La plaza principal de Puebla de los Ángeles fue el escenario de un intento de ejecución y resaltamos la palabra "intento" porque no salió como se esperaba. En el siglo XVII, las autoridades de Puebla habían capturado al peligroso asesino Don Román de Sotelo que había acabado con la vida de algunos nobles. Custodiado por guardias, obligaron al viejo a rodillarse al tiempo que el cielo se había encapotado por furiosas nubes, era como si el cielo compartiera el diabólico odio de Don Román que, cansado de ser ignorado por Dios, oró a Belcebú para que lo ayudara.
Parte del castigo, un verdugo alzó un hacha y amputó las manos del homicida, en el momento en que Don Román gritó, el cielo desató una tormenta con todo y ráfagas de viento que logró ahuyentar a la congregación, mientras que las autoridades no quitaban un ojo de encima al sentenciado. Pero la tormenta arreció y en un descuido el prisionero se fugó en medio de la lluvia. Las autoridades fueron tras él, uno de ellos indicó que no podría haber ido lejos, pues se desangraba por la hemorragia. El agua de la lluvia, con ayuda del lodo, disolvió los rastros de sangre perdiendo todo rastro de Don Román de Sotelo. Nunca supieron de él, pensaron que quizás se murió o se perdió a las afueras de Puebla, de todas formas no sobreviviría. A manera de escarnio colocaron las manos cercenadas en el portón de la casa del homicida y alertaron a los habitantes del prófugo. Un hombre sin manos no pasaría desapercibido.
Transcurrió un año, los poblanos no volvieron a ver a Don Román y aún permanecían las manos cercenadas colgadas en la casa de aquel, pero se habían tornado huesudas y de aspecto desagradable, como si fueran las manos del mismo Demonio.
Un nuevo habitante llegó a Puebla, su nombre correspondería a Ramiro Ibañes y buscaba alojamiento en alguna posada. Al no haber ninguna habitación disponible, el párroco Diego Jimenéz lo recibió en su hogar. El padre era considerado un santo por los poblanos, hacía donaciones para los más necesitados, realizaba cenas para los menos afortunados. Sus misas eran concurridas por la mayoría de los habitantes de Puebla. Algunos aseguraban que el párroco era la prueba fehaciente de la existencia de Dios.
El padre Diego recibió al nuevo habitante ofreciendo habitación en su residencia y buscó entre sus contactos personas que pudieran brindarle un trabajo. Ramiro estaba más que agradecido con el cura y prometió donarle dinero para la misión de evangelización en las Filipinas, pues el padre mencionó que en unos meses viajaría allá para ayudar. Sin embargo, había algo que al cura le intrigaba sobre el hombre, éste tenía cubierta sus manos con finos guantes y por nada se los descubría. No restó más importancia al asunto y coincidía con algunos de que posiblemente tenía alguna enfermedad o deformidad.
Desde que Ramiro llegó a su hogar, un terrible presagio perseguía al cura: cada noche en sus plegarias una diabólica visión se le aparecía, se trataba de una mujer semidesnuda que intentaba seducirlo. Rezaba implorando a Dios que hiciera desaparecer la endiablada aparición. Por un momento pensó que se volvía loco, sin embargo su fe en el Señor le hizo pensar que mas bien el Demonio quería tentarlo. Se trataba de alguna prueba y se mantenía en sus oraciones.
Cada noche se repetía el tormento, pero él reforzaba su firmeza mediante plegarias y rodeaba las cuentas de su inseparable rosario. Había ocasiones que en lugar de la mujer, aparecía vino y monedas de oro en su habitación, el padre Diego rechazaba las visiones y estas desaparecían. Sin lugar a dudas, el Demonio quería tentarlo, especialmente por ser un hombre devoto de Dios y un alma caritativa con el prójimo. Pensó que Satanás anhelaba precisamente ese tipo de humanos en el averno, los criminales no necesitaban ser corrompidos por él, se entregaban por cuenta propia a sus bajas pasiones. Luzbel quería personas devotas para torturarlas.
Se aproximaba el día en que el padre Diego debía viajar a las Filipinas, no sin antes ser detenido por Ramiro que le ofreció una cuantiosa cantidad de dinero destinado a ayudar a los pobres en las Filipinas. El padre Diego se vio maravillado por la ofrenda de aquel hombre que recibió a su hogar. Sin embago, el Diablo opera en diferentes formas. La obra de caridad se ocultaba una perversa intención que se demostró cuando Ramiro le propuso que la condición para recibir el dinero era dar latigazos a un Cristo. Horrorizado, el Padre Diego descubrió que Ramiro era el responsable de hacer manifestar las diabólicas visiones. El hombre reveló sus manos enguantados, mostrando unas espantosas manos negras con uñas afiladas. Los miembros no coincidían con la piel del huésped, parecía que le hubieran sustituido las manos por esas asquerosas garras.
De esta manera, el padre Diego se percató que su huésped era en realidad Don Román de Sotelo, el homicida enjuiciado que escapó un año atrás. Era increíble y aterrador al mismo tiempo, pues la apariencia del español era completamente distinta a la del asesino fugitivo. Don Román le compartió que después de su fuga, el mismo Demonio le contactó y pactó. A cambio de nuevas manos y vida eterna, debía corromper a un hombre santo, hacer que su alma se condenara en el infierno. Tenía un plazo fijo, de no cumplirlo el Diablo vendría por él. Las garras que sustituían sus manos ayudaban a realizar magia negra y con eso generaba las visiones.
Tras revelar sus planes y sus nuevas manos, Don Román se veía presionado por el plazo y procedió a intentar matar al cura. Si no lograba tentar al cura, lo resolvería matándolo. Extrajo de sus vestimentas una daga e hirió al padre Diego en el hombro. Nuevamente probaría la sangre ajena, el arrebatar una vida ajena. Sus planes se frustraron cuando el sacerdote extrajo el rosario con el que tantas veces oraba. De este se desprendió una intensa luz celestial que no solo dejó ciego al homicida, sus garras se desprendieron de sus muñones y se convirtieron en polvo. De nuevo era ese enclenque hombre que había quedado herido en la plaza principal y expuesto a los verdugos. Gracias a la intervención divina, Don Román perdió sus infernales poderes y las autoridades fueron por él. Al no cumplir el plazo, el Demonio no acudió a su llamado dejándolo a merced de la Santa Inquisición.
Mientras que el padre Diego logró viajar a las Filipinas para continuar con su misión de ayudar al prójimo
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