Durante la conquista de América y devastación de la Gran Tenochtitlán, las cruentas batallas contra los indígenas había dejado atrás varios cuerpos sin vida, tanto de los mismos habitantes de la ciudad prehispánica, como de los soldados españoles. Hernán Córtez enfrentó a varios de los soldados de Tenochtitlán y en una ocasión estuvo a punto de perder la vida de no ser por uno de sus séquitos: Don Pedro de Aguirre. Lo defendió con una daga que más de una vez probó la sangre de aquellos que saquearon, hasta que un sacerdote maya, asesinado por el mismo Don Pedro, lo maldijo su arma. Ese acontecimiento pasó desapercibido por el mismo Don Pedro, pero pronto pagaría por su crimen.
Una vez establecida la Nueva España, Don Pedro gozaba de su título en la nobleza y era admirado por los habitantes, pero toda gloria conllevaría a la desgracia. El éxito de Don Pedro no sería la excepción.
De manera inexplicable, una misteriosa fuerza poseía su mano al momento de estar cerca del arma que antaño arrancó la vida de los indígenas y llegó a herir personas cercanas que a la menor provocación lo sacaba de sus casillas y respondía atacando. Desconocía de dónde surgía esa fuerza irreprimible, por lo que optó por acercarse a Dios, realizar obras de caridad y arrepentirse con oraciones y castigos, mientras que la daga permanecía resguardada. Pensaba que, aunque fuera una locura, quizás el arma blanca despertaba en él aquella fuerza y la maldición de aquel sacerdote indígena tendría algo que ver. Su vida cambió drásticamente, pasó de ser aquel temible soldado que acabó con ejércitos y pueblos del México Prehispánico a un simple hombre ordinario. Era la sombra de aquel soldado admirable y prefería mejor evitar las disputas.
Su esposa aprovechó ese momento de debilidad para buscar a otros hombres y tratar de revivir esa admiración a través de amantes sin importar los rumores que llegaban a oídos de Don Pedro. Él se sentía viejo y enfermo como para enfrentar la verdad y sólo se escuchaban las burlas a sus espaldas, incluso no faltaba aquel cínico que se atrevía afirmar que su hijo no era de él. El odio en aquel antiguo soldado se había apaciguado, sentía que era parte de su castigo y era menester por haber intentado matar a más personas con la daga.
Sentía que la muerte estaba cerca de él, se había convertido en su sombra y antes de sus últimos días solicitó los servicios de un pintor, le pidió que realizara un enorme retrato con su antiguo traje de soldado, su casco y la daga maldita que había sido resguardada en un cofre.
Fue inmortalizado a través de aquella pintura y reflejaba la ferocidad con la que antaño representaba para sus enemigos. Antes de fallecer, Don Pedro le pidió a su esposa que por nada del mundo retirara la pintura de la sala. Era su única petición y era como una forma de ser recordado. Doña Ana se lo prometió, pero en realidad no estaba dispuesta a cumplirlo, no veía necesario dejar aquel cuadro si el propietario moriría.
El día en que la muerte reclamó aquel viejo soldado conquistador, fue la gran oportunidad de la viuda para dar rienda suelta de sus pasiones con otros amantes, entre ellos el joven pintor que realizó el retrato de Don Pedro. Aquel viejo terminó en su tumba, mientras tanto, Doña Ana gozaría de la mansión, las joyas, el dinero, su hijo y de la ardiente pasión del pintor. Con ahíco se entregó a los labios de aquel joven, sin importar las habladurías, todas en común que no respetaba la memoria del fallecido. Mientras tanto, la imponente pintura del conquistador fue alojada a la habitación donde resguardaban muebles viejos y las arañas invadían con sus espesos hilos.
Un día, se festejaba una reunión en la antigua casa de Don Pedro, al viejo soldado conquistador. Era el cumpleaños de Doña Ana y entre los invitados también se hallaba el pintor, su amante. Ambos no pudieron contener la pasión y optaron por alejarse de los invitados. Eligieron la vieja habitación donde guardaban las antigüedades. El olor a mohó invadía sus sentidos, pero su lujuria no sería detenida por unas arañas y quizás otras alimañas escondidas.
Entre besos, acaricias y susurros, en medio de las sombras acechaba el retrato de Don Pedro, mudo testigo de la infidelidad, su diabólica mirada presagiaba una tragedia en aquella habitación. Los invitados escucharon los alaridos femeninos. Avisaron a las autoridades que no demoraron más tiempo. Al entrar a la habitación, presenciaron la horripilante escena: el amante de Doña Ana había sido apuñalado con una daga, la misma que usaba Don Pedro. La mujer yacía escondida entre los muebles viejos, aterrorizada sin dejar de gritar. Cuando la abordaron, no dejaba de repetir que su difunto esposo había salido del retraro y atacó al pintor con su arma. Era de esperar que nadie le creyera a la viuda y, en cambio, fue apresada. Se le interrogó sobre el homicidio del pintor y ella insistía que fue su esposo.
A consecuencia de esto, Doña Ana fue condenada a la hoguera acusada por la muerte del pintor.
Los rumores corrieron de inmediato, se decía que el mismo Diablo salió de aquel cuadro y vengó la muerte de Don Pedro. Otros, más escépticos, referían que Doña Ana fue la auténtica asesina, que quizás el pintor intentó chantajearla y terminó muerto. Sólo la verdad se halla en la pintura del soldado conquistador. Fue extraída de aquella habitación, con su cruenta mirada imponía a los presentes y fue colocada en la sala, justo como él había solicitado antes de morir. Su hijo se encargó de resguardar la pintura al igual que la daga que usó su padre.
En la actualidad, aún no se sabe en qué manos cayó el arma y tampoco de lo que es capaz de hacer.
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