La fiesta
era aburrida. Yo había llegado demasiado pronto. Hubo antes un pase privado en
el Grauman's Chinese, y varios de los invitados más importantes del party
llegaron cuando ya casi se acababa. Para colmo, Jack Hardy, director de cine de
la productora Summit Pictures, con quien yo había trabajado como ayudante, aún
no había aparecido por allí, y eso que era el anfitrión. Pero Hardy nunca se
hacía notar por su puntualidad.
Salí al porche y me apoyé en una columna, sorbiendo lentamente mi
cocktail y contemplando desde allí las tintineantes luces de Hollywood. La
mansión de Hardy se alzaba en la cumbre de una baja colina que dominaba la
capital del cine, cerca de Falcon Lair, la famosa villa, por no decir castillo,
de Valentino.
Sentí un escalofrío. Desde Santa Mónica ascendía la neblina,
velando las luces por el oeste.
Jean Hubbard, una muchacha algo ingenua que trabajaba en la Summit,
se acercó hasta mí y me quitó la copa de la mano.
—Hola, Mart —me dijo y tomó un sorbo de mi copa—, ¿dónde te has
metido últimamente?
—Ando por ahí, con el equipo de Murder Desert, haciendo
localizaciones en Mojave —le respondí—. ¿Me echabas de menos, cariño?
La apreté contra mí. Me sonrió alzando sus finas cejas, que ponían
un delicioso toque de diablesa en su carita adorable. Alguna vez había pensado
en casarme con ella, pero nunca supe cuándo hacerlo.
—Te he echado de menos. —aproximando sus labios a los míos y se
los besé.
—¿Y qué hay de ese vampiro? —le pregunté después.
—¡Ah, el Caballero Futaine! —dijo sonriendo burlona—. ¿No has
leído el guión de Lolly Parsons para Script? Jack Hardy contrató a ese tipo el
mes pasado en Europa y se lo trajo enseguida... Dicen que será una buena
publicidad.
—¡Pues tres hurras por la publicidad! —dije— Recuerda lo que
hicieron con El nacimiento de una nación... Aunque ahí, la verdad, no había
sitio para un vampiro, desde ningún punto de vista.
—El Caballero Futaine es un hombre realmente misterioso. Nadie ha
podido fotografiarle; la verdad es que nadie le ha visto... SóloWeird Tales ha hablado de su vida en
París. Por eso se han inventado lo de que es un vampiro de verdad, para dar
publicidad a la película... Trabajará también en Sed roja, dirigida y producida por Jack... Quieren hacer con él lo
que la Universal hizo con Karloff gracias a Frankenstein.
El Caballero Futaine —añadió Jean con tono zumbón— para mí que es el camarero
de cualquier café cantante de París; yo
tampoco le conozco, pero estoy segura de no equivocarme... Mart, la verdad es
que quiero pedirte que hagas algo por mí... Bueno, y por Deming...
—¿Hess Deming? —levanté las cejas extrañado.
Hess Deming era el actor más importante de la Summit, su gran
estrella, y su esposa, Sandra Colter, acababa de morir dos días antes. También
era actriz, aunque no tan famosa como su marido. Hess la adoraba, todos lo
sabíamos. No me imaginaba qué podía hacer yo por él.
—He oído decir que está muy afectado, que anda por ahí dando
tumbos como una peonza —apostillé.
—Creo que quiere matarse —dijo Jean muy triste—. Yo... me siento
responsable de lo que le pueda pasar, me preocupa mucho, Mart. Después de todo,
fue él quien me llevó a la Summit. Ahora está realmente afectado.
—Bueno, veré qué puedo hacer —le dije—. Pero no creo que el trato
sea justo; llevarte a la Summit fue lo mejor que pudo hacer Hess, desde luego,
pero no sé si ahí empecé a perderte, Jean...
Me callé. No quería
hablar más de eso. Jean asintió.
—Intenta ayudarle, de
todas formas —me dijo—. La muerte de Sandra ha sido un golpe muy duro para él.
—¿Cómo ocurrió? Estaba
fuera, leí algo, pero...
—Murió, sin más —dijo
Jean—. De anemia perniciosa, dicen. Pero, según Hess, en realidad los médicos
no saben qué le ocurrió a Sandra... Comenzó a adelgazar y a debilitarse, hasta
que murió en poco tiempo.
Asentí, besé a Jean y
entré de nuevo en la casa. Antes de salir había visto deambulando por allí a
Hess Deming con una copa en la mano. Se volvió al sentir mi palmadita en la
espalda.
—¡Hola, Mart! —me dijo
con voz de borracho.
Aunque podía sostener
en su mano una copa, me pareció, por sus ojos enrojecidos, que pendía de una
cuerda. Era un capullo bien guapo, de acuerdo, grande y fuerte, vale, con unos
ojos grises más que azules y una boca perfecta y siempre sonriente, muy bien...
Pero la verdad es que ahora no sonreía. Estaba hecho una pena, tenía una cara
horrible, bañado en sudor.
—¿Sabes lo de Sandra?
—me preguntó.
—Sí —respondí—. Lo
siento muchísimo, Hess.
Vació de un trago lo
que le quedaba en la copa e hizo un gesto de desagrado, mientras repasaba sus
labios con la lengua.
—Estoy borracho, Mart
—me confió—. Tengo que estarlo, y cuanto más lo esté, mejor... He pasado unos
días terribles. Y ahora, incinerar a Sandra, eso me resulta espantoso.
No dije una palabra.
—Sí, Mart, tengo que
incinerarla, ¡Dios mío! —siguió lamentándose—. Un cuerpo tan hermoso como el
suyo, reducido a cenizas. Antes de morir me hizo prometerle que la haría
incinerar.
—La cremación es el
mejor final, Hess, lo más limpio —le dije—. Sandra fue una chica preciosa y
limpia, además de una gran actriz.
Acercó mucho su cara
sudorosa a la mía.
—Sí —dijo—, pero es que
no quiero incinerarla. Antes, me mato, Mart. ¡Dios mío! —y dejó su copa en una
mesa, y comenzó a mirar a su alrededor, dando vueltas como una peonza que
empieza a perder fuerza.
Me pregunté por qué
razón habría dispuesto Sandra que la incinerasen. Había leído una entrevista
que le hicieron tiempo atrás, en la que manifestaba su horror al fuego y decía
que por nada del mundo querría ser incinerada cuando muriese. Las estrellas
dicen muchas tonterías en las entrevistas, pero aquello no lo parecía. Debía de
saber por qué tenía Sandra tanto miedo al fuego. Una vez la vi en el plato sufrir
un ataque de histeria, porque en un descanso del rodaje su compañero de escena
encendió una pipa cerca de ella.
—Disculpa, Mart —me
dijo Hess, deteniéndose—. Voy a buscar otra copa.
—Espera —dije tomándole
por el brazo—. Mira cómo estás, Hess, creo que has bebido demasiado.
—Sí, estoy un poco
tocado —respondió—, pero aún debo estarlo mucho más —y siguió, aunque se detuvo
tras dar unos pasos vacilantes, para volverse hacia mí con sus ojos de borracho
y decirme—: Limpio. Eso es lo que Sandra dijo. La incineración es algo limpio.
Sí, eso fue lo que Sandra me dijo, Mart. Dijo que la cremación es una muerte
definitiva y limpia. Pero, ¡Dios mío! Ese cuerpo tan blanco y tan hermoso. ¡No
puedo hacerlo, Mart, no puedo, me voy a volver loco! Dame un trago, por favor
te lo pido, sé buen amigo.
—Espera, Hess, te
traeré una copa. —le dije, pero no que me disponía a llevársela llena de agua.
Se dejó caer en una
silla, dándome las gracias en un susurro. Mientras me alejaba de él me sentí
mal. Había visto a muchos actores despeñarse como lo estaba haciendo Hess. Tuve
la sensación de que su carrera comenzaba a irse al garete. Empezaría a sufrir
largos tiempos de espera entre una película y otra; su desastrosa apariencia
personal lo iría apartando del cine, y al final, para combatir la pobreza, no
tendría más remedio que aceptar papeles de poca monta y mal pagados en
seriales. El final más probable para Hess quizá fuera el de tantos: hallado
muerto en el dormitorio de un modesto apartamento de Main Street, con la espita
del gas abierta. Había un montón de gente en el bar.
—¡Hombre, aquí está
Mart! —oí decir a alguien—. Ven a conocer al vampiro.
Me quedé mudo. Vi a Jack Hardy, el anfitrión, mi jefe, el director
con el que había trabajado, apoyado en la barra del bar con toda la pinta de
ser un cadáver que aún se sostuviera en pie. Recordaba haberle visto mucho peor
cara alguna vez, si bien nunca me había causado tan mala impresión, ni en la
peor de sus borracheras... Un tipo bien borracho, o bien colocado de marihuana,
no podía tener un aspecto tan desastroso como el suyo. Nunca le había visto con
aquella pinta de cadáver. Parecía haber perdido toda tensión nerviosa, como si
no le circulara la sangre.
La última vez que lo vi parecía incluso saludable, con sus buenos
bíceps, con su mata de cabello amarillo, por no decir muy rubio, con su cara
fea pero natural. Ahora, la verdad, parecía un esqueleto al que aún le colgaran
algunos pellejos, sobre todo en la cara, con aquellas bolsas negras alrededor
de los ojos, tan negras como el pañuelo de seda que llevaba al cuello, tan
negras como la pequeña cicatriz que asomaba por el pañuelo.
—¡Por Dios, Jack! —exclamé—. ¿Qué demonios te pasa? Levantó los
ojos y me miró.
—Tranquilo, hombre, estoy bien —dijo—. Quiero que conozcas al
Caballero Futaine. Le presento a Mart Prescott.
—Hola, soy Pierre, nada más —me dijo una vocecilla—. Creo que no
es Hollywood un lugar en el que valgan los títulos, así que llámeme Pierre,
sólo Pierre. Señor Mart Prescott, el placer es mío — concluyó alargándome su
mano.
Miré de arriba abajo al Caballero Futaine. Estrechamos nuestras
manos. Mi primera impresión fue la de hallarme ante un tipo seco, frío como el
hielo; quizá solté su mano rápidamente, sin estrechársela el tiempo necesario
como para ser correcto y educado. El Caballero Futaine seguía sonriéndome, sin
embargo. Un tipo encantador, el Caballero. O eso me pareció, a pesar de todo.
Blando, más bien bajo y de poco peso, su cara se me antojó extrañamente
juvenil, incongruentemente juvenil, más bien. Llevaba el cabello rubio muy
repeinado, aplastado. Me fijé especialmente en sus mejillas sonrosadas, acaso
excesivamente sonrosadas, lo que me hizo suponer que iba maquillado. Pero bajo
aquel tono sonrosado acerté a ver, gracias a que lo examinaba con mucha
atención, una palidez propia de quien está enfermo, algo así. O puede que fuese
que no tenía un buen cutis. No llevaba pintados los labios, sin embargo. Los
tenía tan rojos como la sangre.
Iba perfectamente afeitado, eso sí, y vestía un smoking impecable.
Tenía los ojos negros como una piscina llena de tinta.
—Encantado de conocerle —le dije—. Usted es el vampiro, ¿no?
Sonrió.
—Bueno, de alguna manera hemos de rendir tributo al gran dios de
la publicidad, ya sabe, señor Prescott. Su nombre es Mart, ¿no?
—Sí. —respondí sin dejar de mirarle con atención.
Vi entonces que también él me miraba con atención, que pasaban sus
ojos sobre mí mientras se le iluminaba la cara extraordinariamente, con
expresión a la vez amable y descreída, distante; como si me examinara con gran
agudeza. Me volví al observar que se acercaba hasta nosotros Jean.
—¿Es el Caballero? —preguntó.
Pierre Futaine estaba ante ella, con una sonrisa en los labios.
—Hola, Sonya. —dijo el Caballero.
—¿Sonya? —se extrañó Jean. Los presenté como era debido.
—Ya ve usted, no me llamo Sonya. —dijo Jean.
El Caballero movió la cabeza contrariado, con una extraña
expresión en sus ojos negros.
—Perdone —se disculpó con la vocecilla aún más blanda—. Es que
conozco a una chica exactamente igual a usted. Exactamente igual a usted. ¡Qué
extraño!
—¿Me disculpa? —dije al darme cuenta de que Jack Hardy se alejaba
del bar.
Salí tras él. Antes de que alcanzara el porche le di un golpecito
en el hombro y se volvió con su cara tan pálida que parecía una máscara.
—¡No me toques, Mart, maldito seas! ¡Me has asustado! —me soltó
malhumorado.
No le hice caso y lo abracé.
—¿Qué demonios te pasa? —le pregunté—. Mira, Jack, a mí no me
engañas, no puedes mentirme, lo sabes bien. Ya te he ayudado alguna vez y estoy
dispuesto a hacerlo de nuevo, si es necesario. Permite que lo haga.
Su rostro pareció aún más arruinado, pero ahora por la tristeza.
Se le fue la cólera y me tomó las manos. Las suyas estaban tan frías como las
del Caballero Futaine.
—No puedes hacer nada, Mart —me dijo—. Además, ¿por qué? Estoy
bien, de veras. Lo pasé estupendamente en París.
Estábamos contra una pared muy blanca. De repente, y de manera
involuntaria, me vino a la mente algo que me salió de inmediato por la boca sin
pararme a meditar.
—¿Qué tienes en el cuello? —le pregunté abruptamente. No
respondió. Se limitó a negar con la cabeza.
—He tenido una pequeña infección de garganta —me dijo tras la
pausa—. Por eso llevo puesto el pañuelo, hay mucha neblina.
Se tocó la garganta. Se tocó la pequeña cicatriz negra. Sentí
entonces a mi espalda un rumor, algo así como lo que harían los sapos en una
charca respirando al unísono, un ruido no precisamente humano. Me volví y era
Hess Deming. Sollozaba un poco más allá, junto a la puerta. Le caía la saliva
por la barbilla y tenía los ojos aún más rojos que antes.
—Sandra también murió de una infección en la garganta, Hardy,
estoy seguro. —dijo con una voz que, de tan inexpresiva, me pareció venir de
ultratumba.
Jack siguió en silencio. Dio un paso atrás, hasta apoyarse en la
pared.
—Empezó a ponerse blanca y se murió —siguió lamentándose Hess–. El
médico dijo que no tenía ni idea de lo que le pasaba, pero anemia perniciosa.
¿Tú tienes alguna enfermedad que hubieras podido contagiarle a Sandra, Jack?
Porque, si es así, te mataré.
—¿Cómo? —dije—. ¿Una infección de garganta? No comprendo nada...
—Sandra tenía también dos pequeñas marcas en el cuello, a la
altura de la garganta —siguió diciendo Hess—. Dos marcas pequeñitas, muy
juntas. Pero eso no pudo matarla, sólo una enfermedad contagiosa, quizás...
—Estás loco, Hess —le dije—. Estás muy borracho. Escucha: Jack no
tuvo nada que ver con... eso.
Hess no me miraba. Miraba a Jack Hardy con los ojos ahora
inyectados en sangre. Volvió a dirigirse a él en su monótono y amenazante tono
de ultratumba:
—¿Crees que Mart tiene razón, Jack? Dime si lo crees. —Los labios
de Jack permanecieron agónicamente sellados.
—¡Vamos, Jack, dile que no tiene razón, díselo! —lo animé a que
hablara.
Hardy hizo un gran esfuerzo para que le saliese la voz.
—No veía a tu mujer desde hace mucho tiempo, Hess. —dijo
apesadumbrado.
—Esa no es la respuesta que quiero oír. —murmuró Hess y se
abalanzó sobre el otro.
—Mart —me
dijo—, a la caída de la tarde vamos a rodar en el estudio una escena de Sed
roja, en el plató 6. Han decidido que seas el nuevo asistente de dirección, no
sé por qué no te lo anunció el propio Jack anoche. Últimamente anda bastante
despistado...
—Gracias, encanto —respondí—. No sabía que estuvieses en el equipo
de rodaje.
—Lo siento —le dije—. Estabas muy bien cuando me largué de la
fiesta.
—He tenido una pesadilla horrible —comenzó a contarme lentamente,
con voz pastosa—. Una cosa muy rara, y a la vez divertida, o al menos eso me
parece ahora, aunque no puedo recordar muy bien de qué se trataba, sólo guardo
imágenes confusas. En fin. ¿Vas a estar en casa? Si quieres paso luego a
recogerte.
Dije que sí, pero no pude mantener mi promesa porque Hess Deming
me telefoneó para pedirme que le fuera a recoger a su casa de Malibú para
llevarlo al crematorio. Dijo que no tendría fuerzas para sostener entre sus
manos el volante del coche y conducirlo hasta donde se haría la incineración de
Sandra. En veinte minutos estuve en la casa de playa de Deming. Me abrió el
criado, que me hizo una respetuosa reverencia para darme la bienvenida.
—El señor Deming está muy mal —me dijo—. Se ha pasado la mañana
bebiendo ginebra.
Oí la voz de Hess desde la segunda planta.
—¿Eres tú, Mart? Vale, enseguida estaré listo. ¡Sube, Jim!
El criado japonés me miró como si me pidiera permiso y se fue
escaleras arriba. Me acerqué a una mesa llena de revistas para echarles un
vistazo. Por la ventana entornada entraba una brisa suave y agradable. De entre
el montón de revistas cayó un papel, al que eché también un vistazo. Lo que
leí, sin embargo, llamó poderosamente mi atención. Era una nota dirigida a Hess
y decía:
Querido Hess, estoy segura de
que voy a morir muy pronto y quiero que hagas algo muy importante por mí. Sé
que puede parecer que he perdido la cabeza por lo que voy a pedirte, pero no me
incineres, Hess. Creo que, aun muerta, sentiría el fuego y eso me aterroriza.
Entiérrame en el cementerio de Forest Lawn, sin embalsamarme. Ya habré muerto
cuando leas esta nota; estoy segura de que harás cumplir mi última voluntad,
cariño. Viva o muerta, siempre te amaré.
Firmaba la nota Sandra Colter, la esposa de Hess. Era extraño. Muy
extraño. Me preguntaba si Hess había leído aquello. Sentí unos leves pasos a
mis espaldas. Era Jim, el criado japonés de Hess.
—Señor Prescott —me dijo—, vi esa nota anoche. El señor Hess aún
no la ha leído. Está escrita por la señora Colter.
Estaba nervioso, leí el miedo en sus ojos, un miedo incontrolable.
Señaló con un dedo la nota.
—Vea eso, señor Prescott.
Apuntaba a un pequeño borrón que oscurecía un tanto la firma.
—¿Y bien? —dije.
—Fui yo, señor Prescott, lo hice sin querer cuando encontré la
nota. Aún no se había secado la tinta.
Lo miré, supongo que inquisitivamente. Noté que se ponía
extremadamente nervioso al oír los pasos de Hess Deming en los peldaños, que
bajaba un tanto convulso. Cada vez me impresionaba más el descubrimiento de la
horrible verdad que acababa de hacer. No podía creer apenas lo que había leído.
Parecía demasiado fantasioso, increíble, aunque aquella verdad se iba
imponiendo poco a poco en mi mente, no había más explicación posible que eso
que se colegía de la lectura de la nota y del momento en que la había encontrado
Jim.
—¿Qué tienes ahí, Mart? —me preguntó Hess.
—Nada —respondí tranquilamente, doblando la nota y guardándomela
en un bolsillo—. ¿Nos vamos?
Asintió y salimos. Observé que Jim nos miraba. No sé cómo definir
aquella extraña mirada que tenía. La cremación se haría en Pasadena, y allí
llevé a Hess. Hubiera querido quedarme a su lado, pero sabía que él no lo
deseaba, que no permitiría a nadie asistir a la ceremonia de cremación de
Sandra. Me pareció normal que deseara estar solo. Salí, tomé un atajo para llegar
cuanto antes a Hollywood, y allí empezaron los problemas. Sufrí una avería. Las
últimas lluvias habían dejado en muy mal estado las carreteras y no fui capaz
de esquivar un socavón. Tuve que andar varias millas hasta encontrar el
teléfono más próximo, y hube de esperar después un buen rato hasta que llegara
el taxi que iba a buscarme. Eran casi las ocho de la mañana cuando llegué al
estudio.
El vigilante me abrió y me dirigí raudo al plato 6. Todo estaba a
oscuras. Sin resuello volví sobre mis pasos y de tan aprisa como iba a punto
estuve de chocar con un hombre bajito. Era Forrest, un cámara. Soltó un par de
palabrotas y me tomó por el brazo.
—¡Vaya, Mart, por poco me arrollas! Oye, ¿me harías un favor?
Quiero que veas un plano que he tomado... que...
—Ahora no puedo —me disculpé—. ¿Has visto a Jean? Tengo...
—De eso quería hablarte —me dijo Forrest, un tipo con cara de mono
pero un magnífico cámara—. Se han largado. Jean, Hardy y el Caballero ese. Es
un tipo que me da mucha risa...
—¿Te parece gracioso? Bien, telefonearé a Jean. Veré mañana ese
plano que quieres mostrarme.
—No creo que encuentres a Jean en su casa —me dijo Forrest—. Se
fue con el Caballero al Grove, eso oí decir. Escucha, Mart, tienes que ver ese
plano. O yo no he sabido enfocar con una cámara en mi vida, y tendré que
ponerme a trabajar como molinero, o ese francés es el tipo más raro al que
jamás he tenido que filmar. Ven a la sala de proyección, Mart, ya tengo la
cinta puesta. Quiero que veas lo que he filmado.
—De acuerdo. —dije, y le seguí a la sala de proyección.
Me senté en una butaca de la pequeña sala de proyección mientras
oía a Forrest preparar el proyector en la cabina.
—A Hardy no le gustaron las tomas que hicimos —me dijo a través
del interfono—, pero tengo otras que el jefe me ordenó que hiciera con la
cámara automática, que dejé conectada aunque sin sonido. Quería ver cómo daba
ese francés en cámara sin que supiese que lo filmábamos, mientras ensayaba la
escena. Aquí lo tienes, Mart.
Oí el clic que cerraba la comunicación por el interfono. La luz
blanca se estrelló contra la pantalla. Desapareció la luz y empezó la película.
El plato 6. El decorado me pareció un tanto incongruente, a medias un salón
victoriano con sillas barrocas y cuadros modernos. Jack Hardy entraba en cámara
dando órdenes. Su cara, en la pantalla, me pareció realmente la de un muerto
que mantuviese los ojos abiertos. Tenía la piel macilenta. Entró en cámara
también, siguiéndole, Jean. Vestía un elegante traje sastre. Tras ella...
Pestañeé repetidamente, creyendo que mis ojos me engañaban. Algo
parecido a una espesa neblina —oval y con el volumen de un hombre— se movía por
allí. ¿Han visto ese nimbo de luz en la pantalla, que se produce cuando un foco
da directamente en el objetivo de la cámara? Bien, pues era algo así, es lo
único con lo que puedo comparar lo que vi. Pero se movía como lo haría un
hombre.
Oí de nuevo el clic del interfono.
—Cuando vi el negativo —me dijo Forrest— pensé que había metido la
pata, Mart, pero al revelar la película comprobé que todo estaba en orden, que
no había ningún foco mal puesto en el plato.
Aquella especie de neblina oval y con la talla y movimientos de un
hombre iba detrás de Jean. Ella se volvía y le dirigía una amplia sonrisa.
—Cuando se filmó eso, te juro, Mart, que Jean hablaba
tranquilamente con ese francés. —añadió Forrest.
—Para la imagen, ¡ahí! —pedí a Forrest.
Cesó el movimiento en la pantalla. Jean ofrecía su flanco
izquierdo a la cámara. Miré atentamente. Había observado antes algo en su
cuello. Ahora lo veía con mayor claridad. Una leve marca sobre la yugular. La
misma marca que había visto en el cuello de Hardy la noche anterior. No había
duda.
Oí de nuevo el clic del interfono, cerrando la comunicación.
Después se hizo un fundido en negro y la sala quedó a oscuras. Esperé unos
instantes, pero no oí nada más en la cabina.
—¡Forrest! —lo llamé—. ¿Ocurre algo?
No recibí respuesta. No oí absolutamente nada. Era como si al
proyector se le hubiese muerto el motor. Me levanté raudo y fui hasta la
salida. Había dos puertas en la sala; una daba a los peldaños que subían hasta
la cabina de proyección y la otra era la de salida y entrada. Subí a la cabina,
con una opresión ominosa en el pecho. Forrest estaba allí. Muerto. Yacía en el
suelo boca arriba, con los ojos abiertos en su cara de mono que ahora tenía un
rictus trágico, con el cuello doblado de manera imposible. Parecía haber muerto
de inmediato, apenas le troncharon el pescuezo. Miré al proyector y vi que se
habían llevado la película. La puerta que comunicaba la cabina con el exterior
estaba entreabierta. Me precipité hacia ella, aun sabiendo que no vería a
nadie. El pasillo que comunicaba los platos 6 y 4 estaba vacío, alumbrado por
su leve luz blanca. Todo en silencio. Oí unos pasos al fondo y vi después a un
hombre. Era uno de los publicitarios y lo llamé.
—Perdone, señor Prescott, no puedo atenderle ahora. —me dijo,
aunque deteniéndose.
—¿Has visto a alguien por aquí, ahora mismo? ¿Quizá al Caballero
Futaine? —le pregunté casi en un grito.
Negó con la cabeza.
—No, pero... —me di cuenta de que estaba pálido y nervioso— Hess
Deming se ha vuelto loco. Tengo que ponerme ahora mismo en contacto con la
prensa.
Se me heló el corazón. Corrí hacia él y lo tomé de los brazos casi
con violencia.
—¿Qué quieres decir, qué ha pasado? —inquirí con el corazón en un
puño—. Hess estaba bien cuando lo dejé en Pasadena, un poco bebido, nada más.
Aquel hombre sudaba profusamente.
—Esto es una locura —me dijo—. Aún no sé bien qué ha ocurrido.
Dicen que su mujer, Sandra Colter, revivió cuando la estaban incinerando. Al
parecer la vieron a través de la ventana del crematorio, ya sabe. Dicen que
gritaba y golpeaba el cristal mientras la quemaban viva. Hess no pudo hacer
nada, aunque lo intentó, según me han contado. Se volvió loco, como un perro
rabioso. Y por lo que acaban de contarme, está como muerto, sin reaccionar.
Perdone, señor Prescott, tengo que telefonear de inmediato a los periódicos.
Se fue en dirección a los despachos de la administración del
estudio.
Metí la mano en el bolsillo y saqué la maldita nota. Las palabras
allí escritas parecían estremecerse ante mis ojos.
«No puede ser verdad, esto no está ocurriendo, esas cosas no
pasan», decía una y otra vez para mis adentros.
No pensaba, desde luego, en que Sandra Colter hubiera vuelto a la
vida. Puede que sufriera un episodio de catalepsia, nada más; era la única
explicación plausible que se me ocurría. Pero, a la vez, chocaba aquello, o se
conjugaba, más bien, con unas cuantas cosas más, todas realmente extrañas, que
habían ido pasando en apenas unas horas. Mis conjeturas no me ofrecían una
conclusión, sin embargo, pero ahí estaban. No podía volverles la espalda.
¿Qué me había dicho el pobre Forrest? ¿Que el Caballero Futaine se
había ido con Jean al Coconut Grove? Bien. Había un taxi en la parada.
—Al Ambassador —dije al taxista—. Veinte pavos si me llevas en un
minuto.
III. El ataúd negro
Me pasé la
noche recorriendo Hollywood en vano. No encontré en el Grove al Caballero
Futaine ni a Jean. Nadie sabía dónde se hospedaba el Caballero. Llamé al
estudio, pero no supieron decirme nada. Me contaron de nuevo la desgracia de
Hess y me hablaron de la muerte del pobre Forrest. Recorrí todos los antros de
Hollywood, incluidos The Trocadero, Sardi's y los tres locales del Brown Derbies,
así como los más famosos y mejores sitios del Sunset, para nada. Llamé a Jack
Hardy una docena de veces, sin que alguien descolgara el teléfono.
Ya avanzaba la mañana cuando al fin, en un club privado del Culver
City, pareció que me asistía la suerte.
—El señor Hardy está en la planta superior —me dijo el
propietario, que me pareció nervioso—. ¿Algo va mal, señor Prescott? He oído lo
de Deming...
—No pasa nada, habladurías —respondí —. Lléveme junto a Hardy.
—Es que está durmiendo —me dijo aquel hombre—. Bebió hasta caerse
y tuvimos que subirlo a la planta superior.
—Supongo que no será la primera vez que lo hacen —dije—. Bueno,
pues démosle café hasta que reviente. Supongo que también tendrá usted café,
¿no? Café bien cargado, por supuesto. Tengo que hablar con él como sea.
Pasó media hora hasta que Hardy pudo entender más o menos lo que
le decía. Al fin se incorporó y, frotándose los ojos, me dijo:
—Prescott, ¿podrías dejarme en paz un rato?
Me acerqué a él cuanto pude y le dije pronunciando bien cada
palabra, lentamente, para que me entendiese:
—Sé bien qué demonios es ese Caballero Futaine.
Esperé por una confirmación de mis temores, o porque me hiciera
ver que me había vuelto loco. Pero se limitó a mirarme confiado.
—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó al fin.
Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies. Hasta ese
preciso momento no había creído realmente lo que se me pasaba por la cabeza, a
pesar de las evidencias que iba acumulando. Hardy acababa de ratificar mis
sospechas. No respondí a su pregunta, sin embargo.
—¿Sabes lo de Hess? —le dije.
Asintió en silencio, con un gesto de tanta pesadumbre y dolor que
sentí compasión por él. No pude por menos que pensar en Jean.
—¿Sabes dónde está ahora mismo ese Caballero Futaine? —le solté
abruptamente.
—No. ¿A qué te refieres? —me dijo sorprendido entonces—. ¿Acaso te
has vuelto loco, Mart?
—No estoy loco. Hess Deming es quien se ha vuelto loco.
Me miró con ojos de perro acobardado.
—Dime la verdad de una maldita vez —le conminé con tono agrio—.
Anda, dime también por qué te salieron esas dos marcas en el cuello. ¿Cómo
conociste a esa... criatura? ¿Dónde crees que puede haberse llevado a Jean?
—¡Jean! —se estremeció entonces, como si entrara en razón—. ¿Acaso
él...? ¡No lo sé, Mart, no lo sé! ¡No sé dónde están! Aunque puede que... me
temo que... Eres un buen amigo, Mart, siempre has sido un buen amigo y tengo
que decirte la verdad. Por tu bien y por el de Jean. Lamentablemente puede que
sea muy tarde para ella.
«Le conocí en París. Yo iba por ahí en busca de sensaciones
nuevas, ya sabes. Pero no esperaba encontrar algo como aquello, un club
satánico. Adoradores del demonio, Mart. Ya sabes lo que hacen en esos sitios,
copular, blasfemar, todo eso. Allí le conocí.
«Puede ser fascinante cuando se lo propone. Pronto me cautivó y
empezó a preguntarme cosas acerca de Hollywood, acerca de las mujeres de aquí,
todo eso, las estrellas, ya sabes. Yo estaba encantado respondiendo a sus
preguntas, hablándole de las chicas, diciéndole que sí, que eran tan hermosas
como en las películas. Me escuchaba mirándome con los ojos hambrientos, Mart.
«Una noche tuve una pesadilla espantosa. Una especie de monstruo
negro, que no puedo recordar bien, entraba por la ventana de mi habitación y me
atacaba. Soñé que me mordía en el cuello y que no podía hacer nada para
defenderme. Después quedaba en su poder.
«El Caballero, al día siguiente, me dijo la verdad de lo que había
sucedido, me dijo quién era. Me había convertido en su esclavo, sin remisión
posible. Sus poderes no son humanos».
Tenía secos mis labios y la garganta. Hardy prosiguió:
—Me obligó a traerlo aquí, a presentarlo a todos como mi gran
descubrimiento para Sed roja. Yo le había hablado de la película antes de que
ocurriese todo, antes de saber quién era en realidad. ¡Cuánto se ha reído de
mí, Mart! ¡Cuánto me ha vejado desde entonces! No puedes imaginarte las cosas
que me ha obligado a hacer. Y como no quería fotógrafos, ni cámaras, ni
espejos, me hizo urdir esa estratagema publicitaria para presentarlo como un
vampiro que se convierte en actor. A cambio, me permite seguir vivo.
Me apenaba Hardy, sabía que me estaba diciendo la verdad, pero
algo en mi mente se resistía a aceptar todo aquello.
—¿De veras no sabes dónde esta Jean? —le pregunté con toda la
frialdad que pude—. ¿Dónde vive ese tal Caballero Futaine?
—No puedes hacer nada, Mart, olvídalo —me dijo con gran
abatimiento—. Se hizo construir una cripta bajo su casa, a la que puso una
puerta especial que sólo se abre con una llave de plata que guarda él mismo.
Según él, no podría derribarse esa puerta ni con una carga de dinamita.
—Bueno, si es de verdad una de esas malditas criaturas, se le
puede matar. —dije.
—No es tan fácil —replicó Jack Hardy—. Sandra Colter fue una de
sus víctimas. Después de morir se convirtió en vampiro, durmiendo de día y
vagando por ahí de noche. El fuego la destruyó, sí. Pero te aseguro que nadie
podrá entrar en la cripta de la casa de Futaine y reducirlo a cenizas.
—No estoy pensando en el fuego —dije—. Podría bastar un cuchillo...
—¡Clavarle un cuchillo en el corazón! —exclamó Hardy, súbitamente
recobrado—. Sí, eso es. Y decapitarle después. Me gustaría hacerlo con mis
propias manos, pero no puedo, Mart. Soy su esclavo.
No respondí; toqué el timbre de aquella habitación y poco después
se hacía presente el propietario del club.
—¿Podría conseguirme un cuchillo de carnicero? —dije señalando con
mis manos el tamaño de cómo lo quería.
Aquel hombre, acostumbrado a las más insólitas peticiones de sus
clientes, asintió.
—Claro —dijo—, enseguida se lo consigo, señor Prescott.
Salí tras él.
—Mart —me dijo Hardy con voz temblorosa—. Buena suerte.
—Gracias —le dije un tanto forzadamente—. No te culpo por todo lo
que ha pasado. Yo hubiera hecho lo mismo.
Allí lo dejé, postrado, mirándome con ojos que parecían clamar por
su salvación desde el infierno. Empezaba a caer la tarde cuando salí de Culver
City en mi coche, con el cuchillo de carnicero bajo mi abrigo. El día había
pasado rápidamente. La llamé varias veces por teléfono, pero Jean no estaba en
casa. Me llevó más de una hora dar con cierto tipo, un hombre que había
trabajado para el estudio haciendo algunos trabajos delicados. Había pocas
cosas que no supiera sobre las cerraduras, según admitía, aunque a
regañadientes, la propia policía.
Se llamaba Alex Ferguson y era un sueco grande, muy fuerte, bien
parecido; tenía unos dedos tan enormes, que más parecía dedicarse a cavar con
una pala que a trastear en los mecanismos de las cerraduras. En tiempos fue
ilusionista profesional, por lo que poseía la habilidad del mismísimo Houdini.
La puerta de la verja que aislaba la residencia del francés no
ofreció resistencia a los hábiles dedos de Ferguson ni a la especie de fina
lámina de acero que utilizó para abrirla. La residencia, una casa moderna de
dos plantas, parecía desierta. Pero ya me había avisado Hardy de que el
Caballero vivía en la cripta.
Bajamos, tras abrir Ferguson la puerta principal sin problemas,
por la escalera que conducía a dicho sótano, o cripta. Llegamos así a un largo
pasillo muy estrecho que concluía en una formidable pieza de acero. Era la
puerta. Una puerta acerada en la que no se percibía un resquicio, salvo el
mínimo necesario para introducir la llave. Ferguson se puso a trabajar de
inmediato. Al principio respiraba agitadamente; luego, más sosegada su
respiración, le vi el rostro bañado en sudor. Yo también sudaba, pero de
impaciencia.
Un rato después, la luz de la lámpara portátil que llevaba consigo
empezó a apagarse. Rápidamente insertó en la caja una nueva batería, la luz se
hizo de nuevo, y me dio la lámpara para que la sostuviese mientras él echaba
mano de otro artilugio que llevaba, un soplete del que salió una llama azul
intensa y brillante que aplicó a la puerta.
No sirvió de nada. Acabó Ferguson por descartar el uso del soplete
y volvió a utilizar las finas herramientas de acero que llevaba. Usó también un
estetoscopio, con el que parecía auscultar la puerta. Pero todo fue en vano.
—No puedo abrirla—me dijo al cabo de un largo espacio de tiempo,
con el rostro desencajado—. Y si yo no puedo, nadie será capaz de abrir esta
puerta. Ni Houdini podría hacerlo. Sólo podrá abrirse con la maldita llave.
—Está bien, Axel, déjalo —le dije, sin más—. Aquí tienes tu
dinero.
Suspiró nerviosamente, mirándome con angustia.
—¿Se va a quedar aquí, señor Prescott? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Me quedaré un rato más...
—Bueno, pues le dejo la lámpara, ya me la dará cuando nos veamos,
¿de acuerdo?
Esperó un poco, pero como no le respondí nada, agitó la cabeza y
se fue bastante contrariado. Me impresionó el silencio en el que me sentí
apenas se hubo ido Ferguson. Saqué el cuchillo de mi abrigo y probé su filo
pasando mi dedo pulgar por la hoja. Lo volví a guardar. No había pasado media
hora cuando, silenciosamente, la puerta se abrió por sí sola unas pulgadas.
Sorprendido, me levanté del suelo, donde me había sentado con la espalda
apoyada en la pared, y con bastante cautela me aproximé hasta el resquicio que
ofrecía a la vista aquella apertura. Vi una habitación desnuda, perfectamente
acorazada, con las paredes cubiertas por láminas de acero que se me antojaron
muy gruesas. Y en el medio de la misma, en el suelo, algo negro y largo. Era un
ataúd.
Miré con más atención, procurando guardarme, y vi una figura leve
vestida con un blanco camisón de seda. Era Jean. Tenía los ojos muy abiertos,
fijos en algún punto. Parecía una sonámbula. Lentamente se le acercaba un
hombre, impecablemente vestido de etiqueta y perfectamente peinado, que se
limpiaba los labios delicadamente con un pañuelo. Había una leve mancha carmesí
en la línea que separaba sus labios.
IV. Yo, el Vampiro
Bajo el abrigo, sentí muy caliente en mi mano la empuñadura del
cuchillo. Me dejé ver completamente, entrando en la cripta para ponerme frente
al vampiro. De soslayo vi entonces que Jean, en un rincón, parecía reparar en
mi presencia. El Caballero Futaine seguía sonriéndome burlón mientras
jugueteaba con su pañuelo.
—Vaya, pero si es Mart, Mart Prescott —dijo lentamente.
Saqué el cuchillo, empuñándolo con fuerza, y se rió al verlo.
—Sabe a qué he venido, ¿verdad? —le dije.
—Sí, claro que lo sé; hace ya un buen rato que supe de su
presencia, pero descuide, no me ha molestado ni interrumpido. Lamento que hayan
sido vanos sus intentos de abrir esa puerta, pero sólo una cosa podría hacerlo.
Y sacó de su bolsillo una fina llave de plata que me mostró sin
dejar de sonreír.
—Sólo esto, señor Prescott, puede abrir esa puerta, pero observe
que he tenido el detalle de abrírsela yo mismo para que no desesperase. Por lo
demás, señor Mart Prescott, permítame decirle que su cuchillo no sirve de nada.
—Quizá sí —dije blandiéndolo ante él—. ¿Qué le ha hecho usted a
Jean?
Una expresión curiosa, acaso de dolor, veló entonces sus ojos
sonrientes.
—Es mía —dijo con rabia—. Usted no puede hacer nada, porque...
yo...
Me abalancé sobre él... o al menos quise hacerlo. Pero la verdad
es que el cuchillo acabó en el suelo, sin que yo pretendiera soltarlo. El
Caballero no se había movido, sin embargo. Sentí sus ojos clavándose
terriblemente en los míos y sentí a la vez que perdía mis fuerzas, mi energía,
la violencia con que había intentado atacarle. Estaba paralizado, rendido
aunque no quisiera rendirme. Rígido ante su presencia. Me agaché a duras penas
para recoger el cuchillo del suelo; lo hice pero no pude levantarlo amenazante
contra él. Me sentí inmóvil, como una estatua.
El Caballero pasó entonces a mi lado.
—Sígame. —me dijo.
Lo seguí como un autómata, saliendo al pasillo donde antes había
aguardado. ¿Qué poder hipnótico me impedía defenderme, a pesar de que intentaba
hacerlo? Futaine comenzó a subir los peldaños que llevaban a la casa. Lo seguí
hasta el salón y a un gesto suyo, sin poder resistirme, caí sentado en una
silla. Aún no había oscurecido por completo, pero el sol se ponía por el oeste.
Había a mi lado una mesa baja. El Caballero Futaine me tocó suavemente un brazo
y tuve la sensación no del todo desagradable de que una fuerte descarga
eléctrica me recorría el cuerpo. Cayó de nuevo el cuchillo de mis manos, yendo
a parar a la mesa baja.
Jean nos había seguido, me di cuenta entonces porque la vi rígida
en el salón, con los ojos inexpresivos de antes. Futaine dio unos pasos hacia
ella y enlazó con un brazo su cintura. Quise hablar, pero sentí como si tuviera
la boca llena de barro. Tuve que hacer un gran esfuerzo para mascullar unas
palabras.
—¡Maldito sea, Futaine! ¡Déjela libre!
Se separó de ella y avanzó unos pasos hacia mí, mirándome con un
profundo desprecio.
—¡Es usted un imbécil! Podría matarle fácilmente, ¿es que no se da
cuenta? Podría hacer que se fuese de aquí, que anduviera hasta el callejón más
sucio de Hollywood y que allí, con sus propias manos, hundiera ese cuchillo en
su cuello. Tengo el poder de hacerlo, si me viene en gana. Y usted lo sabe. Lo
acaba de descubrir todo. Lo sabe todo acerca de mis poderes.
—Sí —dije—. Sé bien quién es usted, un maldito endemoniado.
¡Suelte a Jean de una vez!
El rostro de la bestia se contrajo dolorosamente.
—No es suya, es mía... ¡No es Jean, es Sonya! —dijo ahora con una
voz mucho más grave y gutural.
Recordé entonces la noche en que el Caballero Futaine conoció a
Jean, en la fiesta de Jack.
Leyó bien la interrogación que había en mis ojos.
—Hace muchos años conocí a una muchacha preciosa —comenzó a
decir—. Era Sonya. La mataron clavándole una estaca en el pecho. Ha pasado
mucho tiempo desde aquello, y ahora que he conocido a esta mujer, que es la
reencarnación de Sonya, no puedo perderla. Nadie hará que me separe de ella.
—La ha convertido en un ser demoníaco, como usted mismo —logré
decir aunque sentía paralizados mis labios—. Quizá tenga que matarla también.
Futaine miró entonces a Jean con angustia.
—No, usted no la matará —me respondió—. Es mía, ya tiene los
estigmas de nuestra estirpe. Aunque aún está viva. No será un vampiro hasta que haya muerto. O hasta que
haya probado la sangre, cosa que es preciso que haga esta misma noche.
Lo insulté con todas las palabrotas que me vinieron a la boca.
Pero tocó mis labios y no pude emitir ni un sonido más, ni un lamento. Entonces
se fueron. Oí la puerta al cerrarse.
Corría la noche. Todos mis fútiles esfuerzos por levantarme de
aquella silla me convencieron de que no tenía escapatoria. Ni siquiera podía
gritar, nada me salía de entre los labios. Más de una vez pensé con terror que
acabaría volviéndome loco, irremisiblemente loco. Pensaba en Jean y recordaba
las ominosas palabras de Futaine. La desesperación agónica que sentía, al no
poder siquiera gritar, me hizo caer en un estado parecido al coma, del que aún
no sé cuánto tiempo pasó hasta que logré recuperar la consciencia. Sólo sé que
transcurrieron varias horas hasta que sentí pasos.
Abrí los ojos entonces y vi a Jean. La miré ardientemente,
tratando de adivinar en ella los rasgos de la siniestra metamorfosis, pero nada
aprecié, salvo las marcas en su cuello. Estaba tan hermosa como siempre. Se
tumbó tranquilamente en un sofá y cerró los ojos.
El Caballero Futaine pasó ante mí y se sentó en el borde del sofá
donde dormía Jean. La miraba con absoluta admiración. Ya he hablado de su
rostro incongruentemente juvenil. Bien, pues ahora parecía viejo, muy viejo.
Inconcebiblemente viejo.
Así estuvo, contemplando a Jean con absoluto embeleso, mucho rato.
Al fin levantó los ojos para mirarme. Fue hasta mí y tocó mis labios con sus
dedos. Pude hablar. Sentí que la sangre corría de nuevo por mis venas, que
recuperaba mi vitalidad, que la vida volvía a mí con toda su intensidad. Moví
un brazo para cerciorarme de que había cesado mi parálisis.
—Aún está inmaculada —me dijo el Caballero Futaine con mucha
emoción—. No he podido hacerlo.
Me miraba comprensivo, aunque no le creí, seguí sin fiarme,
esperando cualquier artimaña de su parte.
Futaine me sonrió entonces amargamente.
—Le digo la verdad, créame. Puedo convertirla en un muerto
viviente, como yo mismo. Estuve a punto de hacerlo pero en el último instante
decidí que sería injusto, que ella no se lo merece — miró entonces a la ventana
y dijo tristemente—: Amanecerá muy pronto.
Intenté alcanzar el cuchillo, que seguía en la mesa. El Caballero
Futaine se adelantó, apartándolo.
—Espere —me rogó—. Tengo que contarle algo, señor Prescott. Usted
sabe qué y quién soy.
Asentí.
—Eso no quiere decir —prosiguió— que me conozca; sabe quién soy,
sabe qué soy, pero no tiene ni idea del porqué, lo desconoce todo acerca de mí.
Bueno, al fin y al cabo usted es un hombre, un humano, y yo soy un muerto
viviente. Hace mucho tiempo fui víctima de un vampiro, y como vampiro yo mismo he vivido a través de las
edades, sumido constantemente en el mismo y amargo suplicio de Tántalo. Así ha
sido, señor Prescott, a través de los siglos. He conocido a Ricardo, a Enrique
y a Isabel de Inglaterra. Allí por donde fui sembré el terror y la destrucción
apenas caía la noche. Soy un ser ajeno a la vida. Soy un muerto viviente.
Su vocecilla parecía más apagada y meliflua según iba haciéndome
aquella confesión.
—Yo, el vampiro —siguió diciendo el Caballero Futaine—; yo, el que
acecha en las sombras; yo, la criatura demoníaca; yo, quien hace de su
existencia negotium
perambulans in tenebris.
«Pero créame si le digo que no siempre fui así. En tiempos, en
Turena, antes de que fuese convertido en una criatura de las sombras, amé a una
dama, una joven deliciosa. Sonya. Y cuando más enamorado estaba fui víctima de
un vampiro. Enfermé hasta morir. Y reviví. Ya era un vampiro. Seguía amando a
Sonya, sin embargo, como aman los vampiros, por lo que la visitaba todas las noches
para hacer de ella otro vampiro. Sonya, igualmente, enfermó hasta morir. Y
durante un tiempo fuimos juntos a través de las noches, como vagamos los
vampiros: ni vivos ni muertos. Sabía bien que Sonya no era mi Sonya, sin
embargo. Tenía su cuerpo, pero Sonya era malvada. Comprendí entonces que había
destruido su alma.
«Un día, abrieron su tumba y un sacerdote le clavó una estaca en
el pecho, atravesándole el corazón. Luego la redujeron a cenizas. A mí no me
encontraron, no hallaron dónde estaba mi ataúd. Comprendí entonces que el amor
no era para mí, que el amor es algo de lo que no puede gozar un vampiro.
«Pero renació en mi corazón la esperanza cuando conocí a Jean.
Habían pasado cientos de años desde que Sonya fue reducida a cenizas, pero creí
haberla encontrado de nuevo. Y la tomé para mí con una fuerza que hubiera
resistido cualquier empeño humano por impedírmelo.
Al Caballero Futaine le caían pesadamente los párpados sobre los
ojos. Parecía infinitamente anciano.
—Ningún empeño humano hubiera podido apartarme de ella. Pero
comprendí —siguió diciendo tras una pausa— que no podía condenarla a la misma
existencia infernal que yo sufro. Tenía que olvidar mi amor por ella, tenía que
evitarle lo que le hice a Sonya precisamente a causa del amor que la tenía.
Recordé que la había destruido. Y no quise destruir también a esta encantadora
muchacha.
Miré con bastante melancolía a Jean, que dormía en el sofá. El
Caballero la miró también, asintiendo con un gesto lleno de ternura.
—Sí, tiene los estigmas del vampiro —dijo—. Morirá, salvo que yo sea destruido —añadió haciéndome un
gesto significativo—. Si usted me hubiera clavado ese cuchillo en el corazón,
ella sería libre —miró de nuevo a la ventana—: Muy pronto saldrá el sol.
Volvió a mirar a Jean con una dulzura extraordinaria.
—Es bellísima —dijo—. Demasiado bella para convertirse en una
criatura infernal.
El Caballero Futaine se dirigió a la puerta. Al pasar a mi lado
depositó cuidadosamente algo sobre la mesa. Ya en la puerta, se volvió para
sonreírme tristemente con sus labios escarlata. Me miraba confiado, sin miedo;
creo que incluso feliz. Abatió sus brazos en un gesto que podía parecer
teatral, pero que no tenía nada de eso.
—Ha llegado el momento de despedirnos, amigo. Ha llegado la hora
de mi muerte.
Oí sus pasos dirigiéndose a la cripta. Oí también la puerta de
acero cerrándose. Ya me había abandonado por completo la parálisis. Temblaba,
pues sabía que tenía que hacer lo que era debido muy pronto. No podía fallar.
Miré a la mesa baja que había junto a la silla donde seguía sentado. Junto al cuchillo vi una pequeña llave de plata.
Comentarios
Publicar un comentario