. En seguida
comprendí lo precario de mi situación y que dependía de mi ánimo y de mi sangre
fría. Desvié la mirada hacia la ventana para ocultar a Sdenka el horror que mi
expresión debía traslucir. Pegado al vidrio estaba el infame de Gorcha, apoyado
sobre una estaca ensangrentada y posando sobre mí unos ojos de hiena. En la
otra ventana se veía el rostro pálido de Georges: ahora tenía con su padre un
parecido aterrador. Los dos espiaban el más mínimo de mis movimientos y no dudé
que en una tentativa de fuga se lanzarían sobre mí. Fingí no darme cuenta, pero
no me fue fácil controlarme. Continué, sí, mis queridas damas, continué
regalando a Sdenka las mismas caricias que antes del terrible descubrimiento.
Todo ese tiempo de angustia no pensé en otra cosa que no fuera el modo de
escapar. Percibí que Georges y Gorcha intercambiaban con Sdenka señales de
impaciencia. De afuera llegaban una voz de mujer y unos gritos infantiles tan
espeluznantes como los aullidos de un gato salvaje.
—¡Llegó
la hora de hacer las maletas! —me dije, y mientras más rápido, mejor.
Le hablé
a Sdenka en voz alta para que su horrenda parentela alcanzara a oír:
—Estoy
cansadísimo, mi niña, y me gustaría mucho acostarme y dormir unas cuantas
horas, pero antes tengo que ir a ver si el caballo ha comido y tiene el forraje
suficiente. Le ruego no se vaya y, por favor, espere, vuelvo enseguida.
Entonces
hice coincidir mis labios con los fríos y descoloridos labios de ella, y salí.
Encontré al caballo con el hocico cubierto de espuma e inquieto. No había
tocado la avena y el relincho con furia que emitió al verme llegar me erizó la
piel. El caballo estaba incontrolable y temí que echara por tierra mi intención
de escapar. Aunque seguramente los vampiros escucharon mi conversación con
Sdenka y se inquietaron. Comprobé que la puerta de la cochera estaba abierta, y
lanzándome sobre la silla de montar, espoleé al caballo.
Al salir
pude ver un grupo numeroso reunido alrededor de la casa, casi todos con las
caras pegadas a las ventanas. Mi brusca salida los dejó estupefactos, pues
durante un largo rato en medio de la silenciosa noche no se escuchó sino un
galope continuo. Cuando creí que había llegado el momento de felicitarme por mi
astucia, oí a mis espaldas el ruido de un huracán entre las montañas.
Miles de
voces confusas gritaban, aullaban y parecían pelearse entre ellas. Luego,
enmudecieron como por un acuerdo entre ellas y sentí unas zancadas acuciantes
como si una tropa de soldados se aproximara a paso rápido.
Espoleé
mi montura hasta desgarrarle los costados. La fiebre me hacía temblar y
mientras hacía esfuerzos inusitados por conservar el temple una voz detrás de
mí gritó:
—¡Espera,
espera, amigo! ¡Te amo más que a mi alma, más que a mi libertad, que a mi vida!
¡Espera, espera, tu sangre me pertenece!
En ese
instante un aliento glacial rozó mi oreja y tuve la sensación que Sdenka había
subido a la grupa.
—¡Mi
corazón, mi alma! —dijo—, no miro ni escucho otra cosa que a ti, ya no soy mi
dueña, obedezco a una fuerza superior, perdóname, amigo, perdóname!
Y
enlazándome con sus brazos trató de estirarme hacia atrás para morderme el
cuello. Una lucha feroz se estableció entre nosotros. Durante largo rato apenas
conseguí defenderme, pero finalment alcancé, con una mano, sujetar a Sdenka por
la cintura y, con la otra, por las trenzas y apoyándome en los estribos, ¡la
arrojé al suelo!
Acto
seguido me abandonaron las fuerzas y tuve visiones delirantes. Miles de rostros
enloquecidos me perseguían haciendo muecas terribles. Georges y su hermano
Pierre bordeaban el camino y trataban de obstaculizarlo. No lo lograron y
estuve a punto de sentirme salvado cuando vi a Gorcha que sirviéndose de su
estaca daba saltos como un alpinista tirolés que traspone abismos.
Gorcha
también quedó rezagado en el camino. Entonces su nuera, arrastrando tras de sí
a sus hijos, le lanzó uno, Gorcha lo recibió con el extremo de la estaca y
utilizándola a modo catapulta, lanzó con todas sus fuerzas al niño como un
proyectil sobre mí. Esquivé al niño pero con instinto de sabueso la pequeña
alimaña se adhirió al cuello de mi caballo y me costó trabajo desprenderlo. Me
lanzaron al otro niño pero, éste cayó delante y el caballo lo aplastó. No
recuerdo qué otras cosas sucedieron y cuando volví en mí, estaba a un lado del
camino y mi caballo moribundo.
Así
termina, queridas damas, un amorío que debió curar para siempre las ganas de
intentar nuevos.
Algunas
contemporáneas de sus abuelas podrán atestiguar si después de esta historia me
hice prudente.
No
importa lo que haya sido. Tiemblo todavía al pensar que, si hubiera sucumbido
ante mis enemigos, hoy sería un vampiro; pero el cielo no quiso permitir que
sucediera, y, ¡lejos de tener sed de vuestra sangre, señoras, no pido algo
mejor, a pesar de mis años, que obtener la gracia de vertir la mía por
vuestros!
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