La Maldición de la Coyota

 

Las mujeres de la familia Celis de Rodríguez forman parte de una misteriosa leyenda: todo aquel hombre que intenta conquistarlas muere de manera misteriosa y salvaje, como si una bestia lo hubiera atacado sin piedad alguna. Los cuerpos descuartizados eran encontrados cerca de donde una de estas mujeres se hallaba cerca. ¿Por qué la muerte las persigue? 

    La leyenda sobre la maldición se ha reconocido en la época del Porfiriato, actualmente se ha perdido las huellas de los descendientes de esta familia por lo que es poco común oírlo. No obstante, de acuerdo con antiguos documentos, los terribles hechos que conllevaron a que las Celis de Rodríguez sean acechadas por la desgracia se remonta en épocas de la Nueva España, en el siglo XVII. La causante fue Blanca Celis de Rodríguez y tuvo sus razones que dio inicio a una escabrosa historia que ha corrido de boca en boca. 

    En su juventud, Blanca Celis de Rodríguez era la hermosa hija de un humilde y viudo campesino. La huerta era el único medio de subsistencia que permitía trasladar sus verduras al mercado, hasta que un día el padre encontró un tesoro que se remonta en épocas de la conquista. Gracias a esto, los Celis se volvieron inmensamente ricos. La vieja casa de campo y la huerta fueron sustituidos por una soberbia construcción en la capital de la Nueva España. 

   No faltó los muchos pretendientes que querían conquistar a Doña Blanca, si de campesina era hermosa ahora con los elegantes vestidos y joyería resaltaba su belleza. Solo uno de ellos logró conquistarla: Don Fernando de Girard, apuesto noble que quedó impresionado por las riquezas de los Celis, la avaricia dominó su espirítu y pronto rompería el corazón de la joven después de que se desposaron.  Durante el festejo, Blanca se enteró de una conversación entre su esposo y un desconocido que no pudo identificar, pero éste motivó a Don Fernando a cuestionarse sobre el linaje de los Celis de Rodríguez, haciendo ver que no pertenecía a la realeza, suficiente razón para solo aprovecharse de sus riquezas. Lo peor de la conversación fue que Don Fernando estaba dispuesto a realizar lo que el desconocido propuso. 

   Sin saber qué hacer, Blanca fingió no haberse enterado de nada y conservó su matrimonio en silencio con la finalidad de evitar la vergüenza pública. Soportó las ausencias de su esposo, su exceso con el alcohol, el despilfarro de su fortuna. Tuvieron una hermosa niña que creció carente del amor de su padre, teniendo solo a su madre que cada día se hundía en la tristeza y amargura. Hasta que finalmente la muerte reclamó el alma del desdichado hombre que falleció en medio de una congestión alcohólica. Lejos de derrumbarse en una profunda melancolía, su mente estaba ocupada por una sola cosa: venganza. Debía buscar al hombre que empujó a su marido a tormentarla. No había visto cómo era el día de su boda, pero conocía su nombre: Don Fernando, igual que su difunto esposo. 

    De repente corrió el rumor en la Nueva España sobre las trágicas noticias de tres decesos en hombres ocurridas de manera consecutiva. Sus cuerpos fueron hallados sin vida en los llanos que rodeaban la ciudad colonial. El aspecto era sumamente aterrador, habían sido desgarrados y en partes de su cuerpo presentaban mordidas de fauces correspondientes a un animal, aunque no sabían a cuál. Las autoridades intentaban explicarse cómo era que estos caballeros, todos ellos pertenecientes a la nobleza, andaban solos en aquellos parajes que, si bien era cierto que abundaban animales salvajes, sin protección alguna y solos. Las pistas conducían a que las víctimas fueron conducidas por alguien de confianza que los llevaba hasta allá y les aguardaba una muerte espantosa. Los temores más irracionales, al no tener una certeza, inducía a que esparcieran rumores de que se trataba del mismo Satanás que tentaba a los hombres. 

   Las primeras muertes solo tenían relación en la misma forma de ataque, hasta que las autoridades repararon en algo: los tres difuntos tenían el mismo nombre de Don Fernando. La intrigaba despertó el temor de que un asesino se encargaba de matar a todo aquel que tuviera el mismo nombre. Desgraciadamente continuaron apareciendo más víctimas, todos con las mismas condiciones: hombres solteros llamados Don Fernando pertenecientes a la nobleza y asesinados por el ataque de una bestia. 

    Cuando Blanca Celis de Rodríguez y su hija se marcharon de la Nueva España, de manera misteriosa se detuvieron los homicidios. La última víctima fue Don Fernando de Sevilla, de quien las pesquisas se supo que este hombre tenía una relación con Doña Blanca, viuda de Girard. A diferencia de los otras muertes, hubo testigos discretos que se percataron que fue visto por última vez acompañando a Doña Blanca a los parajes fuera de la ciudad. Ella regresó sin él, despertando las sospechas de que podría ser responsable de los crímenes. 

   Sin embargo, la gran fuente de información fueron los criados de Celis de Rodríguez, que confirmaron que, en efecto, ella fue la causante de las desgracias. Las autoridades exigían saber cómo era el procedimiento, pues en la casa jamás encontraron evidencia de arma o rastros de las víctimas que pudieran delatarla. La verdad se supo y fue mucho más escalofriante de lo que pudieron imaginarse los investigadores. Uno de los criados relató que las muertes iniciaron a partir de la llegada de su ama en compañía de una vieja misteriosa que no tenía relación familiar con ella, pero que su presencia inquietaba a los trabajadores de la casa. Se trataba de una anciana decrépita y andrajosa de apariencia imponente que llegó a quedarse varios días y las indicaciones de su ama fueron que tenían estrictamente prohibido molestar a la anciana en las noches, mientras ella permanecía en su habitación.

   Guardaron silencio ante los horrores que se ocultaban en aquel cuarto, los criados eran testigos de sonidos perturbadores como expresiones en otras lenguas, murmullos, chillidos de animales que agonizaban y finalmente un hedor a hierbas y azufre.  

     Los testimonios indicaban que algunas de las víctimas llegaron a visitar la residencia de Doña Blanca y ellos mismos los atendieron, solo una vez iban a la casa y jamás se les volvía a ver. Por las características brindadas por los criados sobre la misteriosa anciana, las autoridades supieron que correspondía a una vieja que vivía en una chinampa en las islas de Xochimilco. Los lugareños temían de ella, la señalaban como una hechicera de la zona. Tenían la respuesta, los crimenes estaban asociados con actos de brujería, pero ¿cómo mataban a sus víctimas, si no había evidencia de armas? Además, las heridas en las víctimas correspondían más al ataque de un animal. 

    Finalmente se supo la verdad en boca de una de las criadas. Ella confesó, aterrorizada todavía por el recuerdo, de cómo su ama había salido una noche en compañía de la última víctima, Don Fernando de Sevilla, mientras la anciana nuevamente se encerró en su habitación a proferir extrañas oraciones en otra lengua y esta vez se despedía un hedor insoportable, similar a la manteca, hierbas penetrantes y a sangre. Los criados temían acercarse, pero tampoco podían hacer nada por temor a perder su empleo. 

   La criada comentó que cerca de la media noche, no pudo conciliar el sueño debido a las extrañas actividades de la anciana. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos inquietantes aullidos cercanos a la casa. Su habitación daba hacia la calle e intentó asomarse, cuando escuchó gruñidos y pasos de un animal aproximarse a su ventana. Por los gruñidos, sabía que se trataba de un animal de enormes proporciones y despedía un hedor a bestia salvaje. Lo más aterrador que recuerda fue escuchar cómo unas garras reptaban por la pared exterior. Solo respondió con oraciones, pensando que aquello era inhumano y solo podría tratarse del mismo Lucifer invocado por la anciana. 

    Su corazón casi se detiene cuando tuvo el valor de abrir la ventana y asomarse, jamás lo hubiera hecho... lo que reptaba por la pared la sacó de sus cabales hasta hacerla perder la conciencia. Al día siguiente creyó que todo fue una pesadilla, pero sus temores se volvieron realidad al comprobar extrañas marcas de rasguños hechos por alguna fiera que escalaba hacia la habitación de la anciana. El amargo recuerdo la hacía perturbarse, solo describe como un animal similar a un coyote, pero de grandes proporciones. Cuando vio su rostro dirigirse a ella, la manera en cómo resplandecieron sus ojos... no pudo describir más. 

   De Blanca Celis de Rodríguez no se supo más desde que huyó a España, solo por antiguos registros se conoce que su hija Doña Carmen Celis de Rodríguez volvió a la capital y nuevamente se desataron los crimenes, esta vez ya no eran hombres llamados Fernando, sino caballeros que salían con ella. 

   La descendencia de Celis de Rodríguez se pierde en la época del Porfiriato. Puede que hayan cambiado de nombre, pero su maldición aún sigue. 

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